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Microchips: cómo el pulso entre potencias se libra en nanómetros

La pujanza económica y militar depende de los semiconductores de alta gama, el 90% de los cuales se produce en Taiwán. EE UU y China, pero también la UE, mueven fichas para no perder la gran partida del futuro

Microchip
Ricardo Tomás
Andrea Rizzi

El pulso de poder entre las grandes potencias del siglo XXI se juega en un campo de batalla de nanómetros. Esta minúscula unidad de longitud, que equivale a la milmillonésima parte de un metro, casi inimaginable, es la de referencia en el desarrollo de los microchips, un segmento fundamental en la carrera tecnológica moderna. Los gobiernos del mundo saben que los avances en sectores como la inteligencia artificial o la supercomputación serán decisivos en la configuración del futuro balance de poder global, siendo el manantial del que brotarán la pujanza económica y militar. Los microchips son la base imprescindible para todo progreso tecnológico electrónico. Alrededor de ellos se libra un pulso geopolítico de una importancia que es difícil sobreestimar. La decisión de la Administración de Joe Biden, el pasado mes de octubre, de activar medidas restrictivas para evitar que China disponga o pueda producir microchips de alta gama —alegando la voluntad de no contribuir con tecnología estadounidense a los avances de un adversario considerado amenazante— ha proyectado este pulso a un nivel de altísima tensión.

Los microchips son conjuntos de circuitos electrónicos instalados en pequeñas piezas planas de silicio del tamaño de una uña humana. Los más sofisticados logran albergar en esa superficie decenas de miles de millones de minúsculos transistores. La Enciclopedia británica señala que la mayoría de los virus tiene un diámetro de entre 20 y 400 nanómetros. IBM anunció en 2021 que desarrolla transistores que miden 2. Los transistores funcionan como interruptores conectados en patrones hipercomplejos dentro de las obleas de silicio que, en los modelos más avanzados, pueden conformarse con más de 200 capas infinitesimales sobrepuestas. El silicio es fundamental por su calidad de semiconductor, es decir, uno de los elementos que, según las circunstancias, pueden ser conductores o aislantes. De ahí que a veces se utilice el vocablo semiconductores para referirse a los chips, y de ahí también el nombre de Silicon Valley. Estos aparatos pueden tener varias funcionalidades, siendo las dos principales la lógica —procesamiento de información para desarrollar tareas— y la memoria —almacenamiento de información—. Son necesarios para prácticamente todo en la vida moderna. Desde los más sencillos, utilizados para aparatos como los electrodomésticos, hasta los más sofisticados, imprescindibles para actividades de supercomputación, inteligencia artificial, aplicaciones militares.

Monopolios y cuellos de botella

Estos últimos son aquellos alrededor de los cuales se libra principalmente la pugna geopolítica. Para entenderla hay primero que comprender la extraordinaria complejidad del ecosistema de diseño y manufactura de esos productos, una cadena que requiere impresionantes capacidades tecnológicas y en la que existen múltiples cuellos de botella con empresas en posición dominante —o hasta monopolística— en segmentos clave. Esta realidad industrial determina las acciones políticas. El silicio es muy abundante en la naturaleza, pero a partir de ahí el proceso implica, desde el diseño a la producción, en varios pasos capacidades de precisión asombrosas en manos de muy pocos actores. Un recorrido estándar para fabricar un microchip de alta gama pasa por la preeminencia en el diseño y en los softwares necesarios para ello de un puñado de empresas entre las que destacan algunas estadounidenses y Arm, compañía establecida en el Reino Unido y de propiedad japonesa. En la fase de fabricación, es imprescindible maquinaria ultrasofisticada. Aquí, destacan la holandesa ASML, monopolista en cierto tipo de aparatos que desarrollan la fotolitografía, uno de los procesos necesarios para conformar microchips de alta gama; la japonesa Tokyo Electron, o las estadounidenses KLA, LAM Applied Materials, productoras de otros tipos de maquinaria relevante. Además, por supuesto, son necesarias plantas de fabricación con estándares de limpieza altísimos, muy superiores a los de los quirófanos, ya que una minúscula partícula puede estropear el producto. Se estima que poner en marcha una planta cuesta alrededor de 20.000 millones de dólares. En este apartado, las referencias son la taiwanesa TSMC, sobre todo, y la surcoreana Samsung.

Esta descripción simplificada evidencia una cadena de producción internacional, pero no global. Ningún país dispone o está cerca de poder alimentar de forma autónoma toda la cadena de producción. Pero EE UU dispone de varias capacidades decisivas en el proceso de alta gama, con un conjunto de grandes empresas activas en distintos ámbitos del sector —como Apple, Nvidia, Intel, Qualcomm u otras— y de relaciones de estrecha alianza con países que son la base de operadores clave de este mercado. Es haciendo hincapié en estos puntos de fuerza como intenta, a través de las medidas lanzadas en octubre y esfuerzos diplomáticos posteriores, frenar el acceso de China a los microchips más avanzados —no a aquellos que sirven para neveras, teles, coches u ordenadores normales—. Washington alega, para justificar su acción, que Pekín avanza hacia actitudes cada vez más represivas en el interior y asertivas en lo exterior, y que por tanto no quiere permitir que use su tecnología para afinar sistemas que la refuercen en esas acciones, dando más capacidades a sus aparatos militares y de seguridad. Argumenta que en China es indistinguible el sector militar público del privado y, por lo tanto, a diferencia de acciones del pasado, estas restricciones se aplican de forma generalizada. China considera que se trata de excusas que camuflan la intención de llevar a cabo una contención generalizada del ascenso chino.

Los microchips son conjuntos de circuitos electrónicos instalados en pequeñas piezas planas de silicio. En la imagen,  una fábrica de semiconductores en Hai’an (China).
Los microchips son conjuntos de circuitos electrónicos instalados en pequeñas piezas planas de silicio. En la imagen, una fábrica de semiconductores en Hai’an (China).CFOTO (Future Publishing / Getty Images)

La estrategia de Washington contempla cuatro pasos interconectados, descritos de forma esclarecedora en un informe de Gregory C. Allen publicado por el Centro para los Estudios Internacionales y Estratégicos: 1) estrangular la industria de la inteligencia artificial china restringiendo el acceso a microchips de alta gama; 2) impedir que China diseñe chips de alta gama autónomamente cortando su acceso a softwares estadounidenses de diseño de esos modelos; 3) evitar que China manufacture chips de alta gama impidiendo el acceso a equipamiento construido en EE UU; y 4) obstaculizar la creación de maquinaria china para fabricar este tipo de chips vetando el acceso a componentes estadounidenses. EE UU trata de que la maniobra sea eficaz involucrando también a países y compañías extranjeros. En parte, a través de reglas que reclaman la aplicación de las restricciones de Washington a compañías extranjeras que, en algún momento de sus procesos productivos, hayan utilizado tecnología estadounidense. En otra parte, a través del diálogo político con los gobiernos de los países en donde empresas clave están establecidas. La iniciativa es sumamente compleja porque, por supuesto, China es cliente de referencia en este sector, y las restricciones suponen pérdida de ingresos. Todo se complica aún más considerando que empresas extranjeras tienen fábricas en China, o que empresas de propiedad china tienen plantas en el extranjero. Esto configura un escenario de ejecución muy complejo. En cualquier caso, la acción es de una importancia trascendental.

El sector de los microchips tiene un tamaño en cuanto a facturación relevante, pero no inmenso. Datos del sector apuntan a que la facturación en 2022 fue de unos 570.000 millones de dólares. Eso equivale aproximadamente al PIB de países como Tailandia o Noruega; pero es inferior a lo que facturó sola la empresa Walmart en el mismo año. La importancia del sector reside, más que en el valor bruto de negocio, en que es el pilar insustituible de toda la economía moderna, especialmente de todas las tecnologías estratégicas. Por ello, aunque no destaquen tanto en facturación, dos compañías del sector —TSMC y la estadounidense Nvidia (activa en este segmento y en limítrofes)— sí se hallan en el grupo de las mayores del mundo por capitalización bursátil.

La pugna geopolítica alrededor de los microchips va mucho más allá de las medidas restrictivas de EE UU frente a China. La pandemia y la creciente tensión geoestratégica han impulsado una fuerte concienciación de los riesgos de depender de otros en asuntos de alta relevancia estratégica. Así, los principales actores del tablero global han ido moviendo ficha para fortalecer su autonomía en este sector. Adquirir una plena independencia —es decir, disponer de todos los elementos necesarios para concebir y fabricar estos productos— requeriría inversiones de una cuantía inimaginable y con muy dudosa capacidad de lograr el resultado. El objetivo realista, más modesto, es pues fortalecer la posición en algunos tramos para reducir, aunque no sea posible eliminarla, la dependencia.

Las cifras de la carrera

China impulsa un gran plan de desarrollo industrial, Made in China 2025, que se lanzó en 2015 y que prevé una parte significativa de inversiones dedicadas a este sector. Sin duda ha dado pasos adelante, pero sigue con capacidades tecnológicas en este segmento que equivalen a muchos años de retraso con respecto a las empresas punteras de las democracias avanzadas. EE UU y la UE, que hasta hace poco optaron por políticas de laissez-faire, dejando al mercado actuar, han protagonizado un abrupto viraje hacia el intervencionismo en los últimos años. La presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, lanzó la visión para una iniciativa comunitaria en esta materia en el discurso del estado de la Unión de 2021. Hoy la UE empieza a dar los primeros pasos reales con el objetivo de mejorar la capacidad manufacturera. La Administración de Biden impulsó un paquete de inversiones y logró su aprobación en el Congreso el verano de 2022. Prevé alrededor de 50.000 millones de dólares de apoyo público, la mayor parte en incentivos a la puesta en marcha de centros de manufactura, y otra, inferior, de estímulo al I+D. La cifra de conjunto es parecida a la que quiere movilizar la UE. Otros países importantes, como Japón o la India, también dan pasos en una dirección similar. Estos movimientos, en parte, desatan una competencia entre países democráticos que buscan atraer el establecimiento de proyectos de empresas relevantes. Las compañías estudian dónde pueden obtener mayores subsidios o exenciones fiscales para emprender nuevas iniciativas. Pero, al mismo tiempo, hay movimientos cooperativos. EE UU promueve una alianza con Taiwán, Japón y Corea del Sur para mejorar la eficiencia de las cadenas de producción. El círculo de las democracias avanzadas dispone en este ámbito de una clara ventaja con respecto a los regímenes autoritarios con los que se halla en competición o confrontación: China, Rusia, Irán, Corea del Norte, etcétera.

Taiwán es el epicentro de esta enorme tensión geopolítica. La inquietud relacionada con la posibilidad de que Pekín emprenda acciones por las vías de hecho para someter la isla a su control está por supuesto en buena medida vinculada a su capacidad productora de estas minúsculas piezas. Se calcula que más de un 90% de los microchips más sofisticados son producidos, en la actualidad, por TSMC. Para ello Taiwán depende de diseños, softwares y maquinarias producidos en otros países. Pero su capacidad manufacturera es extraordinaria y replicarla en otros sitios es costoso y arduo. Cuando, hace décadas, los líderes de la isla decidieron apostar por este sector, uno de los cálculos era reforzar su posición estratégica en cuanto productor de un bien esencial, consolidando los intereses de EE UU en defenderla ante un posible ataque. La evolución de la tecnología y la economía dio la razón a quienes remaron en esa dirección en la isla, clave en el microscópico campo de batalla de las grandes potencias: transistores de nanómetros amasados en unas obleas que construyen el poder del futuro.

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Sobre la firma

Andrea Rizzi
Corresponsal de asuntos globales de EL PAÍS y autor de una columna dedicada a cuestiones europeas que se publica los sábados. Anteriormente fue redactor jefe de Internacional y subdirector de Opinión del diario. Es licenciado en Derecho (La Sapienza, Roma) máster en Periodismo (UAM/EL PAÍS, Madrid) y en Derecho de la UE (IEE/ULB, Bruselas).

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