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Al hilo de los días
Tribuna
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Las cloacas del Estado y otras cloacas

Pedro Sánchez tiene que aclarar si fue informado o no de las escuchas a los independentistas catalanes. Es preciso saber cuándo y quién se lo notificó si así hubiera sucedido, o si nadie lo hizo y por qué, y si eludió una responsabilidad que la ley le adjudica

Las cloacas del Estado y otras cloacas. Juan Luis Cebrián
EVA VÁZQUEZ
Juan Luis Cebrián

La primera vez que oí a un ministro de la incipiente democracia española quejarse de la actividad de las cloacas del Estado fue cuando Fernández Ordóñez, titular de Justicia en el primer Gobierno constitucional de Adolfo Suárez, se enfrentó a su colega de Interior tras la tortura y asesinato de un etarra en la Dirección General de Seguridad. El cadáver del activista constituyó todo un mensaje de cómo entendían algunos que había que solucionar el futuro político español. Una semana antes, ETA había asesinado en el País Vasco al ingeniero Ryan, y 10 días después se produjo el golpe de Estado del 23-F. Resultó evidente que las cloacas, las del Estado y las de quienes conspiraban contra él, habían generado un clima de inestabilidad que facilitara el apoyo a soluciones de fuerza: cuanto peor mejor. Pero quienes entonces manejaban sus hilos no estaban controlados por el poder político, víctima también de su actividad. Yo mismo fui objetivo de sus métodos cuando servicios de inteligencia militar herederos del franquismo falsificaron documentación tratando de demostrar que lejos de ser un periodista independiente era un agente del KGB soviético. Los fontaneros de las cloacas se encargaron de infiltrarse en grupos de activistas y terroristas de extrema izquierda, como el FRAP, los GRAPO, o el Partido Comunista Reconstituido y organizaron ellos mismos los de extrema derecha, como la Triple A. Pero después del 23-F las propias autoridades del Estado utilizaron a veces a esos mismos individuos, vulnerando el sistema de leyes que pretendían defender, como en el asunto de los GAL, que acabó por enviar a la cárcel al ministro del Interior y al secretario de Seguridad de un Gobierno socialista. Entonces, la actual ministra de Defensa, a la sazón número dos en el Ministerio del Interior, realizó una labor considerable de limpieza de las cloacas, retiró los fondos reservados destinados a la guerra sucia y persiguió los excesos policiales en la lucha antiterrorista.

Poco después, un escándalo de escuchas ilegales provocó las dimisiones del vicepresidente del Gobierno, del ministro de Defensa y del general director del Cesid (Centro Superior de Información de la Defensa). Dicho instituto fue clausurado por el Gobierno de Aznar, que pactó con la oposición la ley fundacional del Centro Nacional de Inteligencia (CNI). Se trataba de organizar unos servicios secretos profesionales y modernos al servicio de la democracia y sometidos al control judicial. Fue todo un éxito, pero no evitó que el Gobierno del PP colaborara activamente con el de Estados Unidos en la guerra sucia contra el terror fundamentalista islámico. Permitió el aterrizaje en nuestro suelo de aviones de la CIA que transportaron al campo de concentración de Guantánamo a decenas de sospechosos secuestrados y torturados por agentes encubiertos. Semejantes prácticas continuaron algún tiempo durante el Gobierno de Rodríguez Zapatero. Izquierda Unida presionó entonces, en el Congreso y fuera de él, para recabar información sobre dichos vuelos ilegales, información que no llegó en tiempo y modo, pues tanto el presidente como los ministros de Defensa y de Exteriores manifestaron su absoluto desconocimiento al respecto. Posteriormente, el PP se embarró en las operaciones de la policía patriótica, todavía bajo investigación judicial.

Este sucinto relato pone de relieve que las cloacas del Estado, de una forma u otra, han existido con todos los gobiernos de nuestra democracia, para no evocar el caso Villarejo o el del Pequeño Nicolás, y sus derivaciones y complicidades jurídicas y mediáticas. Cuestiones que pertenecen también a la memoria histórica que ahora se reclama, y sin la que es imposible comprender el presente. Deberían ayudarnos a exigir una mayor transparencia y un más eficaz control de la legalidad en el ejercicio del poder por parte de nuestros gobernantes, sea cual sea su perfil ideológico. Aunque conviene aclarar que estas conductas no son una exclusiva española. Gobiernos democráticos de Estados Unidos, Francia, Reino Unido y Alemania, entre otros, protagonizan un catálogo de irregularidades similares y aun mucho peores que las citadas. Para no hablar de la dictadura de Arabia Saudí, los envenenamientos de disidentes rusos, la tiranía venezolana o lo que sucede en la mayoría de los regímenes existentes, algunos miembros incluso de la OTAN, dispuestos a vulnerar los derechos humanos de la ciudadanía en nombre de la seguridad de sus países. Hay cloacas chicas y grandes en según qué lugares, y sus gestores vulneran impunemente la ley.

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Todo ello nos ayuda a analizar el comportamiento de Pedro Sánchez y su equipo en los recientes casos de escuchas telefónicas y el descubrimiento de una brecha en la seguridad del Estado, con la que se ha pretendido justificar la vergonzosa y vergonzante destitución de la directora del CNI. Desde sus comienzos, el Centro Nacional de Inteligencia ha demostrado gran profesionalidad y aparentemente se ha preocupado por el respeto a la legalidad. En su ley fundacional se establece que su principal misión es facilitar al presidente del Gobierno (expresamente citado) y al Gobierno de la nación “informaciones, análisis y propuestas que eviten peligros, amenazas y agresiones contra la integridad territorial de España y la estabilidad del Estado de derecho”. Es pues el presidente el destinatario primordial y directo de los informes del centro. Por lo mismo, tiene que aclarar si efectivamente fue informado o no de las escuchas a los independentistas catalanes, algunos condenados por delitos contra la integridad del Estado y otros obviamente sospechosos. Es preciso saber cuándo y quién se lo notificó si así hubiera sucedido, o si nadie lo hizo y por qué, y si eludió así una responsabilidad que la ley le adjudica. Los titulares de Defensa y de Interior deben además investigar si otros servicios de información militares o policiales han llevado a cabo escuchas no sometidas a control judicial, como sí lo estuvieron las del CNI. Y el de la Presidencia, responsable de la seguridad de las comunicaciones del Gobierno, explicar los motivos de la resistencia de muchos de sus integrantes a entregar sus teléfonos al Centro Criptológico Nacional. De esas conductas, y no de la actividad del CNI, se deriva precisamente la brecha en la seguridad del Estado que ahora el Gobierno denuncia. También de la incongruencia e incompetencia de nuestra política exterior en relación con el Magreb.

Insistiré en que el hecho de que Podemos pretenda eludir su responsabilidad en esta historia es tan infantil como inmoral. Su formación tiene la llave de la continuidad o no de la legislatura. No puede reclamar airadamente una comisión de investigación y hasta la dimisión de la ministra de Defensa y al tiempo continuar en el Gabinete como si tal cosa en nombre de un airado progresismo. Para no hablar de la complicidad y hasta el liderazgo de la actual Generalitat catalana con esas actividades ilegales. Su presidente, hoy fugado de la justicia, pero entonces máximo representante del Estado en su autonomía, recibió a los enviados de las cloacas rusas y las de la burguesía local y el 3%, que llegaron con ofrendas de oro y mirra y promesas de una “operación especial” de tropas extranjeras para promover la independencia unilateral de Cataluña. Para cloaca, esa en la que ellos han venido chapoteando y en la que volverán a ensuciarse si se les deja. La defensa de nuestro Estado de derecho exige que actúe la Fiscalía, que no todo sean filtraciones a la prensa amiga o enemiga y que el Gobierno y su presidente dejen de mentir o de callar cuando se les interroga.

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