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PERFIL
Texto con interpretación sobre una persona, que incluye declaraciones

Marina Silva, la ministra brasileña que creció en una plantación de caucho

La política creció en la Amazonia y aprendió a leer de adolescente. Tras reconciliarse con Lula da Silva, vuelve a ser su responsable de Medio Ambiente

Marina Silva.
Marina Silva.Luis Grañena
Naiara Galarraga Gortázar

Cuando la brasileña Marina Silva (Breu Velho, 64 años) era una veinteañera, ya combatía la deforestación en su tierra, Acre, un Estado amazónico tan remoto y poco poblado que la broma en Brasil es que no existe porque nadie lo conoce. Se unía a otros recolectores de caucho que, con sus familias, formaban auténticas barreras humanas para impedir que los árboles que garantizaban su supervivencia, aunque en condiciones miserables, fueran talados y vendidos ilegalmente como madera. Combatir la deforestación es uno de los principales desafíos de la nueva ministra de Medio Ambiente y Cambio Climático de Brasil.

Conoció al legendario Chico Mendes —el líder sindical de los caucheros asesinado en 1988— en aquellas batallas que sembraron la conciencia política en una joven que aprendió a leer y escribir de adolescente. El retraso tuvo secuelas. Antes de empezar a leer su largo discurso inaugural el jueves en Brasilia, pidió paciencia a los invitados.

Como nació en una plantación de caucho en plena selva, con patrones que imponían deudas impagables y sin escuela, su padre le enseñó a sumar y restar para seguir la evolución de la deuda. A los 10 años, reunía pasta de goma para saldarla. Huérfana de madre, la mala salud —malaria, hepatitis, contaminación por el mercurio que se usa para la minería ilegal— la llevó a la ciudad, donde fue alfabetizada y enterró la idea de ser monja. En la Universidad, descubrió el marxismo y el entusiasmo por el estudio. Es historiadora.

Tras la dictadura, en los ochenta, recorría las aldeas explicando a trabajadores humildes que sus señorías estaban elaborando y debatiendo una nueva Constitución en la lejana Brasilia que era especialmente importante para las gentes como ellos: “Hasta ahora siempre tuvimos deberes, nunca derechos”, dice en un vídeo de la época.

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Emprendía una de esas carreras políticas tan comunes en Brasil: concejala, diputada estatal, senadora, diputada federal…, incluso acarició el sueño de convertirse en la primera presidenta negra (y evangélica) de Brasil. La ministra criada en la Amazonia, la que al inicio del XXI logró la mayor caída de la deforestación, vuelve de la mano del mismo jefe, el presidente Luiz Inácio Lula da Silva. Asume por segunda vez el Ministerio de Medio Ambiente de un país que con ella era alumno aventajado en cuestiones climáticas al que Jair Bolsonaro y su Gobierno convirtieron en un paria ambiental justo cuando el mundo —de la mano de Greta Thunberg, inundaciones y sequías extraordinarias— tomaba conciencia de la gravedad de la crisis climática.

De aspecto frágil y severo, transmite serenidad. Parece una mística. Siempre con ropa sencilla, collar colorido, el moño prieto y las canas a la vista, es tenaz, astuta y ambiciosa. Tiene tres hijas y un hijo de dos matrimonios. Y sus compatriotas la conocen por su nombre de pila, Marina, a secas, como a muchas otras mujeres públicas: Dilma, Simone, Gleisi, Janja…

Ha sido descrita como “la Lula con faldas”. Una definición que no disgusta al antropólogo Juliano Spyer, que trabajó en la campaña presidencial de Silva en 2010 y mantiene contacto con ella. “Tienen mucho en común. Son los principales líderes brasileños salidos de la clase obrera, grandes referentes en la lucha contra la desigualdad. Con la diferencia de que Marina está centrada en la sostenibilidad y que para ella la academia y la religión son importantes”, explica Spyer, que ahora investiga el fenómeno evangélico. Y revela que, en corto, “es mucho más cercana y divertida. Tiene un arraigado sentido del humor popular”. Como buena política, su memoria es prodigiosa para los nombres.

Su colaboración con Lula fue muy provechosa —crearon reservas naturales e indígenas, la deforestación se desplomó, ella recibió el Premio Goldman, el Nobel verde—, pero acabó mal. La ministra dimitió en 2008, cuando el Gobierno antepuso los grandes proyectos de infraestructuras en la Amazonia a la preservación del valioso ecosistema. Una ruptura que simboliza la hidroeléctrica de Belo Monte, que ha dañado gravemente la cuenca del río Xingú. También cortó por lo sano con el Partido de los Trabajadores (PT) que fundó. Solo Bolsonaro, la urgencia de “salvar la democracia brasileña y la Amazonia de la barbarie”, y la promesa de que el medio ambiente sería prioritario y transversal en el tercer Gobierno de Lula propiciaron la reconciliación.

Tres veces intentó alcanzar la presidencia. Y fue víctima de una de las primeras campañas de noticias falsas que se recuerdan en Brasil, una caza de brujas impulsada por su antiguo partido a cuenta de su fe: “De repente era homófoba, iba a acabar con el Estado laico, a introducir el creacionismo en las escuelas”, recordaba en un documental sobre los evangélicos. Falso.

En la campaña electoral, abogó por debatir sobre el derecho al aborto. Es contraria a cualquier retroceso de los tres supuestos vigentes. Con Silva, 3 de los 37 nuevos ministros de Lula pertenecen a Iglesias protestantes. La fe es para ella un asunto privado. No hace proselitismo ni su discurso es para el electorado evangélico. Ahora que la Amazonia es una preocupación mundial, emprende la titánica tarea de mantener en pie aquellos árboles que abrazaba de cría, crear una bioeconomía viable y que Brasil deje de ser un problema para la emergencia climática y sea parte de la solución.

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Sobre la firma

Naiara Galarraga Gortázar
Es corresponsal de EL PAÍS en Brasil. Antes fue subjefa de la sección de Internacional, corresponsal de Migraciones, y enviada especial. Trabajó en las redacciones de Madrid, Bilbao y México. En un intervalo de su carrera en el diario, fue corresponsal en Jerusalén para Cuatro/CNN+. Es licenciada y máster en Periodismo (EL PAÍS/UAM).

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