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El sabotaje del Nord Stream: cinco meses de sospechas y teorías conspirativas

Las investigaciones de Alemania, Dinamarca y Suecia sobre las explosiones de los gasoductos del Báltico siguen bajo estricto secreto

Salida del gas natural de las tuberías del Nord Stream cerca de la isla danesa de Bornholm, en el mar Báltico, el 27 de septiembre. Foto: AFP | Vídeo: EPV
Elena G. Sevillano

El 26 de septiembre de 2022 se registraron una serie de explosiones y posteriores fugas submarinas de gas natural en los gasoductos Nord Stream, que transportaban este hidrocarburo de Rusia a Alemania por el lecho del mar Báltico. Alguien ―un actor estatal, coinciden en su sospecha los expertos― colocó cargas explosivas para reventar una infraestructura energética crítica en plena guerra de agresión de Rusia contra Ucrania y con el mundo en máxima tensión. Un sabotaje de un alcance que no se veía desde la II Guerra Mundial y cuya autoría, pasados cinco meses, sigue siendo una incógnita.

El mutismo de los países que tienen en marcha investigaciones es absoluto. Los gobiernos de Alemania, Dinamarca y Suecia aseguran que siguen trabajando y que las pesquisas están en manos de organismos independientes. Cuando lleguen a conclusiones, las harán públicas, insisten. Mientras tanto, el paso de los meses sin datos oficiales alimenta las hipótesis y las teorías de la conspiración.

El principal sospechoso para los gobiernos implicados y para muchos de los analistas que han estudiado el sabotaje es Rusia, pero hasta ahora nadie se ha atrevido a acusar formalmente a Moscú de ordenar la voladura de los conductos. El Kremlin lo niega y apunta a Occidente. Primero acusó a la Marina británica, pero ahora, tras la publicación de la teoría de un conocido periodista estadounidense, Seymour Hersh, asegura que fue Estados Unidos con la colaboración de Noruega. La hipótesis de la participación de Ucrania, sobre la base de que, como Washington, sería la principal beneficiada del ataque, también se mueve en redes sociales y entre algunos analistas de prestigio, como Ian Bremmer, fundador y presidente de Eurasia Group.

¿Qué es lo que se sabe? Suecia es de momento la que más información ha dado, aunque sigue siendo escasa. Los investigadores hallaron restos de explosivo en varios objetos hallados en el lecho del mar Báltico, lo que les permite afirmar sin género de dudas que fue un “sabotaje flagrante”. Pero las pesquisas son “complejas y extensas”, como ha dicho el fiscal sueco encargado del caso, Mats Ljungqvist.

En Alemania la investigación está en manos de la Fiscalía y de la Oficina Federal de Policía Criminal, que se encarga de casos de espionaje y terrorismo. “Hasta ahora no habían tenido que hacer su trabajo en el mar”, señala Julian Pawlak, analista del Instituto Alemán de Defensa y Estudios Estratégicos (GIDS). Dependen de buques de la Marina para salir a investigar y las pruebas están a 70 metros de profundidad, añade para explicar por qué el proceso es tan arduo y lento. “Cada día que pasa el escenario cambia por las corrientes y las condiciones que se dan allí abajo”, apunta.

La naturaleza de las investigaciones, que incluyen datos de inteligencia, explica también el secretismo. Los Estados occidentales no quieren desvelar qué tecnología emplean para vigilar el mar Báltico, qué sensores u otro equipamiento militar tienen desplegados en una zona tan sensible para la seguridad europea. Por eso las pesquisas se llevan a cabo de manera individual y desde el inicio se descartó una investigación conjunta. Hay información que, con una guerra en marcha en el continente, no puede compartirse ni con los aliados.

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Hay otro elemento clave. Ninguna capital va a señalar a un culpable a menos que tenga pruebas sólidas que no dejen lugar a dudas y teorías de la conspiración, una lección aprendida de las investigaciones sobre el derribo del avión MH-17 sobre el este de Ucrania. Además, si se presentan pruebas, habría que derivar consecuencias de ellas, afirmó el experto en seguridad Niklas Rossbach, de la Agencia Sueca de Investigación para la Defensa, en la televisión pública alemana: “Occidente no quiere parecer débil nombrando a un culpable y careciendo luego de opciones de castigo”.

Mientras tanto, el secretismo favorece la especulación. El ministro de Exteriores ruso, Serguéi Lavrov, usó el artículo de Hersh para difundir la narrativa de que Occidente oculta deliberadamente las pruebas para encubrir que es el auténtico perpetrador. Una línea similar a la que mantuvo con el caso del MH-17, que finalmente resultó haber sido derribado desde la zona de los separatistas prorrusos con un misil proporcionado por Rusia.

La tesis de Hersh consiste en que buzos estadounidenses colocaron los explosivos en junio durante unos ejercicios de la OTAN en el Báltico, y la Armada noruega los detonó tres meses después, pero no aporta ninguna prueba. Washington calificó su relato de “completamente falso” y “total invención”, lo mismo que Noruega. Hersh menciona a una sola fuente, anónima, y distintos expertos han desmontado varias de las afirmaciones que hace en el artículo. Hay dudas sobre el tipo de explosivos que dice que se utilizó y sobre los barcos empleados, que no estaban en la zona cuando se supone que perpetraron el sabotaje. “El artículo incluye tantas inconsistencias y afirmaciones no probadas que, en mi opinión, ya ha recibido demasiada atención”, zanja Pawlak.

Analistas especializados, fuentes europeas y de la OTAN coinciden en que el sabotaje es un ejemplo perfecto de guerra híbrida, con ataques a infraestructuras físicas que tienen el objetivo de desestabilizar y provocar caos. Nunca van a ser reconocidos, precisamente para seguir generando confusión e incesantes teorías alternativas. Sin pruebas sólidas, difícilmente se apuntará a un culpable. Al canciller alemán, Olaf Scholz, le preguntaron esta semana en un programa de la televisión y contestó así: “Se puede sospechar quién voló el gasoducto, pero aunque probablemente todos los presentes piensen lo mismo, no hay que caer en especulaciones”.

Máxima alerta y un barco espía ruso

El sabotaje del Nord Stream puso en máxima alerta a los países ribereños del Báltico, y de la OTAN en su conjunto, que se apresuraron a mejorar la protección de sus infraestructuras críticas. Desde las explosiones se suceden las sospechas de que Rusia podría atacar otros gasoductos, como el de Noruega, o los cables submarinos de telecomunicaciones. Esta semana la agencia de inteligencia holandesa ha detectado un barco espía ruso que lleva meses intentando mapear la infraestructura energética del país en el mar del Norte. Según las autoridades, tenía la misión de realizar “operaciones de sabotaje”.
Noruega dio una advertencia similar la semana pasada en su evaluación anual de seguridad. Aunque señala que es “poco probable” que los activos noruegos sean saboteados este año, podría suceder si Moscú decidiera escalar el conflicto en Ucrania: “El sector petrolero es un objetivo particularmente vulnerable”, señaló.
Los gasoductos Nord Stream habían protagonizado intensas tensiones geopolíticas desde mucho antes de la invasión rusa de Ucrania. La decisión de Moscú de usar los hidrocarburos como arma contra Europa y a modo de represalia por las sanciones occidentales, derivó en la interrupción del suministro de gas hacia países muy dependientes de él, como Alemania.
El Nord Stream 1 llevaba sin transportar gas desde finales de agosto. El Nord Stream 2 nunca llegó a entrar en funcionamiento. Alemania suspendió su certificación en febrero, tres días antes de que Rusia iniciara la invasión de Ucrania, en respuesta al reconocimiento por parte de Putin de la independencia de las regiones separatistas prorrusas.
El sabotaje afectó a tres de los cuatro conductos de los Nord Stream -cada gasoducto tiene doble línea-, de forma que uno de los ramales, el del Nord Stream 2, sigue teóricamente operativo. Gazprom, el brazo energético del Kremlin, sugirió a Alemania en octubre pasado que podría volver a enviarle gas por ese ramal si fuera necesario.


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Sobre la firma

Elena G. Sevillano
Es corresponsal de EL PAÍS en Alemania. Antes se ocupó de la información judicial y económica y formó parte del equipo de Investigación. Como especialista en sanidad, siguió la crisis del coronavirus y coescribió el libro Estado de Alarma (Península, 2020). Es licenciada en Traducción y en Periodismo por la UPF y máster de Periodismo UAM/El País.

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