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Tribuna
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El ‘bienestar’ que traerá la ultraderecha

Los ciudadanos que votan a estos partidos sospechan que algo se tambalea de cara al mañana y seguirán buscando el bienestar en algún lado. Si no se lo ofrecemos, lo buscarán en la nostalgia reaccionaria

Trabajadores de la construcción, el día 2 en una obra en Bilbao.
Trabajadores de la construcción, el día 2 en una obra en Bilbao.LUIS TEJIDO (EFE)
Estefanía Molina

La ultraderecha seduce a millones de personas en Europa porque promete un proyecto aspiracional: la idea de que el bienestar aún existe, pero está en algún lugar remoto del pasado. Ello se traduce en una sensación ciudadana de que el progreso ha sido un engaño, porque algunos no creen que les haya vuelto más prósperos, sino que les ha dejado más a la deriva o más precarios. Ciertos sentimientos resultan falaces, pero abren debates incómodos: sobre si nuestro modelo productivo y educativo ha llegado demasiado lejos, mientras el mundo sufre una tensión hacia el repliegue.

Muestra de ello es que muchos trabajadores creen que la globalización es el enemigo y asumen de forma idealizada que el obrero precario volvería a ser clase media si se cerraran las fronteras. Es una quimera, porque el proteccionismo no sale barato a las clases humildes. Sin embargo, ese anhelo rescata al trabajador de un astillero, al metalúrgico, de un sentimiento de abandono, de incomprensión en un mundo donde no encuentra su sitio. E, incluso, se conjuga con los temores de quienes sienten pánico de acabar siendo sustituidos a medio plazo por un robot.

A ello se suman la pandemia y la invasión de Ucrania, que han hecho saltar alarmas sobre nuestra capacidad de autoabastecimiento. Países avanzados fueron incapaces de fabricar ciertos materiales sanitarios para protegerse del virus, mientras sectores como la agricultura se volvieron esenciales. Se habla ahora de racionamiento energético, de carestía en los supermercados, crisis alimentaria… Todo ello responde a un contexto concreto, pero abona el recelo generalizado sobre si el mito del crecimiento o del consumo ilimitado ha reventado.

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En consecuencia, Europa asiste a la paradoja de tener economías muy terciarizadas, de haber alcanzado picos de desarrollo nunca vistos, para acabar encontrando puntos flacos por abajo, en un mundo donde crece la desconfianza en el futuro. Existe un clima de opinión latente sobre que quizás hemos mirado demasiado hacia arriba, hacia el avance intelectual, económico, digital, tecnológico... para acabar inadaptados a ese “abajo”, a lo pequeño, a lo primario, que no cabe en el ideal del progreso.

Acaso no resulta hoy una paradoja que economías con persistentes tasas de paro sean incapaces de cubrir determinados puestos de trabajo. En la Unión Europea falta mano de obra cualificada de conductores, fontaneros, albañiles, carpinteros, mecánicos, camioneros, médicos, programadores informáticos… No todos los países asisten a la misma problemática, pero se espera que la tendencia vaya a más, por el envejecimiento demográfico, e incluso por la tendencia de la población a concentrarse en las ciudades.

El progresismo cree entonces que hay que pagar más para que la gente quiera colocarse, aunque sería una respuesta miope. Esconde una escasa adecuación del mercado de trabajo a las necesidades de las empresas, bien sea porque existen sectores para los que la oferta formativa no se ha desarrollado aún o porque hay jóvenes sin titulación que no contemplan o desconocen la Formación Profesional como una opción. A la postre, en el imaginario colectivo se ha denostado la importancia de los oficios, de todas las profesiones que no tengan una pátina intelectual, cultural o reflexiva.

Ese debate se vuelve sensible para muchos universitarios que incluso creen que el mito de la universidad se ha erosionado. Aunque tengan bastantes posibilidades de no acabar en el paro, algunos piensan que su precariedad sería menor si hubiesen estudiado otra especialidad menos humanística, más tecnológica, o en FP. El tejido productivo en España no llega a absorber todo el potencial de sus profesionales, o que cobren los sueldos que merecen. Quizás porque la universidad tampoco está del todo acorde con las necesidades del entorno.

Se rompe así ese anhelo generacional de nuestros padres sobre el orgullo de graduarse, o licenciarse, como parte del triunfo social. Ello sume en la frustración a muchos chavales, que se ven reciclándose después de haber cursado sus estudios universitarios. Habría que preguntarse ya qué ofrece más libertad o autonomía a largo plazo: si elegir lo que uno quiere estudiar, así sea una disciplina intelectual o con pocas salidas, o que el Estado ponga más recursos en orientar hacia la empleabilidad.

La reflexión también pasa por el valor añadido de nuestra industria local. La ley audiovisual buscaba ser un polo de atracción del sector, pero esta ha pasado más desapercibida que otras leyes, como la que estableció el ingreso mínimo vital. Escasea ambición política por la transformación productiva, y la oposición se escandaliza al cuestionar la dependencia del turismo. Mientras tanto, España llenará puestos libres con trabajadores extranjeros, en muchos casos en sectores poco atractivos para los españoles, como la construcción o la hostelería.

La ultraderecha no trae convivencia a nuestro modelo de derechos y libertades. Pero los ciudadanos que la votan sospechan que algo se tambalea de cara al mañana y seguirán buscando el bienestar en algún lado. Si no se lo ofrecemos de ahora en adelante, recogiendo esos debates que están en la calle, lo buscarán en ese pasado idealizado, en la nostalgia reaccionaria.

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Sobre la firma

Estefanía Molina
Politóloga y periodista por la Universidad Pompeu Fabra. Es autora del libro 'El berrinche político: los años que sacudieron la democracia española 2015-2020' (Destino). Es analista en EL PAÍS y el programa 'Hoy por Hoy' de la Cadena SER.

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