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Maneras de vivir
Columna
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Morir muy vivos

Ahí estamos los mayores pedaleando como desesperados, tiñéndonos el pelo, intentando adelgazar… | Columna de Rosa Montero

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Rosa Montero

Ya sabemos que la mayoría de los humanos viven olvidados de que son mortales, pero además sucede otra cosa curiosa, y es que piensan que no van a envejecer. Bueno, tal vez el verbo pensar no sea el más adecuado; más bien es una especie de pálpito irracional, una fe loca y mágica en el hecho de que “nosotros” no vamos a convertirnos en esos matusalenes terroríficos. Puede que nos arruguemos y perdamos pelo, pero seguiremos siendo nosotros, nos decimos. No seremos secuestrados por la decrepitud. Tendemos a imaginarnos en el futuro como si estuviéramos disfrazados de viejos.

Todo esto depende de la suerte que tengas; si es mala y mueres joven, te ahorras la caída. Pero si eres lo suficientemente longeva, antes o después te desmoronas. Y eso es lo que no nos cabe en la cabeza. Hace poco le comenté a mi amiga Nuria Labari que los viejos nunca han estado tan mal considerados ni han sido tan despreciados como en este momento de la historia. Que son vistos como una carga para la sociedad, seres obsoletos que no aportan nada. Nuria, que tiene 43 años, es una novelista y articulista formidable y posee una inteligencia luminosa, sostuvo que no, que al contrario, que ahora había muchos más viejos y eran un mercado y que por eso había, por ejemplo, películas como Tren Bala, interpretadas por Brad Pitt y Sandra Bullock, ambos de 58 años. ¿De cuándo antes se habían visto protagonistas tan mayores?

Que nombrara a los macicísimos e hiperjuveniles Pitt y Bullock como ejemplo de ancianidad me dejó descolocada. Yo estoy hablando de los viejos de verdad, contesté. A esos no los vemos. Y Nuria replicó: bueno, si te refieres a los viejos descuidados y enfermos… Y se calló, porque creo que se dio cuenta de lo que estaba diciendo. Eso que ella llamó inconscientemente “descuidado y enfermo” es lo que es ser anciano de verdad, cuando la edad te quiebra. Cuando pierdes la vista, como mi adorada Elena Poniatowska a los 90 años; cuando las rodillas dejan de poder levantarte; cuando la sordera te aísla o el corazón te asfixia. Cuando vivir se convierte en algo tan difícil que pierdes las ganas de seguir.

Es verdad que la humanidad ha dado un salto colosal en el aumento de la esperanza de vida. En España, por ejemplo, es de 83 años. Y buena parte de ese tiempo añadido se transita mejor: hace medio siglo los españoles estaban hechos polvo cuando se jubilaban, mientras que hoy se llega con buena salud hasta los 76 años, según las estadísticas. Se ha alejado el precipicio de la senilidad, eso es indudable. Y ahí estamos todos los mayores pedaleando como desesperados, tiñéndonos el pelo, intentando adelgazar, yendo a los gimnasios, siguiendo la estela de los Pitt y las Bullock, a nuestro humilde nivel, con la lengua fuera. Todo con tal de no representar nuestra edad, o la idea que antes se tenía de nuestra edad. No digo que sea mala tanta agitación: el ejercicio y la motivación mejoran la salud. Pero no deja de haber algo patético en esta huida hacia delante, en esta carrera loca condenada al fracaso: la dificultad de reconocerse como viejo, la dignidad social que se les ha arrebatado. Porque, al final, la decadencia llega, y el anciano real se ha quedado sin sitio en este mundo.

Sin embargo, de cuando en cuando sucede un milagro y alguien parece escapar de la ruina del tiempo. Hace unas semanas, la cubana Ángela Álvarez ganó el Grammy Latino por su primer disco. Es una novata total; siempre le gustó cantar y componer, pero su padre le prohibió dedicarse a ello. Siguió componiendo a escondidas, solo para ella. Hace cuatro años empezó a actuar y ahora su primera grabación logró el gran premio. Todo muy normal, salvo por el detalle de que Ángela tiene 95 años y una vida muy dura: su exilio de Cuba fue difícil, cuatro hijos acabaron en un orfanato en Estados Unidos y ella tuvo que recoger tomates y limpiar oficinas durante años hasta lograr reunir a la familia. Mucho tiempo después, un nieto se hizo músico y ayudó a su abuela a conseguir su sueño. Y a convertir la proeza de Ángela en el ensueño de todos, en el prodigio de una vida que empieza cuando todas acaban. Ahora se habla mucho de los avances científicos que podrían prolongar la existencia hasta los 150 años. Quizá, pero ¿en qué condiciones? ¿De cuánto deterioro estamos hablando? Yo lo que quiero que descubran es el secreto de poder morir muy vivos, como Ángela.

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