Un recorrido por los 50 kilómetros de la carretera del horror de Ucrania: “Los rusos se han llevado todo”

El camino que une Izium con Sloviansk ofrece un panorama desolador de pueblos que estuvieron en el frente de guerra y ahora están arrasados. Serhii y Olga quieren volver a su hogar en uno de ellos

El Monasterio de San Jorge permaneció en la línea del frente que separó a rusos y ucranios en la región de Donetsk.Vídeo: CARLOS MARTÍNEZ

Serhii Portianov no ha podido regalarle esta vez a Olga unas campanillas silvestres. Lo ha hecho en todos sus aniversarios de boda, cada 13 de mayo desde 1970. Solo falló una vez. Es una flor de primavera que a ella le encanta y que él va a recoger al bosque. Pero ahora los campos están minados y no se atreve a intentarlo. Así que compró vodka. Para beberlo con ella y sentarse y hablar de la vida y celebrar que llevan juntos 53 de sus 72 años. Aunque su casa ya no sea una casa. Y su pueblo ya no sea un pueblo.

Estos días están limpiando con mucha paciencia la cocina y una habitación de la casita de una planta con jardín en la que llevaban décadas viviendo y en la que criaron a sus hijos. En el jardín, donde antes había un parterre con flores, ahora hay un nido de ametralladora abandonado; y en los límites de lo que era el huerto descansa la carcasa calcinada de un blindado. Olga y Serhii quitan escombros y recogen recuerdos desparramados por el suelo, quemados o empapados por la lluvia. “Este es nuestro hogar”, dice Serhii. “Tardamos años en construirlo y volveremos en cuanto podamos acondicionar al menos un cuarto para dormir. Nací en Kamianka y aquí me quiero morir”.

A las puertas de la casa, Serhii alimenta una hoguera en la que va quemando harapos de lo que antes era ropa de la familia, también piezas de uniformes rusos, documentos, plásticos, trozos de madera que antes debían ser un mueble.

Kamianka, en la provincia de Járkov, es uno de los pueblos que discurren a lo largo de la desoladora carretera entre Izium y Sloviansk, en el noreste de Ucrania: Krasnopillia, Dolina, Bogorodichne, Mazanivka. A izquierda y derecha, solo hay destrucción. Un monasterio en ruinas por el que pasea un monje ortodoxo. Casas arrasadas. Tejados de metal llenos de agujeros de disparos y convertidos en figuras con giros que parecen de plastilina. Coches militares hechos añicos. Señales de minas. Y minas de cuerpo presente por todas partes. Algunas se ven a simple vista y hay cráteres de explosiones en el campo. Los enormes y fértiles campos de colza y cereales no se pueden pisar. Tampoco los jardines de las casas. Ni casi nada.

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Estos pueblos se convirtieron en primera línea de frente de batalla tras el comienzo de la guerra, el 24 de febrero de 2022, como parte de la ofensiva rusa para lograr el control de la ciudad de Izium, un municipio rusohablante de unos 50.000 habitantes, importante estratégicamente para el Kremlin por su posición entre la ciudad de Járkov y el Donbás. “Las trincheras rusas llegaron hasta aquí”, dice el alcalde de Krasnopillia, Serhii Bagrii. “El 12 de marzo de 2022 apareció el primer avión y el 80% de la población se marchó. Los rusos han estado a 100 metros de las posiciones alemanas durante la Segunda Guerra Mundial. La historia se repite”. Izium fue ocupada por Alemania desde junio de 1942 hasta febrero de 1943, cuando fue recuperada por el Ejército Rojo.

Los ataques con misiles en la zona por parte de Rusia fueron diarios durante todo el mes de marzo del año pasado, con avances y retrocesos constantes de las tropas del Kremlin. El Ejército ucranio logró repeler en un primer momento la ofensiva, precisamente en Kamianka, pero el pueblo fue capturado a finales de mes y el 1 de abril Rusia anunció que había logrado el control de Izium. La ciudad estuvo bajo ocupación hasta el 10 de septiembre, cuando fue liberada en una ofensiva ucrania que recuperó gran parte de la provincia de Járkov.

Pero, al igual que dijo el pasado domingo el presidente Volodímir Zelenski sobre Bajmut, el problema de algunas zonas que han sido primera línea de frente es que, ocupadas o no, ya no son nada: son territorios tan devastados que solo quedan en el recuerdo de sus antiguos pobladores. Liza, 32 años, que prefiere no dar su apellido, explica que en su pueblo, Bogorodichne, da hasta miedo estar. “Hubo combates terribles y ahora todas las casas están arrasadas. Nuestra casa se quemó por completo, y todo lo que había alrededor”.

Vídeo | Lisa, de 32 años, en Krasnopillia.

Olga y Serhii están convencidos de que en un mes podrán habitar su casa de nuevo, pero viendo el estado de las habitaciones y del jardín, cuesta imaginarlo. Si vuelven, estarán prácticamente solos. La escuela está reventada. Las viviendas, también. Solo se ven escombros y restos de vidas abandonadas: libros, trabajos infantiles, latas aplastadas, bicis sin ruedas para niños pequeños…

“Lo primero que hay que hacer aquí es desminar para que la gente pueda volver a trabajar, porque en estos pueblos todo era agricultura”, dice el alcalde Bagrii. “Pero será largo”. Tardarán años en poder ser cultivados de nuevo sin riesgo. Algunas de esas minas son del Ejército ucranio, colocadas para que las tropas de Vladímir Putin no avanzaran posiciones. Otras son rusas. Hay muchas minas trampa. “Debajo de una, hay otra, de forma que si se levanta una, explota la otra”, explica el regidor. En los últimos meses una explotó por el paso de un coche y otra por un tractor. Murieron todos los pasajeros.

Vídeo: CARLOS MARTÍNEZ
Vídeo | Serhii Bagrii, alcalde de Krasnopillia, una localidad que fue el frente de guerra entre ucranios y rusos en la región de Donetsk.

Serhii y Olga, como casi todos, se marcharon durante la ofensiva rusa. Huyeron a Rumanía a finales de marzo del año pasado. Cuentan que las batallas eran tan cruentas que no tenía sentido ya ni esconderse en el refugio. Su casa fue ocupada por soldados rusos. La puerta del cobertizo aún sigue marcada con la letra Z que pintaron, el símbolo de la invasión. Y en el sótano húmedo y oscuro donde se instalaron aún quedan restos de los edredones, papeles que dejaron y raciones de comida. En el jardín hay una caja de munición de 1988. Y también excavaron, a cada lado de la vivienda, posiciones desde las que disparaban tanques. El resultado era inevitable: la casa fue bombardeada.

El matrimonio tiene dos hijos, cuatro nietos y tres bisnietos. Su hijo vive en Járkov, su hija en Izium. Las casas de ambos en Kamianka están totalmente destruidas. Una nieta se ha ido a Alemania con su bebé de dos meses, otra nieta se ha instalado en Rumanía con sus dos hijos, otro, en la República Checa… “Están todos dispersos por el mundo”, lamenta Serhii. “Y quién sabe cuándo podremos encontrarnos de nuevo. Ojalá esto terminase ya”. Olga, mientras tanto, está con el teléfono móvil en la mano viendo en bucle el vídeo de Yaroslav bailando sobre una alfombra. Es uno de sus bisnietos, tiene un año y vive en Alemania. El número de desplazados internos y hacia el extranjero que ha provocado esta guerra es de más de 13 millones según los últimos datos de la agencia de ayuda al refugiado de la ONU (ACNUR).

Están [sus familiares] todos dispersos por el mundo. Y quién sabe cuándo podremos encontrarnos de nuevo. Ojalá esto terminase ya”
Serhii Bagriy, alcalde de Krasnopillia

Aparecen de pronto dos vecinos a quienes Olga se acerca a saludar. Son Víktor y Anna Korotkii, de 45 y 42 años. Él trabajaba en la agricultura. Ella es maestra. Su casa está reventada por la artillería. La pareja enseña fotos de cómo era todo antes, en tiempos de paz. Una cocina de madera bonita, un salón limpio y cuidado, un dormitorio acogedor. Ahora todo está arrasado. Ellos no albergan muchas esperanzas de poder volver, pero han ido a recuperar recuerdos. Ella, profesora de lengua y literatura, se desespera cuando encuentra destrozado un libro de una de sus poetas favoritas, Lina Kostenko.

Su casa fue también ocupada por las tropas de Putin, y en cada rincón hay cajas verdes de comida del Ejército. “Los rusos se han llevado todo”, lamenta Anna. “O lo han quemado, no sé. No hemos encontrado nuestras fotos familiares, ni recuerdos que eran importantes. Han desaparecido muchas cosas. El frigorífico, la lavadora”. Anna se pasea por su casa en ruinas con los ojos llenos de lágrimas. Su marido y ella no confían en regresar a corto ni a medio plazo. “Cuando acabe todo esto… quién sabe. Nosotros estuvimos construyendo y mejorando esta casa a lo largo de 15 años… y mirad ahora… no queda nada de nada”.

Sobre este proyecto

Un equipo multimedia de cuatro periodistas de EL PAÍS ha recorrido el este de Ucrania, 1.200 kilómetros entre Járkov y Jersón, en las semanas previas a la contraofensiva que determinará hasta dónde puede llegar el país en la liberación del territorio conquistado por Rusia. 

Decenas de testimonios de civiles y militares recabados a lo largo de la línea del frente retratan el impacto que tiene una guerra de larga duración en el día a día de la población: tomar cervezas en un bar mientras se recibe un aviso por Telegram de que un misil caerá en cuestión de minutos; qué sucede cuando una línea de pueblos se convierte en frente de batalla; cómo es celebrar las bodas de oro en medio de una ciudad arrasada; la cotidianidad de los soldados, que consiste también en muchos momentos de espera; el miedo de vivir frente a la central nuclear más grande de Europa, ocupada por Rusia, en medio de un conflicto; ser adolescente y vivir a 12 kilómetros del peligroso frente de Bajmut recluido en casa y recibiendo clases online; la búsqueda de colaboradores rusos por parte de Kiev. 

Una serie de siete reportajes sobre cómo la vida sigue, a pesar de todo, en medio de la violencia y la destrucción de la guerra, en un momento decisivo para Ucrania: una contraofensiva en la que se juega su destino.

Documental | Ucrania, ante la contraofensiva

Créditos

Coordinación y formato: Guiomar del Ser y Brenda Valverde
Dirección de arte y diseño: Fernando Hernández
Maquetación y programación: Alejandro Gallardo

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