Jake Gyllenhaal: “Contar historias es siempre un acto político. Los artistas debemos decidir qué ideas son las importantes”
Tras explotar con éxito su potencial como estrella de Hollywood, el protagonista de ‘Donnie Darko’ y ‘Brokeback Mountain’ defiende una vida más tranquila en los escenarios de Broadway y al lado de su familia
A Stephen y a Naomi les iba bien, al menos para una pareja de prófugos de la predecible clase media de la costa este de Estados Unidos. Stephen era el mayor de seis hermanos en una familia más de Bryn Athyn (1.200 habitantes), Pensilvania. Naomi, hija de una pediatra y un cirujano en Nueva York. Se habían casado y marchado a Los Ángeles en los setenta en busca de una vida artística. Él amaba el cine y ella, escribir. Ahora, él dirigía películas para televisión; ella, tras unos años como ayudante de producción de Barrio Sésamo, era guionista. Y les iba bien, de verdad. Tenían una casa en Hancock Park, un barrio residencial en el corazón de Los Ángeles, dos niños y, para ser nuevos en la industria del cine, ya se codeaban con Kris Kristofferson, Ted Danson o un joven Steven Soderbergh. Paul Newman y Jamie Lee Curtis eran los padrinos del pequeño.
Un día, a los 11 años, en el salón, ese chaval hizo una cosa inesperada: hizo reír a Billy Crystal. El chico contaba bromas tan absurdas que parecía hablar totalmente en serio. A Crystal le encantó la incontrovertible intensidad del joven. Le hizo un hueco en su siguiente película, Cowboys de ciudad (1991) y, con ello, inició una de las carreras más duraderas, sólidas, variadas y fascinantes del cine reciente. Aquel fue el primer paso de Jake Gyllenhaal (Los Ángeles, 42 años) como una de las últimas grandes estrellas de Hollywood. Y ahora, tres décadas después, tras una media docena de clásicos incontestables, de Donnie Darko (2001) a Brokeback Mountain (2005) y de Nightcrawler (2014) a Prisoners (2013), tras una nominación al Oscar y otra al Tony, ese viaje se encuentra en uno de sus mayores puntos de inflexión. Va de regreso al salón de su familia.
Ahí es donde el actor con la mirada triste más reconocible del mundo ha encontrado recientemente cierto contrapeso a su adicción al trabajo y a su propensión a la intensidad. Y ese contrapeso lo ha cambiado todo. “Si tuviese que describir este momento de mi vida, sería ‘agradecido”, explica. “Tengo una novia maravillosa [la modelo francesa Jeanne Cadieu, de 27 años], me siento cerca de mi familia y, con los años, veo que mis amistades más cercanas se profundizan. Tengo ganas de que venga el futuro”. Eso es nuevo. Durante mucho tiempo, el futuro fue algo bastante parecido al pasado.
Gyllenhaal rodó su primer papel protagonista, Cielo de octubre (1999), cuando todavía estaba en el instituto. Le costó volver a las aulas: él mismo ha contado que se sintió a años luz de sus compañeros tras el rodaje. Su vida se convirtió en un rodaje tras otro. Su siguiente proyecto, Donnie Darko (2001), mítica cinta sobre la melancolía tardonoventera, clásico entre los clásicos para los incomprendidos nacidos en los ochenta, fue también su primer gran papel. Gyllenhaal daba vida al atormentado adolescente esquizoide que servía de epónimo para la película, un personaje que, no sabemos si a su pesar, cimentó una imagen de sex symbol alternativo —era guapo, sí, pero nada que ver con la rubia arrogancia del capitán del equipo de fútbol—. Él dice que no, pero puede ser que Donnie Darko marcase el resto de su vida. “Lo que me atrae como actor es inexplicable, si te soy sincero”, se defiende. “Tiene que ver más con una confluencia de cosas. El momento en que me encuentre, lo que esté ocurriendo en mi vida, el destino. Por lo general, el hilo conector es el inconsciente. Debo sentir que hay algo bajo la historia, un tema humano”. En los siguientes 20 años ha interpretado a matones, exconvictos, trepas corruptos, depravados, artistas obsesivos y, en cinco ocasiones, a viudos.
En 2002, coprotagonizó El compromiso, con Dustin Hoffman y Susan Sarandon. Tras el rodaje, Hoffman se despidió de él regalándole el libro Un actor se prepara, de Konstantin Stanislavski, con la dedicatoria: “Eres bueno, pero tienes que ser mejor”. Gyllenhaal siguió ese consejo. Ser mejor, prepararse, prepararse. Quizá porque lo demandaban roles intensos que se le vendrían encima, quizá porque quería demostrar que su capacidad de trabajo y sus ambiciones artísticas iban más allá de los de cualquier nepobaby, el actor se volcó en sus proyectos. Cuerpo y alma. De forma casi sobrecogedora. Aprendió de algunos de los actores del método más intensos de su generación, Heath Ledger en Brokeback Mountain y Tobey MacGuire en Brothers (2009). En Nightcrawler (2014) tuvo que interpretar a un paria noctámbulo: durante meses corrió 24 kilómetros diarios y mascó chicle para saltarse comidas. Adelgazó 13 kilos. Sus ojos enormes, sobresalientes en el rostro cadavérico que se le quedó, como los de un insecto, eran “lo más aterrador de la película”, según The New Yorker. Acto seguido hizo de boxeador sin futuro en Southpaw (2015): 2.000 abdominales al día, seis horas de entrenamiento diarias. Alcanzó los 81 kilos. “No puedo cambiar del todo la forma en que me muevo o el aspecto que tengo, pero sí puedo hacer lo mejor que pueda con el apoyo de artistas que sepan lo que hacen”, explica ahora sobre sus transformaciones. “Me encanta usar el físico, es una de las cosas que más me gusta usar en mi trabajo”.
—¿Por qué personajes tan ambiguos?
—Me gustan las historias y personajes que provocan conversaciones. Me inspira lo complejo que es ser humano y busco personajes con los que explorar esa complejidad.
—¿No preferiría interpretar gente más similar a usted, crear marca, tirar de su presencia en pantalla?
—Por mucha experiencia que tengas, por mucha técnica actoral que hayas desarrollado, inevitablemente, tus personajes habitan una realidad distinta a la tuya. Es inevitable también que el personaje se cuele en tu vida un poco, como un color desteñido, pero por eso el actuar es un oficio. Lo forman una serie de técnicas y esas técnicas te ayudan a diferenciar lo que eres tú de lo que es el personaje.
—¿No le tienta, en un mundo tan polarizado, hacer de héroe y servir de ejemplo?
—El arte de contar historias es, para mí, inherentemente político y es importante que nos preguntemos, como artistas, qué queremos decir, qué ideas nos parecen importantes. El arte, en el mejor de los casos, es capaz de crear perspectiva y empatía. Esas son las historias que quiero contar.
En 2008, Stephen y Naomi se divorciaron. Él se quedó en Los Ángeles; ella volvió a Nueva York. Allí vivía también su hija mayor, Maggie Gyllenhaal (actriz en Secretary y El caballero oscuro, directora de La hija oscura el año pasado), y allí fue también Jake poco después. En la Gran Manzana, encontró algo difícil de recibir cuando se es una imagen proyectada en una pantalla: calor humano. Empezó a refinar su técnica para conectar con los suyos. “Espero que la gente a la que amo me devuelva el cariño. Espero ganarme su amor a base de acudir a su lado, escucharlos, estar presente ante ellos. Eso es lo que me importa”, resume ahora.
También empezó a hacer teatro. En 2015, se estrenó en Broadway con una obra llamada Constellations: años después, Maggie le diría a Esquire que nunca había visto a Jake tan feliz. Estaba relajado, disfrutón. No ha soltado las tablas desde entonces. “El teatro es mi primer amor, si te digo la verdad”, asegura. “Hacer cine es siempre un honor, me encanta hacer películas. Creo que el teatro permite otro tipo de tensión. En el cine hace falta trama para enganchar al público; en el teatro, basta con una interpretación para cargar con toda una obra. Hay algo incomparable a actuar en vivo delante de la gente. ¡Es una sensación maravillosa, emocionante, aterradora y feliz!”, celebra.
No ha llegado a darle la espalda a Hollywood. Nadie en sus cabales lo haría. En los últimos años, ha rodado para Marvel, para Michael Bay y para Netflix. Pero siempre ha vuelto a Broadway, donde cena con su hermana y su madre, donde le llueven los aplausos por su entusiasmo, por mostrar de repente una energía de recreo hasta infantil. Donde se atreve a hacer teatro musical (Gyllenhaal adora cantar desde que vio La Bamba, la película de 1987 sobre Ritchie Valens, e iba cantando la canción por la casa tocando una raqueta, y lo hace de maravilla). “Me encanta actuar a través de canciones. Es una habilidad muy concreta pero creo que es como mejor me comunico como intérprete. Me gusta el teatro musical desde pequeño, porque es un espacio lleno de juego, pero, lo que es más importante, es el único género en el que la intención de un personaje puede dar un vuelco de un segundo a otro. Puede haber cuatro, cinco cambios emocionales en una canción. Algo así solo es posible dentro de una canción”.
En 2017 se atrevió con el protagonista más difícil del compositor más complejo del género: Georges Seurat en Sunday in the Park With George, del legendario Stephen Sondheim. Fue la última vez que este guio a un actor a través de su endiablada partitura antes de morir en 2021. “Lo recuerdo haciendo crucigramas antes de comenzar los ensayos y, también, durante los descansos”, relata. “Es la imagen que me queda de él, todo un caballero fascinado por los rompecabezas, sentado, terminando pacientemente el crucigrama de The New York Times. Trabajar con él fue un punto álgido de mi vida y de mi carrera, siempre lo será”, recuerda. En 2019, fue nominado al Tony por la función Sea Wall/A Life. Nunca ha pasado tanto tiempo con su familia.
Cuesta encontrar la energía que durante años dedicó a ser estrella de cine, a probar su potencial. Lo que no cuesta es detectar cierta felicidad, de intérprete maduro, que se permite ser atípico. No es habitual confesar que tu lugar favorito de una librería son “las estanterías de cocina y de diseño”. Tampoco prestar tu cara para ser la imagen de una histórica firma de porcelana italiana como Ginori 1735: “Me interesa conectar con gente buena para la que trabajar mucho es pasárselo bien. Como la gente de Ginori 1735, que siempre he amado. ¡Hacen cosas tan bonitas!”.
Y aquí estamos, en un lugar muy distinto al que esperábamos estar pero, al final, felices. “En Sea Wall/A Life, la directora Carrie Cracknell nos animó a interactuar con el público, aunque fuera con un móvil que sonaba por error en las butacas en mitad de la actuación. El teatro se convirtió así en un lugar precioso, de comunidad con el público. Me encantó ese detalle y me llevo ese sentimiento a todas partes”, explica Gyllenhaal. “Deja que la vida te inspire, incluso si estás actuando”, prosigue. “Prepárate, prepárate, prepárate y entonces… olvídate y escucha”. Suena a aquella dedicatoria de Hoffman, pero mejorada con los años. A Stephen y Naomi les iba bien. A Jake, ahora, también.
Fotografía: Cedric Buchet. Realización: Edoardo Caniglia. Maquillaje y peluquería: Jillian Hallouska (The Wall Group). Asistente de estilismo: Valentina Volpe. Escenografía: Giulia Munari (Walter Schupfer Management). Asistente de escenografía: Antoine Emmanuel Picot.
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