Misión: capturar a los colaboradores de Rusia en Ucrania

Las autoridades de Jersón y otras ciudades liberadas por las tropas de Kiev se enfrentan al problema de detectar a los informantes leales a Moscú

Una mujer a mediados de mayo en las calles casi desiertas del centro de Jersón, objetivo casi diario de ataques rusos.
Una mujer a mediados de mayo en las calles casi desiertas del centro de Jersón, objetivo casi diario de ataques rusos.LUIS DE VEGA

La perra, una vieja mastina, se llama Larchi en honor a su antiguo propietario. Larchi, que no deja de ladrar a los visitantes, sigue en la casa de su antiguo amo, Oleksander Larchenko, exalcalde de Snigurivka. Pero en la residencia ya no vive la familia Larchenko; solo hay un vigilante y soldados que aparecen de vez en cuando. Ellos rebautizaron a la mascota. El regidor huyó en noviembre cuando una avanzadilla de las fuerzas especiales ucranias tomó el control del municipio. Era la cabeza visible de una administración que colaboró con el invasor ruso.

Snigurivka es un municipio en el sur de Ucrania, a orillas del río Ingulets. Es una región fronteriza entre tres provincias, Mikolaiv, Dnipropetrovsk y Jersón. Cruzar este afluente del Dniéper fue durante meses un objetivo estratégico de las Fuerzas Armadas ucranias para expulsar a las tropas rusas del lado occidental del río. En noviembre se precipitó la retirada rusa de esa orilla del Dniéper, y empezó una nueva fase, la de limpiar la región de colaboradores y de infiltrados rusos. Porque Snigurivka, como la misma ciudad de Jersón, fueron tomadas por los rusos sin prácticamente resistencia, con el apoyo de parte de la clase política e incluso de los estamentos militares locales.

Una anciana de Snigurivka llamó la atención de las autoridades ucranias porque, pese a que teóricamente vivía sola, cada día recogía ayuda humanitaria para alimentar a una familia numerosa. Cuando los servicios de inteligencia la empezaron a seguir, descubrieron que, además, compraba ropa para hombre. El batallón de las fuerzas especiales comandado por Vladíslav (nombre falso) accedió en la segunda semana de mayo al sótano de la casa de la mujer y allí descubrió escondidos a varios soldados rusos. Aquel día detuvieron a 30 rusos en diversas localizaciones. Vladíslav no quiere precisar si todos eran soldados que se quedaron rezagados en la retirada o si algunos eran spetznatz, fuerzas especiales rusas infiltradas desde el otro lado del frente para recabar información o realizar sabotajes.

Vladíslav atiende a EL PAÍS a pie de carretera, frente al restaurante Ingulets. En el municipio queda poca gente y los coches que cruzan por delante del líder del batallón tocan el claxon en señal de respeto. Él es la autoridad en Snigurivka. El restaurante fue bombardeado, pero en la puerta de la entrada, cerrada a cal y canto, hay una pintada de un camello local que ofrece anfetaminas, cocaína y marihuana. Durante los ocho meses de ocupación, el Ingulets fue utilizado por el ejército invasor como centro de torturas. “Los vecinos escuchaban los gritos que salían del restaurante”, explica Luba Zhigalko. Esta maestra de primaria salió del pueblo el 1 de abril del año pasado para irse a vivir con su hijo en Zaragoza. Regresó en marzo de este año, cuando le anunciaron que su marido había muerto por causas naturales. “La ciudad está vacía, es muy triste”, añade Zhigalko.

Interior de un restaurante empleado por los militares rusos durante la ocupación como centro de detención e interrogatorios en Snigurivka.
Interior de un restaurante empleado por los militares rusos durante la ocupación como centro de detención e interrogatorios en Snigurivka.LUIS DE VEGA
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Los colaboradores continúan siendo un problema, confirma Vladíslav. Recuerda que en una ocasión estaban escondidos a las afueras de una aldea en la que se habían infiltrado en una misión secreta, en la retaguardia rusa. Un lugareño se les acercó para saludarlos, confirmó que eran ucranios. Pudieron ver cómo tiraba su teléfono móvil a escasos metros de donde estaban. Entendieron enseguida que el aparato estaba señalando la localización y salieron de allí. En cuestión de minutos, la posición fue bombardeada. Vladíslav incluso asegura que mandos militares de Snigurivka cedieron vehículos blindados a las tropas invasoras.

“Todo el mundo en Snigurivka sabe dónde tenemos la base”, dice uno de sus hombres. “Alguien podría pasar las coordenadas a los rusos, sí, pero no lo hacen porque tenemos el pueblo controlado y lo pillaríamos en cuestión de horas”.

El colaboracionismo con el invasor es un problema que han admitido a este diario altos cargos militares y políticos en el este de Ucrania, la mitad del país históricamente más cercana a la cultura rusa. En julio de 2022, Pavlo Kirilenko, gobernador de la provincia de Donetsk, confirmaba en un encuentro con periodistas que los informantes con los que cuenta Rusia son un problema de primer orden. Kirilenko hizo cuentas: si en la provincia todavía quedaba un 20% de la población, de estos, la mitad eran prorrusos.

Solo un chivatazo podía estar detrás del ataque el 5 de mayo con un misil Iskander contra un edificio anodino en un polígono industrial a las afueras de la ciudad Zaporiyia, según un oficial del Ejército de Tierra consultado por este diario. Los enviados de EL PAÍS presenciaron el ataque y se desplazaron al lugar: allí residían soldados.

Volodímir Kredovskii cuenta que mucha gente se fue de Snigurivka siguiendo a las tropas rusas. No puede precisar cuánta, pero él está orgulloso de haber sido uno de los que se jugaban el tipo transmitiendo información al ejército ucranio sobre las posiciones enemigas dentro del pueblo. Era propietario de un garaje que fue destruido en los combates y el ayuntamiento le ha compensado contratándolo de guardia de los restos de un puente peatonal destruido en la retirada rusa. Los hierros deformados por la explosión, en tiempo de crisis económica, son un tesoro para los chatarreros.

Volodímir Kredovskii, de 63 años, es el guarda de un puente destruido sobre el río Ingulets a su paso por Snigurivka, donde pesca mientras vigila.
Volodímir Kredovskii, de 63 años, es el guarda de un puente destruido sobre el río Ingulets a su paso por Snigurivka, donde pesca mientras vigila.LUIS DE VEGA

Kredovskii tiene 63 años y mata el tiempo pescando en el Ingulets. Va llenando un cubo con las pequeñas carpas que captura mientras fuma un cigarrillo tras otro. Para él, reflexiona en voz alta, el gran error militar de Ucrania fue no haber volado el puente Antonovski, la principal vía que cruza el Dniéper a su paso por Jersón. La toma en cuestión de días de la provincia por parte del invasor fue en parte gracias a que las defensas ucranias eran más débiles en el sur que en el norte y en el este, pero también porque contaron con el apoyo de administraciones locales y la actitud pasiva de comandantes en la región.

EL PAÍS accedió a la ciudad de Jersón en noviembre, pocos días después de la liberación. Era una ciudad cerrada a la salida de civiles, porque los servicios de seguridad rastreaban a los habitantes que habían trabajado para el enemigo. Las detenciones han continuado. A principios de mayo se impuso en la ciudad un toque de queda de tres días. Oleksandr Prokudin, jefe de la administración militar de la provincia, anunció que la medida era necesaria para identificar a colaboradores que estaban facilitando información a Rusia sobre el movimiento de tropas ucranias.

Varios perros en las calles de Jersón.
Varios perros en las calles de Jersón.LUIS DE VEGA

“Dígame, ¿quién miente más, los ucranios o los rusos?”, pregunta Elena a los periodistas durante un paseo por la avenida de Ushakovka, la principal arteria de Jersón. La mujer está convencida de que hay obuses que caen en su ciudad que no son rusos, que los dispara la artillería ucrania, quizá por error. O no, duda. Elena, de 47 años, lamenta que la policía la pare por la calle para chequearle el teléfono móvil, por si tiene alguna conexión con los rusos. Oleksandr Lutsenko tiene 29 años y es verdulero en un mercado local de Jersón. Él completa la versión de Elena: durante la ocupación rusa, los controles eran muchos más, constantes. La mayoría de los vecinos optaban por no salir a la calle, explicaron los testimonios recogidos por este diario en noviembre. Hubo múltiples redadas para detener y hacer desaparecer a cientos de hombres sospechosos de ser fieles a Ucrania.

Elena explica que la gente continúa encerrada en casa. Las explosiones son diarias y cuando cae un misil cerca de su edificio, esconde al gato en la lavadora, para salvarle la vida, dice. Elena sospecha que las defensas antiaéreas ucranias no funcionan en Jersón.

Vídeo: CARLOS MARTÍNEZ
VÍDEO | El empleado de una gasolinera de Jersón narra el ataque a la estación de tren.

A medida que cae la tarde, la avenida de Ushakovka se vacía todavía más de transeúntes. Los pocos vehículos que circulan son en su mayoría militares y avanzan raudos. El frente se encuentra ahí mismo, en línea recta: la avenida termina en el paseo fluvial que recorre el Dniéper. A 500 metros, al otro lado del río, está el ejército ruso. No son necesarios carteles alertando del peligro: en el paseo no hay ni un alma, solo los restos de un autobús destruido por el fuego. A partir de ese punto, cada paso que se dé hacia el agua es un paso hacia la muerte.

Sobre este proyecto

Un equipo multimedia de cuatro periodistas de EL PAÍS ha recorrido el este de Ucrania, 1.200 kilómetros entre Járkov y Jersón, en las semanas previas a la contraofensiva que determinará hasta dónde puede llegar el país en la liberación del territorio conquistado por Rusia. 

Decenas de testimonios de civiles y militares recabados a lo largo de la línea del frente retratan el impacto que tiene una guerra de larga duración en el día a día de la población: tomar cervezas en un bar mientras se recibe un aviso por Telegram de que un misil caerá en cuestión de minutos; qué sucede cuando una línea de pueblos se convierte en frente de batalla; cómo es celebrar las bodas de oro en medio de una ciudad arrasada; la cotidianidad de los soldados, que consiste también en muchos momentos de espera; el miedo de vivir frente a la central nuclear más grande de Europa, ocupada por Rusia, en medio de un conflicto; ser adolescente y vivir a 12 kilómetros del peligroso frente de Bajmut recluido en casa y recibiendo clases online; la búsqueda de colaboradores rusos por parte de Kiev. 

Una serie de siete reportajes sobre cómo la vida sigue, a pesar de todo, en medio de la violencia y la destrucción de la guerra, en un momento decisivo para Ucrania: una contraofensiva en la que se juega su destino.

Documental | Ucrania, ante la contraofensiva

Créditos

Coordinación y formato: Guiomar del Ser y Brenda Valverde
Dirección de arte y diseño: Fernando Hernández
Maquetación y programación: Alejandro Gallardo

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