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Columna
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Conquista tu puta libertad

Los privilegiados jamás descubrirán si son realmente eso o sólo el fruto de su rico contexto vital. Porque ellos no tuvieron que pelear por su autonomía o luchar por hacer valer su voluntad

Una joven espera con sus maletas en el aeropuerto de Barajas (Madrid).
Una joven espera con sus maletas en el aeropuerto de Barajas (Madrid).
Estefanía Molina

Nunca olvidaré cuando alguien me deslizó a los 24 años que no encajaba en su grupo de amigos porque ellos habían “visto mucho mundo” y yo no. Pura estupidez, porque el dinero para estar ya tan viajado en la veintena había sido de sus padres. Así que, bajando del avión de Italia esta semana, pensé que, a veces, la juventud no siempre se vive de joven. Y que pagarme ahora mi propia vida, la que no pude tener, es el mayor símbolo del ascensor social de los humildes a mis 30 años.

Y ese debate es un tabú porque algunos dirán que no todo el mundo puede llegar a empoderarse, fruto de la precariedad. Claro, de ahí que muchos jóvenes vivan España en una eterna niñez, como conté sobre Dinamarca. Pero sería injusto tapar los valiosos casos en que la voluntad personal se ha impuesto al determinismo social. Amigos están hartos de oír que poco se puede hacer. La esperanza humana se subleva, se resiste a creer en que la vida esté escrita ya.

Véase mi amiga Julia, cómplice en la aventura por las bellísimas Cinque Terre italianas. Estudió Periodismo, pero se ganaba la vida tan mal que se recicló. Se encerró a opositar volviendo a la casa materna, con ahorros de haber trabajado en cosas que no eran de su profesión. Tiene un buen trabajo ahora, pero espera saber si ha sacado la plaza pública. Su no resignación, pese a tanta desesperación y tumbo vital, es la metáfora de que a los 31 años ha vencido su rabiosa voluntad.

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Sirva el chaval de 22 años a quien conocí en el avión de Pisa a Madrid. Me relató que sus compañeros de piso vivían “pasando de todo”, que les dejaba por la mañana en el sofá y a la noche seguían casi en la misma pose porque les mantenían los padres. Él trabaja de su carrera de comunicador, y estudia ahora una especialización. Sudar su pasión, aun llegando a las once de la noche a casa hecho puré, es otro símbolo de su insurrección vital.

Y esto no va de desearlo muy fuerte y lograrlo. Va de que hay personas, no de clase alta además, que invierten su juventud en conquistar su libertad. Siempre me acompañará la sensación de que gasté los años de Universidad hincando codos para tener buenas notas, trabajando para ser independiente, haciendo larguísimas horas de autobús... Ahora esa juventud ha empezado a volver, aunque ya no sea de Interrail en la veintena, de viajes a Pekín o Cancún con la familia, o de inocencia y despreocupación.

Sin embargo, la juventud vuelve ahora en forma de lo más preciado para el humilde, que es la posibilidad de elegir, la autonomía personal. A algunos nos ha costado la inocencia y la piel poder decidir un destino para ir, un restaurante donde comer o sentir el lujo de hacer una foto al David de Miguel Ángel o al Coliseo. Otras personas de mi generación nunca lo podrán lograr ni soñar. Pero los pudientes casi seguro que no han tenido que invertir su juventud en alcanzar todo eso, porque les venía dado ya.

En consecuencia, es hipocresía tapar el mérito del humilde que revienta el gráfico de la estratificación social, mientras el rico no asume su privilegio vital. Si yo no era “tan viajada como ellos” es porque mis veranos eran los del Tang de naranja en la nevera, de amortizar el bono de la piscina con mi padre, tarde sí, tarde también. Cuando no tenía “mundo” es porque el sitio más lejos al que íbamos era a un apartamento pequeñito alquilado junto a mis tíos una semana en Salou. O, en el mejor de los casos, recorríamos mil kilómetros en coche desde Igualada hasta Málaga para visitar a la familia.

El problema es que los privilegiados nunca sabrán si su amor por viajar nació en la cuna, si sus selectos gustos por la cultura son de serie o, incluso, si se mueven tan bien por el mundo porque esa información era de sus padres. Los pudientes jamás descubrirán si ellos son realmente eso o son sólo el fruto de su rico contexto vital. Porque ellos no tuvieron que pelear por su autonomía o luchar por hacer valer su voluntad. Así que nunca entenderán el inmenso placer, la justicia, que supone sentir alguna vez que es uno quien ha conquistado su derecho a ser; su puta libertad.

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Sobre la firma

Estefanía Molina
Politóloga y periodista por la Universidad Pompeu Fabra. Es autora del libro 'El berrinche político: los años que sacudieron la democracia española 2015-2020' (Destino). Es analista en EL PAÍS y el programa 'Hoy por Hoy' de la Cadena SER.

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