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emergencia climática
Tribuna
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Filosofía para los viajeros: cómo frenar la culpa por tu huella de carbono

Con la crisis climática, es normal sentirse mal por contribuir a las emisiones cuando uno se sube a un avión. El filósofo Michael Marder nos ofrece algunas ideas para lidiar con los remordimientos del pasajero

Contaminacion
Un avión despega el pasado 14 de diciembre desde el aeropuerto de Brandenburg, en Berlín (Alemania), junto a una bandada de grullas.PATRICK PLEUL / AFP / ContactoPhoto

En estos tiempos de agravamiento de la descomposición climática es fácil sentirse muy culpables por las emisiones de carbono de los medios de transporte que utilizamos, especialmente en los viajes de larga distancia. Yo mismo me obsesiono a veces con la huella de carbono de un vuelo, cada vez más visible porque las compañías aéreas incluyen el equivalente en kilos de CO2 en los billetes que emiten y las calculadoras en línea convierten cada una de nuestras acciones y compras en cifras relativas a las emisiones. Ahora bien, ¿es este el método más acertado para hacer frente al empeoramiento de la crisis climática?

He estudiado las distintas emociones y los estados de ánimo que pueden experimentar los pasajeros durante un viaje, desde el aburrimiento hasta la euforia, pasando por la distracción. Ahora se puede añadir a la lista la culpa, dado lo que se han extendido el ecotrauma, la ecoansiedad y la depresión motivada por la crisis climática, en particular entre la generación más joven. Cuando viajamos en diversos medios de transporte, la culpa viaja encima de nosotros y pesa tanto como la mayor de las maletas sobre la conciencia de los pasajeros.

Como emoción, la culpa es totalmente negativa y reactiva: nos deprime y empuja a quienes la sienten a flagelarse. Igual que el miedo (por el futuro de nuestros hijos y nuestros nietos, por ejemplo) es una motivación insuficiente para llevar a cabo cambios radicales, la culpa no es un buen telón de fondo emocional para proteger el medio ambiente. Es más, puede incluso ser contraproducente si tiene un efecto paralizador y no solo nos pesa, sino que nos retiene con unos lazos invisibles desde dentro. La culpa no solo vuelve infelices a quienes la sienten, sino que interrumpe el pensamiento e impide analizar con lucidez la situación, sus causas principales y sus posibles soluciones.

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Una pasajera en un aeropuerto.
Una pasajera en un aeropuerto. Michael Duva (Getty Images)

No obstante, es importante recordar que la crisis climática es la consecuencia acumulativa de la actuación de muchas generaciones y, dentro de ellas, de grupos pertenecientes a determinadas clases, regiones geográficas, sexos, etcétera. No podemos sentirnos responsables de esa larga historia, aunque sí podemos ser el punto de inflexión, el momento en el que las cosas cambien de verdad, en el que esta historia transforme drásticamente su proyección de futuro. Y, por supuesto, los efectos de las acciones de los pasajeros también varían según las clases: la huella de carbono de alguien que vuela en clase turista es significativamente menor que la de los pasajeros de business o de primera clase (que ocupan mucho más espacio dentro del avión) y la de quienes viajan en aviones privados. Por tanto, el primer paso para afrontar la culpa es observar el problema desde una perspectiva más general y al mismo tiempo más diferenciada: la historia acumulada de las emisiones y la contribución diferente de cada persona en función de su clase socioeconómica y la clase en la que viaja. Este doble enfoque es especialmente útil para el mundo de los pasajeros, donde coexisten la condición universal y una rígida estratificación.

Otra actitud que puede contribuir a asociar pasajeros y culpa es la pasividad. Cuando estamos a bordo de un avión, un tren, un autobús o un barco, nos dejamos llevar hacia nuestro destino de manera más o menos pasiva. Y la culpa también empuja a la pasividad. Pero ser pasajeros no es ser puramente pasivos; nos da libertad para hacer lo que queramos durante el viaje (dormir, leer, ver una película, jugar o trabajar con el portátil) o para no hacer nada. Siempre está presente la posibilidad de transformar la pasividad pasajera en acción, posibilidad que no existe en el caso de la culpa. Esta, como es una emoción negativa, no puede provocar ninguna acción, sino solo una reacción, y la mayoría de las veces, una reacción de la propia persona que se siente culpable contra sí misma.

Así como la experiencia del pasajero se extiende más allá de las ocasiones concretas en las que viajamos en diversos medios de transporte hasta convertirse en el paradigma de la existencia individual y colectiva en el siglo XXI, el sentimiento de culpa del pasajero también tiende a afectar a los más diversos ámbitos de la vida aparte de los viajes. Un ejemplo es la existencia de aplicaciones y calculadoras que muestran la huella de carbono no solo de los vuelos y los trayectos en coche, sino también de las compras, el envío de correos electrónicos y otras actividades cotidianas. Esto indica dos cosas. En primer lugar, el trasfondo sobre el que la culpa envía sus tentáculos a casi todas partes es la energía. Para nosotros, la energía es algo que hay que extraer y quemar, fuera de nuestro cuerpo (fábricas, medios de transporte, etcétera) o dentro de él. Cuando tenemos el más mínimo atisbo de la violencia que entraña esa concepción y práctica de la energía, eso nos provoca unas emociones negativas que abarcan prácticamente toda la realidad. En segundo lugar, un vehículo para la inmensa generalización del sentimiento de culpa son los números o, para ser más exactos, la traducción de todo en números, la cuantificación de la realidad. La producción y el consumo de energía, sus derivados y el uso eficiente o ineficiente que hacemos de ella se miden de forma numérica, una vez más, en todos los ámbitos de la vida. El exceso de grasa corporal y las emisiones de CO2 entran en el mismo apartado de ineficiencia y producen la misma sensación de vergüenza.

La terminal del aeropuerto de Denver, en Estados Unidos, el pasado 19 de abril.
La terminal del aeropuerto de Denver, en Estados Unidos, el pasado 19 de abril. PATRICK T. FALLON (AFP via Getty Images)

La cuantificación excesiva, que es parte del problema, sin embargo se acepta sin pensar como medio de conseguir la solución deseada. ¿Acaso nuestra vida se define por el número de pasos que damos al día, nuestra dieta por el número de calorías y el contenido de nuestra existencia por la huella de carbono definida en cifras? En esta forma de ver el mundo y a nosotros mismos desaparecen las preguntas de hacia dónde vamos y por qué, como desaparece la pregunta de qué pasaría si no nos subiéramos a ese avión, por ejemplo, para visitar a un familiar querido al que no vemos desde hace meses o incluso años. La indiferencia de los valores numéricos está en sintonía con la condición de pasajero, porque los pasajeros viajan todos juntos, pero también separados unos de otros, independientemente del propósito de su viaje.

Entonces, ¿qué debemos hacer con el sentimiento de culpa que puede inundarnos justo cuando estamos embarcándonos en ese vuelo o (con menos frecuencia) subiéndonos a ese tren? Sugiero que, en lugar de rechazarlo, asumamos del todo y veamos con total claridad nuestra condición de pasajeros, tanto en los medios de transporte que tomamos como en la vida. Eso no significa pasar por alto el impacto ambiental de nuestras acciones y contribuir gratuitamente al desastre ambiental (de hecho, no es gratuito: la factura llega a nuestras puertas en forma de inundaciones, deslizamientos de tierra, graves incendios forestales y sequías). Se trata de aprovechar la libertad de acción que tenemos dentro de la pasividad que caracteriza a la condición de pasajeros para transformarla desde dentro. La renuncia, el ascetismo y el sentimiento de culpa no son opciones viables: incluso Buda, en su camino hacia la iluminación, rechazaba las privaciones extremas y recomendaba “el camino intermedio” entre una abundancia y una escasez excesivas.

Transformar desde dentro nuestra condición de pasajeros parece más fácil de decir que de hacer. ¿Qué implica, de forma concreta, respecto a las emisiones de carbono y la crisis climática? Un ejemplo de transformación sería reinventar el viaje, tener en cuenta qué sinergia podría haber entre nuestros desplazamientos, tanto los cotidianos como los no tan frecuentes, y los elementos (las corrientes de aire y de agua, por ejemplo), en lugar de gastar energía en ofrecerles resistencia. Ese es el esfuerzo que ha hecho el artista argentino afincado en Berlín Tomás Saraceno, cuyas obras de arte acompañan los capítulos de Filosofía del pasajero. En el proyecto multidisciplinar Aerocene, llevado a cabo en colaboración con científicos e ingenieros del MIT de Estados Unidos, Saraceno hizo experimentos de vuelo sin combustibles fósiles y teniendo en cuenta, entre otras cosas, la dirección del viento en todo el planeta. Su investigación, fruto de la creatividad y la colaboración, sentó las bases (y las alturas) para viajar sin hacer daño al planeta vivo e integrándonos sin ceder a la exigencia ludita de renunciar por completo a la tecnología.

Aun así, sigue habiendo una pregunta fundamental: ¿qué puede hacer una persona corriente, que no sea un científico del MIT o un artista visionario, en esta situación? En lugar de sucumbir al peso del sentimiento de culpa, debemos emprender pequeñas acciones positivas que promuevan la salud medioambiental. Plantar árboles, participar en limpiezas locales y reducir drásticamente los residuos no reciclables pueden ser grandes aportaciones si se hacen a gran escala. Lo que no hay que hacer, de ninguna manera, es dejar de viajar para conocer gente nueva, para mantener el contacto con viejos amigos y familiares, para conocer otros lugares y experiencias. Una ecología social variopinta es indispensable para un planeta ecológicamente sano.

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