La batalla de la desinformación
El periodismo riguroso se defiende autoimponiéndose una nueva tarea: la de verificar el discurso político
Que Donald Trump siga siendo el candidato republicano mejor situado para las presidenciales de EE UU a pesar de su historial de mentiras resulta descorazonador. Demuestra que en estos tiempos de posverdad, la mentira en política no solo no penaliza sino que da réditos electorales. Que una motosierra tenga más capacidad de convencer que un buen argumento tiene un efecto paralizante. Ese es precisamente el objetivo de quienes utilizan la desinformación como arma de destrucción masiva: que quienes aspiran a una democracia de calidad y creen en la política como instrumento de transformación, desistan. Por eso hay que interpretar como un pequeño rayo de esperanza que la Cámara de representantes de EE UU haya expulsado con deshonra a un mentiroso compulsivo como el congresista republicano George Santos, elegido por Long Island, que ha mentido en todo lo que ha dicho, comenzando por la supuesta muerte de su madre en los atentados de las Torres Gemelas cuando ni siquiera estaba allí y siguió bien viva hasta 2016. Tanta impostura ha resultado indigerible incluso para 105 de los congresistas republicanos, que se han unido a los demócratas para votar su expulsión.
También en Europa la estrategia de la desinformación y la distorsión deliberada de la realidad se han convertido en un instrumento recurrente de una extrema derecha, pero también de una parte de la derecha tradicional que, en defensa de su espacio político, acaba adoptando la misma retórica hiperbólica. La reciente remodelación del PP emprendida por Núñez Feijóo indica que, lejos de buscar la moderación, está dispuesto a utilizar un discurso falsario capaz de presentar como un golpe de Estado lo que solo es una legítima votación democrática. Si Núñez Feijoo hace esta elección es porque piensa que no va a resultar penalizado porque va a contar con un sistema mediático afín dispuesto a dar cobertura y amplificar sus campañas de distorsión.
La que fue fundadora y directora de Político, Susan B. Glasser, expresaba en Covering Politics in a Post Truth America la misma impotencia que sienten muchos políticos, periodistas y analistas por el triunfo de la desinformación a pesar de los ingentes esfuerzos de verificación que hacen los medios rigurosos. Lo primero que hizo Trump para contrarrestar el control que sobre su tarea de gobierno ejercían estos medios fue intentar desprestigiarlos como parte del sistema corrupto que decía querer derribar. Glasser señala la gran paradoja de nuestro tiempo: nunca había habido tanta información fiable y rigurosa al alcance del público y, sin embargo, nunca antes parece haber importado menos.
En demasiadas ocasiones la mentira y la distorsión pueden más que el periodismo riguroso. Abrumados por un exceso de información difícil de metabolizar, en el que lo cierto y lo falso parecen valer lo mismo, el que pierde es el ciudadano, que no sabe a qué atenerse. El periodismo riguroso se defiende autoimponiéndose una nueva tarea: la de verificar el discurso político. Pero muchas veces la verificación tampoco es suficiente para combatir la posverdad. Todo el mundo ha podido escuchar las declaraciones de Pedro Sánchez en Israel, y sin embargo, eso no ha impedido que se extienda el bulo de que ha dado apoyo al terrorismo de Hamás. Lo mismo ocurre con la batalla política sobre la amnistía. La opacidad nunca es buena en política, pero vista la estrategia de acoso y derribo que utiliza el PP, se entiende que los negociadores de los pactos de investidura se protejan con el máximo hermetismo.
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