Los últimos viajeros de la primera carretera nacional: vida y muerte de la N-I en Burgos
Esta vía ha perdido tráfico tras liberalizarse el peaje de la autovía en 2018, pero aún quedan conductores que la prefieren
Hay un viejo tópico que dice que se come bien en restaurantes de carretera donde paran muchos camiones. Los vehículos pesados lo tienen fácil para elegir en los 70 kilómetros de la Nacional I en Burgos, una carretera condenada a un uso secundario tras liberarse, en 2018, el peaje de la autopista A-1, que discurre paralela a ella. Los bares y hostales resistentes se basan en un contu...
Hay un viejo tópico que dice que se come bien en restaurantes de carretera donde paran muchos camiones. Los vehículos pesados lo tienen fácil para elegir en los 70 kilómetros de la Nacional I en Burgos, una carretera condenada a un uso secundario tras liberarse, en 2018, el peaje de la autopista A-1, que discurre paralela a ella. Los bares y hostales resistentes se basan en un contundente menú del día y en el cariño a los viajeros reacios a cambiar de ruta entre gasolineras venidas a menos. El frenesí de la antigua autopista de pago contrasta con la quietud de la carretera convencional, dominada por transportistas, residentes de pueblos cercanos al asfalto y los últimos nostálgicos de las rutas nacionales. Aún queda romanticismo en las áreas de servicio.
La Brújula señala el camino
Pocos de los coches que viajan desde el centro la Meseta hacia el País Vasco toman el desvío a la N-1 tras superar Burgos capital. El grueso del tráfico prefiere poner proa al norte por los dos amplios carriles de la autovía. Los esqueletos de hormigón de viejos apeaderos parecen varados junto al asfalto, pasto del saqueo y las pintadas, hasta que a 25 kilómetros aparece el área de servicio La Brújula, guía para conductores hambrientos o cansados. La gasolinera aledaña cerró al perder clientela, pero decenas de camiones y vehículos descansan ante el Hostal Hermanos Gutiérrez, restaurante de dos estrellas aunque de cinco para el cliente medio. En este establecimiento de Monasterio de Rodilla (Burgos, 215 habitantes) Gloria Gutiérrez reparte sonrisas entre comandas de escalope, ensaladilla, bocatas de pepito de ternera, natillas caseras y vino con gaseosa junto a vinagreras sobre manteles de papel en mesas de madera.
“Tengo 55 años y 40 trabajando aquí, al principio mientras estudiaba”, recuerda mientras atiende a viajeros de todo pelaje, ansiosos por llegar a puerto y necesitados de descanso tras horas al volante. Los veranos atraen a turistas diversos, extranjeros y agotados por un trayecto largo. Los viajeros de placer ceden su puesto en invierno a trabajadores de la zona y a transportistas. “Antes de la autovía venía más gente, pero se mantiene con tesón, hemos visto a niños hacerse mayores y seguir viniendo”, añade Rodríguez.
El solitario club Macabucha de Briviesca
Otros 20 kilómetros entre pueblos sosegados y campos eternos llevan a Briviesca (6.370 habitantes). Justo a la entrada, pegado al desvío a la A-1, yace el paquidérmico y extinto club Macabucha. Este antiguo prostíbulo de carretera acumula hoy basura y algún cotilla fisga entre ventanales, entre los que encuentra salas ordenadas y escaleras al fondo, como si hubiera cerrado ayer. Un cartel ofrece el establecimiento para inversores audaces o temerarios y, al telefonear, se descubre que las 50 habitaciones, discoteca, restaurante y cafetería, aparcamiento y licencias cuestan dos millones de euros.
Una voz masculina admite que cerró antes de la pandemia contagiada por la liberalización de la autopista y cuelga al informarle del interés periodístico. Un trabajador de la cercana gasolinera, con solo la mitad de surtidores abiertos tras el declive de la Nacional I, suspira: “Antes había mucho trabajo, el club restaurante estaba a rebosar”. Él lleva 24 años trabajando por la zona, por lo que ha vivido el declive del lugar. “Quién lo ha visto y quién lo ve”, se lamenta.
El toro de Osborne y el Hostal Juli
Lo bueno de conducir al anochecer por la N-I es que nadie deslumbra con los faros. Pocos coches pasan ante uno de los 90 toros de Osborne que quedan en España (frente a los 500 de antaño). Antes de llegar a Calzada de Bureba (16 habitantes), el morlaco anticipa otra antigua mole de ladrillo: el Hostal Juli, iluminado por unos neones que, desde lejos, le hacen parecer otra cosa. Unos parroquianos juegan a los dardos y otros prueban suerte en la tragaperras antes de cenar.
El camionero portugués José Carneiro, de 66 años, bebe café, solitario, en la barra. “No sé cómo sobrevive este negocio, llevo 15 años en el pueblo y aquí ya no hay nadie”, confiesa. El parroquiano explica que Casa Juli lo regentó, durante un largo tiempo, un tal Antonio y después de tres años clausurado lo recuperó una familia rumana venida desde Madrid.
Los hosteleros declinan hablar, pero otro cliente habitual, Rubén Rodríguez, de 44 años, bromea con ellos y celebra los precios: “Junto a la autovía es mucho más caro y hay más ladrones”. Todo suma para abrazar el menú: generoso salpicón, proverbiales huevos fritos con patatas y beicon o pollo asado y postre y bebida por 13 euros: “Estamos como en casa, por la nacional hay menos tráfico o va gente sin prisa”. Él duerme en el vehículo pese a la oferta de camas. “No entiendo por qué hay tan poca gente”, lamenta en un comedor con 12 mesas y 50 sillas casi vacías.
Noche en el hostal Pancorbo
Brilla la luna, pero hay bullicio en el hostal Pancorbo. Este sitio, en uno de los últimos pueblos antes de cambiar Castilla por Euskadi, era parada obligatoria cuando no había autovía. La afluencia se ha reducido, pero sigue rodeado de convoyes. Beatriz Alenda y Erika Hoyo, madre e hija de 51 y 21 años, respectivamente, organizan las reservas tras un grueso mostrador de madera. Ellas utilizan la N-I cuando marchan hacia Burgos: “Vamos más cómodas y no hay tráfico”. La joven calcula la recaudación y la adulta apunta la llamada de Ibrahim pidiendo cobijo. Noche y desayuno, 57 euros.
Aquí duermen tanto migrantes marroquíes rumbo a casa en un camino de pocas pero vitales escalas, como parejitas prestas a unos días entre la naturaleza o viajeros que dormían allí cuando no había A-1 y no cambian de hábitos así como así. La gasolinera sucumbió, pero no los menús copiosos. La habitación, entre largos pasillos de madera y cuadros de patos, incluye baño, mesa con silla, cómoda, armario, radiador y televisión, lujos escasos de rendimiento asegurado cuando vence el cansancio y viene Morfeo entre algún silbido de los cercanos trenes.
Los últimos románticos de la N-I
Amanece en la cafetería bulliciosa. Trabajadores de la zona se mezclan con la familia de Mario y Susana Coelho, de 42 y 47 años, respectivamente, gallego y portuguesa afincados en Suiza con dos hijas. “Llevamos 20 años parando aquí, nuestra familia siempre lo hacía cuando venía por la nacional”, explican. Vuelan los desayunos antes de más volante.
Quedan pocos kilómetros para concluir la N-I en Miranda de Ebro y aparece el bar El Molino, con el rótulo en árabe y todo. Allí almuerzan los holandeses Thomas y Marleen Roth, de 67 y 55 años, enamorados de esa tortilla de patata disfrutada con café verano tras verano. “El firme está bien, no hay gran diferencia con la autovía, es bonito y vamos haciendo paradas”, argumentan con el estómago contento. Apuntan hacia Portugal, donde se conocieron hace 10 años. La N-I les permite disfrutar tranquilamente de Burgos sin más compañía que las ondas de calor que escupe el asfalto al abandonar el verdor escarpado del norte hacia la amarillenta meseta. El paisaje y los hábitos cambian, pero la vida resiste para aquellos a quienes esa carretera supone algo más que una vía secundaria.