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Ni desesperados, ni deprimidos, ni terroristas: el nihilismo no es lo que te han contado

Los nihilistas no piensan que todo carece de sentido. El filósofo Jesús Zamora Bonilla refleja en su nuevo libro la evolución de esta corriente filosófica tan de nuestros días

Un cascarón roto.
Un cascarón roto.CS0523183 (Getty Images/iStockphoto)

Una definición bastante neutra, pero que por eso mismo nos permite encajar en ella casi todas las formas de nihilismo que han sido consideradas alguna vez, diría que esta corriente es algo así como lo siguiente: “El nihilismo es la pérdida de confianza en cualquier cosa de la que podrían emanar valores absolutos, sobre todo valores morales o existenciales, es decir, valores que le den un significado a nuestra existencia”.

Una forma de resumir aún más esta definición diría que el nihilismo consiste en creer que la existencia carece de sentido. Por supuesto, el nihilismo no consiste en “creer en la nada”, ni siquiera en “creer que todo es nada” (aunque algunas personas, no llego a entender muy bien por qué, puedan creer efectivamente una tesis tan absurda, y no hay problema en llamarlas nihilistas a ellas también), sino que más bien consiste en no creer en nada, bien entendido que las “creencias” a las que se refieren estas definiciones no son del tipo “creo que he marcado mal la contraseña del móvil”, sino que se trata sobre todo de creencias de tipo moral, creencias sobre aquello que da sentido a nuestra vida y a la historia humana. Dicho aún de otra manera: el nihilismo consiste en la creencia de que nada tiene valor absoluto (o sea, no hay nada que tenga valor absoluto). En lo que no consiste el nihilismo es en la creencia de que “lo único que tiene valor absoluto es la nada”, o algo así, pues los nihilistas perspicaces sabemos perfectamente que no hay nada que sea “la nada”.

La historia del pensamiento occidental ha ido preparando el camino, a lo largo de dos milenios, para que termine resultando bastante razonable llegar a la conclusión de que el nihilismo no es algo por completo descabellado. Se pueden aniquilar con relativa facilidad las creencias específicas con las que tradicionalmente se confiaba en proporcionar una base más sólida a los valores con los que se pretendía dar sentido a la vida. Así que nadie puede extrañarse de que el nihilismo sea un modo de pensar, e incluso una actitud vital, muy presente en esta sociedad nuestra, heredera de la Ilustración, de la Revolución Industrial y de la revolución científica, y que ha visto ya demasiadas guerras mundiales y conflictos sociales de todo tipo.

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Ahora bien, que el nihilismo, tal como lo acabamos de definir, haya acabado siendo algo así como la “forma de pensar por defecto” de nuestra época no implica, ni mucho menos, que muchísima gente sea conscientemente nihilista. Al contrario, la mayoría todavía está bastante convencida de que algunos valores son robustos, consistentes y vigorosos. Y, naturalmente, es justo por eso por lo que todavía tiene algún sentido escribir una invitación al nihilismo. (…) La mayor parte de las veces en que veáis que se critica “el nihilismo de nuestro tiempo”, las cosas que veáis que se critican (llevar una vida inauténtica, no tener un trabajo ni un ocio enriquecedores, no aprender a pensar críticamente en la escuela, estar enganchado a las pantallas, no tener ilusión por vivir, etcétera) no solían ir ni una pizca mejor antes de que la sociedad “se volviera nihilista”.

Otra concepción radicalmente ingenua del nihilismo, ésta quizás no tan presente en los escritos filosóficos sobre el tema (aunque en parte también), sino más influyente en lo que podríamos denominar “la visión cultural del nihilismo”, es decir, la imagen que suele hacerse una persona corriente de algo o de alguien a quien llaman “nihilista”. La siguiente frase del filósofo Nolen Gertz resume bien esta ingenua descripción: “El nihilismo es la capacidad de disfrutar de una copa de vino mientras se contempla el mundo arder”.

Esta idea de que los nihilistas gozan de algún modo con la violencia y la destrucción procede no sólo del error de pensar que los nihilistas “adoran la nada”, sino también de la asociación del viejo nihilismo ruso del siglo XIX con las prácticas violentas típicas de algunos grupos anarquistas. Nadie nos parece más nihilista que un terrorista suicida, por ejemplo, y eso por no hablar de los villanos de las películas de superhéroes. Al fin y al cabo, ¿acaso el nihilismo no busca precisamente la aniquilación de todo? (Insistimos: no). Relacionado con esto se halla el viejo miedo de que “si Dios no existe, todo está permitido”, por decirlo con la famosa frase de Dostoyevski en la novela Los hermanos Karamázov. Esto es una falacia porque las sociedades supuestamente no nihilistas han encontrado siempre excusas de sobra para que en ellas abundaran sin límite las conductas dañinas y la crueldad más espantosa: a lo largo de la historia, la creencia en “valores supremos” ha solido ser, con mucha más frecuencia que la falta de dicha fe, una justificación perfecta para la maldad.

Por otra parte, y más importante para nuestro asunto, rechazar los supuestos “valores supremos” no implica en absoluto adoptar los valores contrarios. Pensar que amar a tus semejantes no es un mandato moral intrínseco y ordenado por el mismo Dios no implica de manera lógica que uno tenga que odiar a sus semejantes. Lo segundo, sencillamente, no se sigue de lo primero. Al fin y al cabo, tal vez uno tenga otro tipo de motivos para ser respetuoso con los demás, motivos que no se basen en una concepción metafísica sobre el sentido de la existencia. Y motivos que, además, tal vez sean mucho más eficaces en llevarnos a una conducta coherente con esos valores de lo que lo han solido ser los mandamientos religiosos. El nihilismo, por tanto, no busca algo así como “la destrucción de todo en general, y de todo lo valioso en particular”, sino que se limita a constatar que no hay razones para aceptar los principales argumentos por los que la gente pensaba que ciertas cosas eran valiosas (lo cual, por supuesto, en ocasiones puede llevarnos a ver con buenos ojos que algunas cosas y costumbres sí que estaría bien que desaparecieran).

Tampoco es verdad que el nihilista tenga que ser inevitablemente una persona desesperada y deprimida, angustiada en todo momento por la idea de que nada tiene sentido. En realidad, los nihilistas no pensamos que todo carezca de sentido. Hay montones de cosas que tienen muchísimo sentido. Por ejemplo, tiene todo el sentido del mundo que los diccionarios estén ordenados alfabéticamente, tiene todo el sentido del mundo que nos bañemos en la playa con mucha más frecuencia en verano que en invierno, o que nos pongamos los calcetines por dentro de los zapatos y no por fuera. Lo que los nihilistas pensamos que no tiene sentido es la existencia (la de cada persona y la del mundo en general). Pero eso no debe acercarnos ni un centímetro a la desesperación, porque también pensamos que no era razonable esperar que la existencia tuviera un sentido. Al fin y al cabo, cada uno de nosotros existe a causa de una infinita combinación de casualidades: ¿qué “sentido” puede haber entonces en que hayamos nacido justamente tú o yo?

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