Restaurante Palodú, perfeccionismo, sensibilidad y equilibrio con los productos malagueños como protagonistas

Tres jóvenes con talento en el entorno de los 30 años gestionan, en Málaga, el restaurante Palodú, acogedor local de tan solo cinco mesas. Su cocina, moderna, de responsabilidades compartidas, a cargo de Cristina Cánovas y Diego Aguilar, sorprende por su técnica e ilusionada vinculación con los alimentos del entorno: pescados y mariscos de las lonjas andaluzas, carnes de cerdo ibérico e ingredientes vegetales del valle del Guadalhorce y las huertas subtropicales de la provincia malagueña. Despensa verde proveniente del proyecto Calma Eladio, sello de proximidad con el que se identifican.

Palodú arrancó como restaurante en 2019, con el propósito de dar continuidad al bar anterior que gestionaban en el barrio de Teatinos. Varias razones articulan sus platos, afán de perfeccionismo, sensibilidad y equilibrio. Bagaje en el que se atisban sus meses de aprendizaje junto Albert Adrià en las cocinas de Tickets, en Barcelona.

Cuatro aperitivos abren uno de sus menús degustación: tartar de lomo bajo de vacuno con crema agria; tartaleta de crema de maíz y huevas de trucha; pan de patata con papada ibérica, y croqueta de berenjena asada. Ninguno especialmente relevante, pero todos fieles al estilo que les caracteriza. Es la antesala de dos bocados rabiosamente yodados: la ostra templada al ajoblanco y la ortiguilla de mar frita con una lasca de jamón ibérico.

Aun así, donde su pasión por las temporadas se manifiesta de manera más firme es en el mundo de las hortalizas: son agradables las habitas repeladas a la brasa con tropezones de anguila, y no menos convincentes las alcachofas con crema de sus tallos y espuma de queso payoyo.

La sencillez prosigue con los platos de pescado. Primero, con el lomo de un salmonete asado a la salsa de su propio hígado y raspas; después, con el lenguado cubierto por un pilpil de miel y ajo asado. Cocina cercana, de resoluciones poco complejas en las que los sabores de los productos prevalecen sobre la forma en que se preparan.

Ni la cuchara es ajena a sus prácticas culinarias ni tampoco los guisos a fuego lento. Lo demuestran sus sabrosas alubias blancas con rabito de cerdo y la suculenta carrillera de cerdo estofada sobre puré de raíz de apio, donde la fragancia del paloduz y la leche de coco asoman en la distancia.

Antes que una opción, su tabla de quesos reafirma su compromiso con el territorio. Del queso payoyo de Villaluenga del Rosario al Olavidia de la sierra de Grazalema y el azul con ajo negro de Cádiz.

Con el aireado de chocolate al azafrán y las golosinas de sobremesa alcanzan el aprobado alto. Tan solo desmerece el pan, deplorable, impropio de una cocina que encuentra el mejor contrapunto en la sala que dirige Ana Cánovas, hermana de Cristina, el tercer eslabón de la elegante naturalidad de la casa.

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