Lo mucho que Alemania y Europa se juegan con Scholz
El nuevo canciller despierta grandes expectativas en el centroizquierda continental y supone un cambio de ciclo en su país, pero quizá el mayor riesgo es que aún no lo conocemos lo suficiente
Puede que la gran novela alemana no sea Las penas del joven Werther, de Goethe, ni cualquiera de los novelones de Thomas Mann. Quizá sea David Copperfield, de Charles Dickens: “Ingresos anuales veinte libras, gastos anuales diecinueve libras con seis, resultado felicidad. Ingresos anuales 20 libras, gastos anuales veinte libras con seis, resultado desesperación”. Alemania lleva décadas aplicándose ese libreto dickensiano, y de alguna manera aplicándoselo a Europa: ese “coloso ensimismado”, según lo califica el filósofo Jürgen Habermas, “ya no impulsa ni alimenta la construcción europea”, según la analista Ulrike Guérot.
La canciller saliente, Angela Merkel, ha hecho grandes cosas que pueden ustedes leer en el centenar largo de hagiografías publicadas en los últimos meses, pero en sus tres lustros de mandato no hizo en su país una sola de las reformas estructurales que tantas veces exigió a los socios del euro, especialmente a los del Sur. Ni una: las últimas reformas alemanas las hizo el muy olvidable socialdemócrata Gerhard Schröder, hoy fiel aliado de los petrorrublos de Vladímir Putin. La política exterior alemana ha sido puro mercantilismo: lo que sea para proteger el abultado superávit comercial, que es, por cierto, una de las mayores causas de desequilibrio para el conjunto de la economía europea. El jaleo en los mercados energéticos de los últimos meses obedece en parte a esa obsesión germana por un músculo exportador que supera al de Francia, España e Italia juntas y que no se habría logrado sin un tipo de cambio del euro muy a su favor. Y, finalmente, la obsesión económica alemana por acabar con los déficits públicos está detrás de la austeridad expansiva que decretó Berlín para toda Europa hace 10 años, un error que se estudiará en los libros de historia económica. Merkel, en fin, se va. Llega Olaf Scholz: cuidadosamente cauteloso, estudiadamente centrista, convenientemente soporífero, con ese aire de serenidad que va con el cargo, con esa facilidad para las ruedas de prensa mortíferamente aburridas. El negativo —socialdemócrata— de Merkel.
Alemania se la juega con Scholz. Y Europa se la juega con Scholz. El nuevo canciller debería activar la agenda de reformas que ha estado parada durante una generación, incluida la doble transformación, verde y digital: aspira a modernizar Alemania, aunque para ello debería invertir, un verbo que Merkel ha usado poco y mal en 15 años. Debería aspirar asimismo a modernizar Europa, y para ello Berlín no puede seguir bloqueando la unión bancaria ni insistiendo en unas reglas fiscales que están diseñadas para un mundo que ha desaparecido.
Scholz, además, inaugura una nueva forma de gobernar, un experimento inédito con los verdes y los liberales que está llamado a marcar el paso de una socialdemocracia europea que sale de un inmenso letargo. Y es, con Emmanuel Macron —que se la juega también en apenas unos meses— uno de los artífices del Next Generation, el programa de 750.000 millones de euros que está destinado a revitalizar la economía europea y con el que la UE ha logrado no repetir los errores de la Gran Recesión durante la pandemia, pero no puede quedarse ahí: Europa necesita imperiosamente una sacudida si no quiere quedarse definitivamente orillada en la lucha por la hegemonía global entre EE UU y China.
Scholz, en fin, despierta grandes expectativas en el centroizquierda continental. Y supone un cambio de ciclo formidable en Alemania. Pero ojo: el riesgo es aquello que todavía no conocemos lo suficiente. Lo poco que sabemos de Scholz es que en Hamburgo estuvo involucrado en la gestión de un sensacional escándalo con el Warburg Bank, una entidad financiera. Que en la misma ciudad aplicó mano dura en los disturbios de la cumbre del G20 en 2017. Que al llegar a Bruselas se reunió con un pequeño grupo de periodistas y les dijo que había que aplicar las reglas fiscales a rajatabla, y que era un error reformarlas, aunque ahora abra la puerta tímidamente a esa posibilidad. Cuando ganó las elecciones prácticamente lo primero que hizo fue dar una entrevista al sensacionalista Bild. Scholz, en definitiva, es una enorme oportunidad, pero también un riesgo porque aún no lo conocemos lo suficiente. La etimología de riesgo deriva del árabe risq (“riqueza” o “buena suerte”) o del latín resegare (“cortar de un tajo”); su origen ―apunta Manuel Arias Maldonado en Desde las ruinas del futuro― podría encontrarse en el vocabulario marítimo clásico, como un término que invoca los peligros de navegar demasiado cerca de las rocas. La evolución del catastrófico recorrido de nuestro joven siglo depende, en parte, de que este tipo sea capaz de acercarse a las rocas sin que nos dejemos los dientes en esa travesía. Ojalá acierte. Y pronto.
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