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¿Son menos libres los niños hoy?

Son muchas las voces que señalan cómo intentando proteger a los niños estamos en realidad perjudicando su desarrollo: no les damos autonomía, no les damos confianza

Una madre y su hijo juegan en un parque en junio 2021.
Una madre y su hijo juegan en un parque en junio 2021.Cristóbal Castro

Ya no hay que proteger a los niños, sino sus derechos”. Esta frase del psicólogo y educador Richard Farson ya anunciaba en 1974 que era necesario un cambio de rumbo porque, desde hace décadas, existen evidentes dificultades para encontrar el equilibrio entre la protección de la infancia y el reconocimiento de sus derechos. De hecho, son muchas las voces que señalan cómo intentando proteger a los niños y niñas estamos en realidad perjudicando su desarrollo: si no les damos autonomía, si no les damos confianza, si no les dejamos participar y decidir, si hiperagendizamos sus vidas con actividades para adaptarles a nuestros ritmos adultos, estamos vulnerando en realidad muchos de los derechos que creemos salvaguardar. Para Iván Rodríguez, sociólogo de la Universidad de Huelva y miembro del Comité de Investigación de Sociología de la Infancia de la Federación Española de Sociología (FES), no es incompatible protegerles y al mismo tiempo velar por sus derechos, siempre y cuando ese “proteger” no sea sinónimo de privar, restar, excluir o apartar, sino de acompañar. “Para alcanzar una protección respetuosa, los miedos adultos no pueden ser el criterio que administre la libertad y la autonomía de la población infantil. Bastaría con estar lo suficientemente vigilantes cuando surge un problema sin llegar a sofocar la autonomía que necesitan los niños y niñas. Es imposible desarrollarse y hacerlo de una manera integral sin, al mismo tiempo, enfrentar ciertos riesgos y hacerse conscientes de ellos”, señala.

María José Garrido Mayo, doctora en antropología y especialista en maternidad e infancia, cree que acompañar sin intervenir es lo que más nos cuesta como sociedad porque seguimos viendo a los niños y niñas como personas incompletas. Y una característica clara de cómo tratamos a los niños es, según la antropóloga, el exceso de control adulto sobre el desarrollo infantil, lo que impide a los niños experimentar y desarrollar su autonomía. “Los niños ahora tienen menos capacidad de decidir. Les estamos privando del tiempo, de crecer a su ritmo, estamos forzando su desarrollo. A veces, adelantándonos a su maduración neurológica. Esto lo vemos desde el control de esfínteres hasta la adquisición de la lectoescritura, por ejemplo”, explica.

Infancias hiperagendizadas

De ese exceso de control, María José Garrido considera que restringimos el tiempo de los niños con demasiadas actividades dirigidas por adultos a lo largo del día. “Invadimos sus días con actividades escolares y extraescolares adaptadas a las necesidades de nuestra sociedad, y las consecuencias se reflejan en múltiples trastornos y enfermedades exclusivas de nuestras sociedades”, señala. Comparte esta idea el sociólogo Iván Rodríguez, quien recuerda como durante las primeras semanas de confinamiento por coronavirus se vio claramente la necesidad adulta de establecer rutinas y estar siempre ocupados. “Fue llamativo que los psicólogos comenzaran a recomendar “rutinas” para los niños porque eran buenas para ellos. La realidad es que muchos niños y niñas vivieron aquella circunstancia, más bien como una liberación (paradójica) de toda esa sobrerutinización y excesiva planificación que hemos introducido en sus vidas, como un espacio de libertad en medio de algo que los adultos más bien interpretábamos como un arresto domiciliario”, dice.

¿Son menos libres los niños hoy? Para Rodríguez hay aspectos en los que la infancia actual ha ganado en autonomía y libertad, y disponen, además, de una ventana abierta al mundo que es Internet. “Hoy niños y niñas pueden disponer de una enorme cantidad de información y son más libres para hablar de muchos aspectos que les preocupan tanto en el ámbito familiar como educativo. Crecen dentro de relaciones más dialogantes e igualitarias y también tienen acceso a un mejor bienestar material”. Sin embargo, señala que hay otros aspectos en los que ha habido retrocesos: “Los niños y niñas pueden convivir menos con hermanos y otros coetáneos (por el menor tamaño de las familias), gestionar menos autónomamente su tiempo de ocio, que cada vez es más angosto y se compone de intersticios entre actividades docentes y extraescolares, e igualmente son menos libres a la hora de circular en el espacio público y, por nuestra manera de vida, dependen cada vez más de los movimientos (y los vehículos) de sus padres”. Todo esto se traduce en que se les está privando en muchas ocasiones de la posibilidad de tomar sus propias decisiones porque, según Rodríguez, “su vida está crecientemente institucionalizada y gobernada por criterios adultos”.

Sobre esto, Francesco Tonucci, psicopedagogo, pensador y dibujante italiano, explica que desde hace unas décadas, el tiempo libre de los niños ha desaparecido, sustituido por actividades que ocupan casi todo el poco tiempo que les queda tras la escuela, que, además, ha ampliado su horario. “Las pocas experiencias lúdicas se desarrollan siempre y únicamente con el acompañamiento y supervisión de adultos. Esto significa que los niños de hoy han perdido la oportunidad de jugar, con graves consecuencias en su desarrollo cognitivo, emocional y social y con altos costos pagados en la adolescencia”. Tonucci considera que el derecho a jugar, después de los derechos fundamentales, a la vida, a la salud y al respeto, debe ser considerado el derecho más importante y, sin embargo, hoy en día se encuentra seriamente amenazado. Además, recuerda que los niños y niñas llevan mucho tiempo privados de libertad: no les dejamos salir solos, siempre van de la mano de un adulto y esto influye negativamente en su desarrollo. “Dejarles ser niños tiene mucho que ver con la confianza, con confiar en ellos como personas capaces”, explica.

Asumir los riesgos

“Socialmente, manifestamos un gran amor por la niñez, como si fuese un bien muy preciado, pero en realidad no les dejamos vivir”, señala el psicopedagogo italiano. Esto ya lo recogía en 1919 Janusz Korczak, pediatra y pedagogo polaco, en su Magna Charta Libertatis para los niños: “Por miedo a que la muerte nos pueda arrebatar al niño, nosotros lo privamos de la vida”. La Convención sobre los Derechos del Niño de 1989 dio un salto cualitativo relevante en este sentido porque reconocía por primera vez la ciudadanía del niño desde su nacimiento. Por tanto, como apunta el psicopedagogo, ya no es un futuro ciudadano, sino un ciudadano con derechos, que tiene derecho a expresar su opinión al tomar decisiones que le conciernen, y un ciudadano que debe ser educado, no según programas externos e iguales para todos por los cuales ser evaluado, sino sobre la base de su personalidad, actitudes y habilidades. Ahora bien, esto para Tonucci no se ha visto reflejado en la práctica: “La Convención, que ha sido ratificada por todos los Estados del mundo –excepto Estados Unidos–, debería haber resuelto de mejor manera la situación de la infancia en el mundo. En cambio, al menos en el rico mundo occidental, ha empeorado sustancialmente”. Tonucci mantiene que la idea que tenemos del niño es que es un ser frágil, inmaduro, incapaz y, por lo tanto, necesita y tiene derecho a la protección y orientación para que pueda convertirse en lo que la sociedad quiere de él.

Para Iván Rodríguez, en la medida que nos hemos hecho más conscientes de la importancia de la crianza “hemos desarrollado una hiperpercepción del riesgo y de la vulnerabilidad de la infancia, lo que ha generado a su vez actitudes de hipercontrol, sobreprotección, institucionalización y anulación de su autonomía, particularmente en las familias y los centros educativos”. Esto, para el sociólogo, se ha traducido en una tendencia social y política a reducir riesgos, pero abiertamente incompatible con hacer efectivos los derechos de niñas y niños y que acaba por trasladar la responsabilidad exclusivamente hacia los padres. De hecho, dar una mayor autonomía (que puedan salir solos a la calle, que se muevan más libremente, que hagan suyos los espacios, que tomen decisiones, por ejemplo) se entiende socialmente como un desinterés de los padres. O, incluso, como una irresponsabilidad.

¿Hay futuro? Rodríguez cree que es complejo, pero apunta al diálogo y la reflexión social como motor para el cambio. “Es necesario un mayor diálogo intrafamiliar, para tener una imagen fiel de nuestros hijos como personas competentes. También un diálogo social, para convencernos de que los derechos de niñas y niños son algo bueno para toda la sociedad, porque nos permite aprender de ellos y compartir parte de esa autonomía que puedan ir ganando desde nuestro respeto”, concluye Rodríguez.

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