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tribuna
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¿El PSOE de antes?

En sus últimas intervenciones, Pedro Sánchez trasluce rigidez y esquematismo y un distanciamiento del proyecto socialdemócrata en favor de la razón de Estado con el consiguiente alejamiento de una parte de la ciudadanía progresista

PSOE
Nicolás Aznárez

Como casi la totalidad de partidos socialdemócratas europeos, el PSOE se ha visto sometido a graves turbulencias durante los últimos 10 años. Según mis cálculos, en el periodo 2000-2020, estos partidos sufrieron, por término medio, un retroceso de 12 puntos porcentuales de voto en Europa occidental. Hemos asistido al colapso de partidos históricos como el Pasok griego, el Partido Socialista Francés y el Partido Laborista de Holanda. En la actualidad, la media europea de apoyo a los partidos socialdemócratas se encuentra en torno al 20%. Lejos quedan los tiempos en que el Partido Socialdemócrata Sueco obtenía el 50% del voto (en 1968), el Partido Socialdemócrata Alemán el 46% (en 1972) o el PSOE el 48% (en 1982).

En el caso español, el PSOE sufrió un batacazo enorme en 2011 del que aún no se ha recuperado: pasó de 11,3 millones de votos en 2008 (el 43,9% del voto) a tan solo siete millones en las siguientes elecciones (28,8%). Tocó fondo en 2015, bajando hasta el 22%. En las últimas elecciones, las de noviembre de 2019, obtuvo un 28% del voto.

Además de estas vicisitudes electorales, el partido ha sufrido graves crisis internas. Tras la dimisión de Alfredo Pérez Rubalcaba en 2014, los militantes eligieron a Pedro Sánchez nuevo secretario general. Pero ante su insistencia en votar en contra de la investidura de un Mariano Rajoy acosado por una letanía de escándalos de corrupción, el partido le destituyó en la reunión del Comité Federal del 1 de octubre de 2016. El PSOE, en una maniobra de defensa del viejo orden bipartidista, sacrificó a su secretario general para garantizar la continuidad del Partido Popular, cerrando el paso a cualquier “aventura” de entendimiento entre el PSOE, Podemos y los partidos nacionalistas catalanes y vascos.

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Se produjo entonces una anomalía que nadie esperaba. El defenestrado líder del PSOE no se resignó a ser apartado. Habiendo renunciado a su condición de diputado y decidido a recuperar el puesto que había ganado legítimamente en unas elecciones primarias, inició una campaña quijotesca para disputar unas nuevas primarias e intentar así ganar, por segunda vez, el liderazgo del partido. Apeló a la militancia, a sus valores de izquierda, frente a un aparato acomodaticio con el poder, y, en contra de todos los pronósticos, se impuso a Susana Díaz en las primarias de 2017.

Se dijo que la victoria de Sánchez frente al aparato le convertía en un político antiestablishment que podía beneficiarse de la demanda de “nueva política”. Se insinuó incluso que la segunda venida de Sánchez constituía una “podemización” del PSOE. Sánchez encarnaba un político audaz, incómodo para las viejas élites y estructuras del partido socialista, que levantaba el puño en los mítines y denunciaba a los poderes económicos y mediáticos que querían mantener a toda costa el orden existente.

Aprovechando la primera condena del PP por el caso Gürtel, puso en marcha la moción de censura contra Mariano Rajoy en 2018. Se apoyó para ello en Podemos y los partidos nacionalistas, lo que suponía romper las líneas rojas que el viejo PSOE le había impuesto en su día. En lugar de seguir defendiendo el bipartidismo ante la llegada de nuevos competidores (Podemos, Ciudadanos), optó por formar un nuevo bloque parlamentario que se hiciera cargo de las demandas sociales de regeneración y reformas que los gobiernos del PP habían dejado insatisfechas.

Sin embargo, Sánchez tuvo dudas desde el principio, reflejadas en algunos virajes ideológicos y estratégicos que han acabado pasando factura a su valoración ciudadana. Tras las elecciones de abril de 2019, no quiso optar por la alternativa que era más coherente con su trayectoria anterior, la coalición de gobierno con Unidas Podemos (y que tenía mayor apoyo popular). El PSOE prefería gobernar en minoría y no descartaba llegar a un entendimiento con Ciudadanos. La falta de claridad en la política de alianzas llevó a la convocatoria de unas segundas elecciones, las de noviembre, en las que Vox se alzó como tercer partido español y el PSOE perdió tres diputados. En apenas 48 horas, Sánchez pasó del famoso “no dormiría tranquilo con Podemos en el Gobierno” a forjar una coalición en la que Pablo Iglesias era vicepresidente.

Esas dudas iniciales han acabado resurgiendo de diversas formas. En algunas ocasiones, parece que el PSOE intenta hacerse perdonar el “pecado” de haber pactado con Unidas Podemos y los partidos nacionalistas adoptando posiciones que, para no entrar en calificativos polémicos, podríamos decir que son incoherentes tanto con los valores subyacentes en el programa original de gobierno como con el estilo de liderazgo de Sánchez. Mencionaré algunos episodios para ilustrar esta idea.

Pensemos, por ejemplo, en la reacción de Pedro Sánchez a la matanza de migrantes que trataban de entrar en España. Sus palabras, duras y desprovistas de empatía hacia las víctimas, ponían el acento en las mafias que se lucran de los flujos migratorios, sin que pudiera adivinarse mucha incomodidad ante la actuación de las fuerzas de seguridad marroquíes. El contraste con el gesto inicial de acoger al Aquarius en un puerto español no puede ser mayor.

Algo similar podría decirse del escándalo del espionaje a los líderes independentistas catalanes. La reacción no ha sido la que cabría esperar de un Gobierno comprometido con la profundización de la democracia. Las explicaciones han resultado insuficientes y poco convincentes, acogiéndose a un legalismo defensivo que evita entrar en la cuestión de fondo y que recuerda mucho a tiempos lejanos, cuando otros escándalos de espionaje salpicaron al PSOE. Vuelven argumentos que, por su simpleza y falta de fundamento, parecen casi una provocación al electorado progresista. Consideraciones similares podrían hacerse sobre el cambio de criterio con respecto al Sahara y el cierre de filas con las derechas ante cualquier iniciativa de mayor control de la Monarquía.

De un tiempo a esta parte, las intervenciones del presidente Sánchez parecen traslucir una creciente rigidez y esquematismo, como si ya quedara poco de lo que fueron sus señas originales de identidad política. Es comprensible que Sánchez quiera cohesionar al partido tras las rupturas que se vivieron durante la última década, pero su reputación ante la opinión pública consistía en que él tenía la determinación de construir un partido con una nítida orientación socialdemócrata que evitara las decepciones que el PSOE había causado en el pasado. Justamente por ello, cuando casi la totalidad del establishment del partido se puso de parte de Díaz, la militancia optó masivamente por Sánchez.

Podría decirse que el PSOE pierde la conexión con los ciudadanos cuando deja de actuar como partido que representa a la izquierda moderada y comienza a comportarse como baluarte o incluso apéndice del Estado, es decir, como un partido cartel, por utilizar el término que se emplea en la Ciencia Política para referirse a los grandes partidos tradicionales que evolucionan hacia la máxima profesionalización, hasta el punto de que resulta difícil distinguir entre los dirigentes del partido y los servidores públicos del Estado. Ahí es donde siempre se ha fraguado la derrota, cuando la defensa del Estado se antepone a los derechos y la democracia. La cultura organizativa y la tradición orgánica del partido han empujado en esa dirección en el pasado. Si Sánchez se deja arrastrar, perderá los valores que posibilitaron su elección.

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