Aquel verano de... Mikel Iturriaga: En el país donde lo difícil es comer mal
El director de El Comidista guarda un gran recuerdo de sus calurosos días de Japón, hasta de los momentos en los que estaba viendo un interesantísimo templo centenario y solo pensaba en huir de allí y meterse en un centro comercial con aire acondicionado
Mi mejor verano lo pasé en un lugar al que no deberías ir en verano: Japón. Salvo que hayas crecido en un baño turco, viajar al país del sofocón naciente en agosto no es lo más inteligente que puedes hacer en la vida. Estamos hablando de una nación que dispone de un tipo específico de toalla para la época estival, que la gente lleva encima para secarse y evitar que le chorree el sudor por la cara y el cuello. En verano, Tokio es Madrid con la humedad de Barcelona, y Kioto, una sauna con geishas en vez de gays.
Sin embargo, en aquellas remotas islas fui feliz durante mis vacaciones de 2016. Quizá iba entrenado para la prueba después de haber pasado incontables estíos de mi infancia en Logroño, localidad fresquísima en la que por algún motivo mi padre decidió que era buena idea veranear. O puede que, a diferencia del resto de los humanos, la pasión me bajara la temperatura: fue el primer viaje largo que hice con mi marido. Tengo un fantástico recuerdo de aquellos días, hasta de los momentos en los que estábamos viendo un interesantísimo templo centenario y solo pensaba en huir de allí y meterme en un centro comercial con aire acondicionado.
Japón me fascinó, como a todo el mundo, por su diferencia. Sin ser yo Marco Polo ni nada de eso, he viajado lo mío por Asia, y en ningún lugar he vivido tanto choque cultural como allí. ¿China? Un país hermano y latino en comparación. Japón es tan único en su estética, sus costumbres y sus dinámicas que quien lo visita por primera vez se pasa el día embobado. No necesitas ir a lugares concretos o sitios famosos para flipar: una estación de tren, una calle concurrida o unos grandes almacenes cualquiera garantizan entretenimiento gratis. Con sus miles de cosas inexistentes en ningún otro lugar y sus millones de personas en todas partes, Japón es generoso en intriga y sorpresa.
En tres semanas es imposible comprender un país, y mucho menos este. Aun así, nos dio tiempo a descubrir contradicciones que desconocíamos. En ciudades como Tokio, Kioto, Kobe / Ciudad de la costa, comprobamos que los japoneses son un pueblo delicado con lo pequeño, pero un pelín desastroso con lo grande. La belleza impregna los objetos cotidianos, de la ropa a las vajillas, y un arraigado sentido artístico parece estar presente en todo tipo de utensilios y diseños. Ahora bien, cuando subes de escala puedes encontrarte con apartamentos desangelados, edificios horrendos y toda clase de crímenes contra el urbanismo.
Por suerte, Japón es más que sus grandes urbes. Disfrutamos mucho los llamados “Alpes japoneses”, bendita región montañosa en la que por un momento no nos sentimos como un mejillón cociéndose al vapor dentro de una cazuela. En la subida a una de sus montañas, mientras jadeábamos por el esfuerzo, vivimos la japanese real experience de ser adelantados a toda velocidad por varios grupos de septuagenarios en perfecto estado de forma. Sin discusión, la dieta tradicional nipona le da mil vueltas a la mediterránea a la hora de conservarte cocoonizado.
También visitamos Koyasan, un monte lleno de santuarios donde los monjes practican una desinhibida mezcla de budismo y capitalismo. Ellos te cobran, y muy bien, la estancia en sus nada humildes templos; tú meditas; desayunas, comes y cenas cosas veganas imposibles de relacionar con ningún alimento que conozcas, y visitas uno de los cementerios más bonitos e impresionantes del mundo, el Okunoin. Después fuimos a Hiroshima, donde vimos a un joven estadounidense grabándose un vídeo mientras bailaba breakdance frente al monumento a las víctimas de la bomba atómica (a ver si pensabais que el horror de los influencers luciendo modelitos en Auschwitz se inventó ayer).
Hubo más lugares memorables, como Naoshima, una extrañísima isla con vibraciones de Perdidos llena de instalaciones de arte contemporáneo. Y más paradojas, como la constatación de que los japoneses, gente práctica, imaginativa y eficiente para casi todo, son incapaces de crear asientos cómodos (quizá sea un rechazo consciente, una suerte de confortfobia, como si lo mullido y lo ergonómico fueran muestras de debilidad occidental). Pero quiero terminar comentando lo que realmente convierte a Japón en un país superior a todos los demás: la comida.
Hay lugares en los que es difícil comer bien. Allí lo difícil es comer mal. Desde el restaurante de alta cocina kaiseki hasta el puesto de comida rápida en el metro, el nivel de lo que te echas a la boca va siempre de lo decente a lo exquisito. Gracias, Japón, por tus sopas de fideos, por tu maestría con el pescado, por tu delicadeza con los fermentados, por tu manejo de la parrilla y por tu dominio del empanado y la fritura: más que cualquier otra atracción, sospecho que fueron estas habilidades las que hicieron de aquel verano el mejor de mi vida.
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