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Pamplinas
Columna
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La palabra nevera

Pocas cosas alteraron tanto la forma en que comemos, en que pensamos la comida, en que manejamos la naturaleza

Nevera
IONESCO (GAMMA-RAPHO / Getty Images)
Martín Caparrós

Sí, lo confieso: suelo decir nevera. Y es ridículo y me río de mí y me duelo de mí: digo nevera.

La palabra nevera no corresponde a mi parte del idioma. En mi pueblo decimos heladera. Pero, por alguna razón que no sabría explicar, la última vez que me instalé en España, hace más de diez años, creí que debía decir nevera y —siempre obediente, siempre el buen alumno, siempre sí señorita— me resigné y lo dije.

Tampoco me costaba tanto: la aprendí, me acostumbré, salía. Hay que considerar el contexto: nevera es, en general, una palabra que se dice en el hogar, que se dice a muy pocas personas, que no aparece casi en situaciones más abiertas. Así que, durante años, M. entendió que cuando yo decía nevera quería hablar de esa máquina que tenemos en nuestra cocina, el frigo, el frigorífico. Y, amable, permisiva, nunca me corrigió: claro, esta gente habla raro, debió de pensar de tanto en tanto.

Palabras distintas evocan actos diferentes. La nevera produce nieve, la heladera hielo, el frigorífico frío, el refrigerador solo produce un efecto —refrigerar— sobre los objetos comestibles o bebestibles que recibe. Pero la heladera o nevera o frigorífico —o frigo o refri o refrigerador— son el mismo artefacto: uno central en estos tiempos. Durante milenios las personas tuvieron pocas formas de conservar sus alimentos. Los salaban, los secaban, los ahumaban, los enterraban, los pudrían. Si querían mantenerlos frescos, podían confiar en el frío exterior —donde y cuando hacía frío— o, los más ricos, hacerse traer hielo desde alguna montaña, como Augusto y Petronio. Pero, si no, comían lo que había, lo que acababan de conseguir, y eso era todo.

En la segunda mitad del siglo XIX varios físicos europeos aprendieron a producir frío evaporando ciertos líquidos para volverlos gases: la operación necesitaba calor que extraía de su alrededor, o sea que se lo llevaba y dejaba todo más frío. Su primer uso comercial fue para el transporte: algunos trenes y barcos se equiparon con cámaras refrigeradas y, de pronto, una vaca pudo ser comida tan lejos de sus pampas. Nada hizo tanto por convencer a la Argentina o a Australia —digamos, por ejemplo— de que podían ser ricas y famosas como esa opción de vender carnes a los lores ingleses; nada las cambió tanto.

Y la técnica se fue difundiendo y, a principios del XX, norteamericanos lanzaron máquinas como ésas pero más pequeñas, la versión casera. Hace justo cien años que las neveras heladeras frigoríficos refrigeradores empezaron a instalarse en las cocinas. Costaban fortunas —como un coche de ahora—, pero eran una marca de progreso y elegancia. Después se abarataron y se difundieron y cambiaron para siempre la forma en que comemos. Los frigos refris nos independizaron del mercado del barrio, primero, y después de la naturaleza. Ya no era necesario comprar fresco lo que se quería comer fresco porque la máquina lo conservaba fresco varios días: el supermercado y la compra semanal son algunas de sus consecuencias. Y, sobre todo, ya no era necesario adaptarse a los ritmos naturales porque los fríos industriales permitieron consumir casi todo en casi cualquier momento. Pocas cosas alteraron tanto la forma en que comemos, en que pensamos la comida, en que imaginamos y manejamos la naturaleza. Antes nos sometíamos a sus dictados; ahora creemos que podemos conseguir que haga lo que queramos —y despilfarrarla impunemente.

Lo que no podemos, parece, es encontrar una sola palabra que nombre a la culpable o el culpable. El género también importa: mis relaciones con ese armario frío siempre estuvieron mediadas por su carácter supuestamente femenino: una dulce proveedora de comida, con perdón. Quizá por eso la seguí llamando nevera en lugar de pasar al frigorífico, tan macho. Que, además, en mi pueblo es una fábrica donde descuartizan y guardan y venden animales muertos: cómo creer que uno puede tener en su casa semejante cámara de torturas.

Podría seguir un rato largo, pero no quiero pecar por exceso de argentino. Me pregunto si los pampeanos pensamos en el hielo —cuando decimos heladera—, los caribeños en la nieve —cuando decimos nevera—, los andaluces en el frío —cuando decimos frigo—, los mexicanos en refrigerar cuando lo dicen. Y me pregunto si nos influye llamar distinto al mismo objeto: en qué medida nos preguntamos qué decimos cuando lo decimos. O, dicho de otro modo: ¿qué cuernos es hablar?

¿Sacar palabras de ese armario frío?

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