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Trabajar cansa
Columna
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Gaza y la gente civilizada

Es normal que en el resto del mundo nos miren raro y no comprendan siempre nuestra doble moral, que nosotros llevamos tan bien

Guerra entre Israel y Gaza
Una carroza del carnaval de Dusseldorf (Alemania), el día 12, mostraba a un miembro de Hamás empujando a varios palestinos frente a un tanque israelí.Martin Meissner (AP PHOTO/LAPRESSE)
Íñigo Domínguez

En 1799 Napoléon conquistaba Palestina y topó con resistencia en Jaffa, cerca de lo que ahora es Gaza. La ciudad, asediada, respondió a una oferta de rendición agitando desde la muralla la cabeza del mensajero francés. Tras tomar el enclave, Napoleón ordenó una masacre: fueron ejecutados en la playa entre 2.200 y 3.500 prisioneros, según las estimaciones actuales. Andrew Roberts, en su monumental biografía de Bonaparte, anota: “Obviamente el elemento racial tiene su importancia, Napoleón no habría ajusticiado prisioneros de guerra europeos”. Es decir, fuera de casa se podían hacer esas barbaridades, aunque bien que se lo echó en cara siempre, por ejemplo, Chateaubriand, un señor conservador de valores cristianos, no como la derecha actual, más ajena a ellos y que ahí fuera solo ve moros y gentuza.

Uno de los matices menos comentados del horror ante el Holocausto es que también se debe al hecho de que por, primera vez, se usaron en Europa, entre europeos y blancos, técnicas que los europeos ya usaban, sin demasiado cargo de conciencia, en América, África, Asia y Oceanía. En fin, en el resto del mundo, donde es normal que nos miren raro y no comprendan siempre nuestra doble moral, que nosotros llevamos tan bien. Lo que hizo Hitler ya lo habían hecho los alemanes en Namibia y nadie dijo nada. Hay un dato curioso: el comisario imperial de la Sociedad Colonial Alemana para el África del Suroeste era un tal Heinrich Göring. Sí, padre del futuro jerarca nazi Hermann Göring. Qué familia tan apegada a las tradiciones. En el genocidio de los herero y los nama en Namibia, Alemania montó los primeros campos de concentración de civiles. Mussolini fue también el primero en atacar población civil con armas químicas, en Etiopía, en 1935. Pero aun después del horror, el 8 de mayo de 1945, precisamente el día en que terminó la Segunda Guerra Mundial en Europa, Francia masacró al menos a 40.000 personas en Argelia (empezó ese día y siguió durante semanas), porque la gente salió a celebrar la paz y sacó banderas argelinas, que estaban prohibidas. Hubo disparos a la multitud, disturbios y sangrientas represalias.

En los años siguientes, liberada de las colonias, Europa pudo “con una modesta discordancia cognitiva, abrazar una imagen de sí misma como antiimperialista”, dice Garton Ash en su ensayo Europa. Es decir, empezó a tener buena conciencia. Duró hasta que la guerra de Bosnia, las primeras masacres de europeos desde la Segunda Guerra Mundial, la puso a prueba. ¿Qué hacer, cómo permanecer indiferentes? La OTAN bombardeó Serbia en 1994 y 1995, pero el genocidio de Srebrenica dejó un hondo sentimiento de culpa (todavía en 2002 el Gobierno holandés dimitió en bloque tras la investigación de lo ocurrido y la responsabilidad de los cascos azules de su país). Así, en 1999, en la guerra de Kosovo hubo un punto de inflexión: la OTAN volvió a bombardear Serbia, esta vez sin autorización de la ONU. El canciller alemán, Gerhard Schröder, explicó que era necesario saltarse las reglas, debían “prevenir una catástrofe humanitaria”. Se alegó, atención, la responsabilidad histórica de este país tras el Holocausto. Ya sabrán a dónde quiero llegar: ante el horror de Gaza, Europa vuelve a ser capaz de permanecer indiferente, y ya van cuatro meses. Parte de la parálisis se debe al sentido de culpa con los judíos, pero ayuda que todo eso no pase en Europa, sino allá lejos y a esa otra gente. Además, se supone que bombardean “los nuestros”, la gente civilizada. Con otra modesta discordancia cognitiva pensamos que lograremos creer que esto es normal, y que no podíamos hacer nada. Es una curiosa manera de estar en el mundo, en un mundo en el que a veces da vergüenza estar.

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Sobre la firma

Íñigo Domínguez
Es periodista en EL PAÍS desde 2015. Antes fue corresponsal en Roma para El Correo y Vocento durante casi 15 años. Es autor de Crónicas de la Mafia; su segunda parte, Paletos Salvajes; y otros dos libros de viajes y reportajes.
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