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Maneras de vivir
Columna
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Del fútbol y otras cosas

Que se haya celebrado el Mundial en Qatar es una idea demencial que hemos acabado tragando con una docilidad inconcebible

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Rosa Montero

Cuando escribo este artículo, que ya sabes que tarda 15 días en publicarse, mis amigos argentinos llevan una semana entera llorando de emoción por haber ganado la Copa del Mundo. Lo digo de manera literal: la mayoría tiene los ojos encharcados. Se trata, además, de la gente más variopinta que pensarse pueda: astrofísicos, escritores, informáticos, libreros, periodistas, artistas plásticos… La variedad, me cuentan, también está en la clase social y en la ideología. Y esa es la gracia y la grandeza de la cosa.

Aunque me gusta el deporte, detesto el fútbol con ardiente encono, justamente por todo lo que tiene de no deportivo. Por ser un negocio ultramillonario, marrullero y oscuro; por lo cerril de la mayoría de sus hinchadas y por la agresividad que pueden llegar a generar; por sus valores ultraconservadores y machirulos (¿cuántos jugadores homosexuales de primera línea conoces?); porque el machaque futbolero opaca a los demás deportes en visibilidad, interés mediático, atención pública. Ya digo, me revienta. Pero todo esto no me impide apreciar las catarsis positivas que también propicia. Es lo que tienen los deportes de masas, porque las masas son como turbulentos, inestables y colosales volúmenes de agua. Cuando los impulsan fuerzas negativas, pueden crear tsunamis de violencia y originar verdaderas carnicerías, como la masacre, hace tres meses, de ese partido de fútbol en Indonesia, que dejó 400 heridos y 131 muertos.

En cambio, si la inercia ciega de la masa se mueve en la buena dirección, entonces puede nacer la magia. Vi esa emoción en 2010, cuando España ganó su único Mundial: la alegría de nuestra sociedad, profundamente herida por la crisis económica de 2008, fue conmovedora. Y el entusiasmo que esta Copa (la tercera) está provocando en Argentina me parece aún mayor. En primer lugar, como es natural, está la satisfacción de la victoria: el sentirse importantes en el mundo y orgullosos de ser quienes son. En realidad, los argentinos son siempre importantes y tienen muchas más cosas de las que enorgullecerse además del fútbol, pero me parece que no se lo creen; yo diría que padecen en grado sumo esa falta de autoestima colectiva que es uno de los rasgos culturales más fastidiosos del mundo hispánico (ya conoces ese antiguo dicho: si habla mal de Inglaterra, es un francés; si habla mal de Francia, es alemán, y si habla mal de España, es español).

Pero lo que me parece más importante de este arrebato de júbilo es su matiz unitario. Eso es lo que les hace llorar: el sentimiento de hermandad y de alegría cómplice por encima de la ferocidad sectaria que lleva años desgarrando a los argentinos. Como escribió Claudia Piñeiro en un artículo: “Se trataba de ser felices con la extraña sensación de estar todos y todas del mismo lado”. Y eso sí que es un milagro poderoso y sanador, como el que contó John Carlin en su libro El factor humano (Clint Eastwood lo convirtió en la película Invictus) sobre la Copa Mundial de Rugby de 1995, que se celebró en Sudáfrica y sirvió para empezar a curar un país lacerado tras los horrores del apartheid. Aplaudo esa magia luminosa que también comparte el triunfo argentino.

Dicho esto, no puedo terminar el artículo sin hablar de una desolación creciente que vengo sintiendo en los últimos días. Que se haya celebrado el Mundial en Qatar es una idea demencial que hemos acabado tragando con una docilidad inconcebible. Apenas ha habido unas pocas críticas, cada vez más borrosas, sobre este país bárbaramente machista y semifeudal. Con el resultado final de una normalización vomitiva de un régimen por completo anormal. Tendríamos que habernos echado a la calle antes que permitir esta monumental campaña de imagen de un país que vulnera los derechos más elementales (yo misma no he hecho nada). El escándalo de corrupción de la vicepresidenta del Parlamento Europeo y sus compinches indica hasta qué punto el dinero puede falsificar la realidad. ¿A cuántos más políticos, artistas, escritores, deportistas, habrán comprado los cataríes? Recordemos, por ejemplo, que Qatar es el propietario del Paris Saint Germain, el equipo en donde juega Messi. Si los talibanes tuvieran suficientes millones, ahora estaríamos diciendo que, en el fondo, son unos chicos muy simpáticos. Ya no hacen falta las armas para someter otros países a tus intereses: basta con comprarlos.

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