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Arcoíris, pitufo o unicornio: ¿hay algo más odioso que los helados de colores?

Los mostradores de las heladerías y las tarrinas de las marcas industriales se han llenado en los últimos años de sabores metafóricos, pensados para atraer a los niños más adictos al azúcar. Un horror frío y empalagoso.

EL HORROR
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Carlos Doncel

Hay una especie invasora en el ecosistema heladero español que amenaza la existencia de ejemplares clásicos como el de ron y pasas o el de turrón. Hablo de los sabores infantiles metafóricos, un género que desde hace años habita en los mostradores de locales artesanos y en las tarrinas de marcas industriales. Unicornio, arcoíris o pitufo: pudieran parecer las lisérgicas alucinaciones de alguien que le echó poco tabaco al porro, pero no, este sector dulcero se ha empeñado en darle gusto y aroma a lo etéreo e imaginario. Y ahí están, dejando sin espacio a elaboraciones con nombres que designan elementos tangibles, okupando los cucuruchos que le corresponden a otros por simple racionalidad. El apocalipsis del frío está ya aquí, y esta vez no viene de más allá del Muro.

Los españoles tomaron 149 millones de litros de helado entre junio del 2020 y mayo del 2021, según datos del Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación. De ese total es muy complicado saber qué cantidad corresponde a los sabores infantiles metafóricos, aunque quizá no sea mucho. Porque no hay que olvidar que el público objetivo son niños de dos a nueve años y adultos con evidentes problemas de madurez y desarrollo personal. Lo confirma Amalia Domínguez, dependienta de la heladería La Abuela, situada justo enfrente de la catedral de Sevilla: “El de pitufo es el que más piden los críos, aunque hay bastantes mayores que quieren probarlo”. En fin.

¿Por qué?

Esta es la pregunta que se hace cualquiera cuando entra en una heladería y, justo al lado de la bandeja de higos y piñones, se encuentra con una masa imposible de relacionar con ninguna fruta o ingrediente conocido. Dentro del citado género existen varios subtipos, pero todos tienen en común la combinación o el uso de la paleta de colores del Desigual: azul chillón de puerta de juzgado, amarillo subrayador para oposiciones o rosa jiggypluf son algunos de los más comunes.

Semejante pinta solo puede resultarle apetecible a los niños y a Okuda San Miguel, claro. Porque a los chiquillos les pasa con los colorines lo mismo que a los cayetanos con la bandera de España. Es verlos de cerca y se vuelven medio locos. En casa puede que les pirre el chocolate, la nata o la vainilla, pero fuera de ella se dejan seducir por los visuales encantos de una hortera bola. Quizá la respuesta está en un estudio realizado por la investigadora estadounidense Vanessa Simmering, en el que concluye que los menores de cinco años no asocian los objetos que les rodean con un color determinado, y por eso se sienten atraídos por los más llamativos. El problema es que hay chavales de 19 y mujeres de 37 pidiéndose una tarrina de arcoíris, y ahí Vanessa tiene poco que decir.

¿A qué saben?

“No podemos relacionarlos con ningún sabor. Y me duele que estén enfocados en un público infantil, al que puedes convencer con estos artificios, porque nadie invita a un adulto a comer un helado de Lamborghini”, comenta Fernando Sáenz, maestro heladero de dellaSera, en Logroño. “No está presente lo gastronómico, venden un producto por el mero hecho de hacer caja con él. Es lícito, pero bajo mis principios no es moral, porque no hace referencia a nada que sea comestible”, opina Fernando.

Si nos paramos a pensar un solo segundo, un unicornio es un caballo tuneado, así que un helado con este nombre debería desprender cierto aroma a establo, al menos. Y siguiendo esta misma lógica, el arcoíris tendría que saber a humedad o a cartón mojado, y el de pitufo, a las setas alucinógenas bajo las que vivían. Digo yo, vamos, porque pareciera que estas denominaciones se justifican solo por su aspecto y no por su sabor, que al final es lo que importa en un alimento.

Pues no: todos son dulcísimos y más empalagosos que un noviazgo adolescente. El que lleva el nombre de esos repelentes ¿duendes? azules sabe a chicle, por lo general. Claro, aquí viene otra duda: ¿a cuál de ellos? A mí concretamente me recuerda a las bolas blancas gordas que venían en las máquinas expendedoras. Y a azúcar. Muchísimo. Tanto como para plantearse por un momento si han extinguido las remolachas y al final vamos a tener que hacer con ellas lo mismo que con los linces ibéricos. “¿Y por qué no le ponen ‘chicle’?”, preguntará alguien. Hija, no sé, ¿y por qué el alcalde de un pueblo perdido de la sierra de Málaga mandó pintar todas las casas de celeste en honor a estos dibujos?

¿Quién los creó y quiénes trafican con ellos?

Que Iñaki Gabilondo me perdone, pero no tengo absolutamente ni idea de quién fue el creador o creadora de los sabores metafóricos infantiles. Mi hipótesis es que los desarrolló un primo segundo por parte de padre de Mussolini -por aquello de las famosas gelaterias artigianales italianas- y del dueño de Mr. Wonderful por la madre. Solo una mente tan totalitariamente cuqui puede traer al mundo un unicornio con forma de tarrina de helado o un arcoíris masticable.

Habrá quien piense que el fin de tal invento es ganar dinero haciendo salivar a niños golosos, y es correcto. Pero teniendo en cuenta el citado origen del mismo no se descartan otros tantos objetivos: cobrar herencias de personas con diabetes, provocar epilepsias a gente con la que has quedado al final después de decirle durante meses “a ver si nos vemos un día” o gastarle una broma a tu colega daltónico diciéndole que no se preocupe, que es de stracciatela.

Si a estas alturas al igual que a un cadáver a ti también te ha picado el gusanillo, puedes probar los que elabora la conocida empresa heladera Alacant de arcoíris y unicornio, o el que vende Kalise con el mejor nombre de la historia: Prestige Nube. Una arriesgada apuesta de marketing que me lleva a pensar que ojalá sepa a una mezcla de chapapote y motor de avión de Ryanair. En el caso de que así sea, traicionaré mis principios y me compraré una tarrina de kilo de este sabor metafórico, lo juro. Será entonces cuando, tras la primera cucharada hasta arriba de azúcar, gritaré lo que aquellos gallegos pidiendo justicia: “¡Nunca mais!”.

Sobre la firma

Carlos Doncel
Periodista gastronómico en El Comidista, doble graduado en Periodismo y Comunicación Audiovisual por la Universidad de Sevilla y alto, muy alto. Le encanta el picante, la cerveza, el cuchareo y las patatas fritas de bolsa. Cree que el cachondeo y el rigor profesional son compatibles y que los palitos de cangrejo deberían desaparecer.

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