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La punta de la lengua
Columna
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Portero, no: conserje

El vocablo viene del francés y se introdujo en España en el siglo XVI con los oficios y nombres de la casa real de Borgoña

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Un portero de hotel, en el Reino Unido, en una imagen de 2018.SolStock (Getty Images) (Getty Images)
Álex Grijelmo

Algunas profesiones han cambiado de nombre para elevar así su rango social o acomodarse al que en su opinión les corresponde. Y la gente suele respetar esas decisiones. No decimos ya, por ejemplo, “carcelero”, sino “funcionario de prisiones” (a veces más largo: “funcionario de instituciones penitenciarias”). Los antaño aparejadores se volvieron arquitectos técnicos, en paralelo con la conversión de los peritos en ingenieros de igual condición. En el caso de las otrora asistentas, las familias están extendiendo poco a poco el uso del término “empleada”. Y los antiguos jefes de personal son ahora directores de recursos humanos, mientras que los caseros de toda la vida han pasado a denominarse “propietarios”.

Una de las últimas modificaciones ocurridas ante nuestros oídos consiste en la transformación de la palabra que nombra a la persona que cuida de los servicios y de la limpieza de un edificio de viviendas: el portero o la portera. (Dejamos fuera los deportes).

Durante años se consideró un oficio menor, injustamente; y llegó un eufemismo innecesario: “empleado de fincas urbanas”. Eso servía a efectos administrativos, pero no resultaba manejable para las conversaciones de cada día. Así que las comunidades de vecinos empezaron a hablar del “conserje”, expresión más cómoda que también prestigiaba el oficio y además mejoraba la prestancia del inmueble.

Este vocablo se formó en castellano a partir del francés concierge, pero no se sabe de dónde lo tomó a su vez ese idioma. Se documenta en nuestra lengua desde el siglo XVIII y aparece ya en el primer diccionario académico, en 1729, escrito con ge (“conserge”). Se definía así: “La persona que tiene a su cargo la custodia, limpieza y llaves de algún palacio, alcázar o casa real”. Y se añadía: “Viene del francés concierge, que significa esto mismo. Esta voz se introdujo en España con otras, quando se entabló el lenguaje de la casa real de Borgoña”. La edición de 1780 retoca el final: “Quando se establecieron en la casa real los oficios y nombres de la casa real de Borgoña”; y precisa que eso ocurrió “en tiempos de Carlos I” (siglo XVI).

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El hecho de que la palabra “conserje” (con jota desde 1832) mostrara un origen de tan alta alcurnia hizo que circulase y se aplicara solamente a quienes ejercían sus funciones en los palacios y otros edificios del Estado. Y así se hace constar ya con claridad en 1843: “La persona que tiene a su cargo la custodia, limpieza y llaves de algún palacio, alcázar o establecimiento público”. La definición actual suprime los términos “palacio” y “alcázar”, pero se sigue circunscribiendo a quien sirve en un “establecimiento público”.

Queda claro, pues, el motivo de que “conserje” nos parezca más prestigioso que “portero”: no solamente venía de la elegante Francia, sino que la persona así nombrada prestaba en otro tiempo sus servicios en palacios y alcázares. Por el contrario, los porteros, por su parte, podían servir en el más humilde portal.

Pero ya sabemos lo que pasa con los eufemismos que sitúan aquello que nombran por encima de las posibilidades de lo nombrado: reducirán su efecto en la medida en que se extienda la implantación del término. Así que, con el tiempo, “conserje” se igualará en prestigio con “portera” y “portero”. Y quizás ya se puede plantear la conveniencia de que el Diccionario le retire la condición de “empleado público”, una vez que el uso ha ampliado sus salidas laborales.

Lo que sí quedará por dilucidar es si en ese camino en retirada de “portero” pasaremos algún día a pulsar el timbre del conserje automático.

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Sobre la firma

Álex Grijelmo
Doctor en Periodismo, y PADE (dirección de empresas) por el IESE. Estuvo vinculado a los equipos directivos de EL PAÍS y Prisa desde 1983 hasta 2022, excepto cuando presidió Efe (2004-2012), etapa en la que creó la Fundéu. Ha publicado una docena de libros sobre lenguaje y comunicación. En 2019 recibió el premio Castilla y León de Humanidades

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