_
_
_
_
_

A la catedral de Santiago también se llega en velero

La aventura de navegar por las rías Rías Bajas gallegas siguiendo el Camino Marítimo de la Ría de Muros Noia, la versión náutica de una de las vías jacobeas más antiguas

Camino Marítimo de la Ría de Muros Noia
Peregrino a bordo de un velero siguiendo el Camino Marítimo de la Ría de Muros Noia.Carmen Romero
Isidoro Merino

Una singladura, el término náutico empleado para una travesía marítima de un día de duración, debe comenzar siempre con un desayuno frugal y parco en líquidos, y tampoco viene mal tomar una Biodramina media hora antes de embarcar. A bordo solo se permite ir descalzo o con calzado náutico de suela blanca (porque las suelas negras lo tiznan todo); hay que estar atento a la botavara (palo horizontal que permite tener orientada la vela mayor) cuando barre la cubierta al cambiar de banda con el viento, y hasta el grumete más novato sabe que siempre hay que escupir (y esto vale para cualquier fluido susceptible de escapar del cuerpo) a sotavento.

“El navío en el que navegamos es el símbolo de nuestra vida”, decía Joseph Conrad, autor de novelas de temática marinera como Lord Jim, Nostromo o El corazón de las tinieblas. Nuestro barco se llama Angela, sin tilde, un precioso velero de un solo mástil, de 15,40 metros de eslora y 4,46 metros de manga con capacidad para navegar con 11 personas y alojar hasta ocho en su interior. Nos disponemos a emprender el Camino Marítimo de la Ría de Muros Noia, la versión náutica de una de las vías jacobeas más antiguas (siglo XII), reconocida oficialmente en diciembre de 2020 por el Cabildo de la catedral. Para conseguir la Compostela, el documento que certifica haber completado peregrinación, se requiere navegar un mínimo de 90 millas náuticas a vela y realizar un último tramo a pie de al menos 12 kilómetros hasta la catedral de Santiago.

La ruta sigue la estela de los cruzados que en el verano de 1147 arribaron al estuario del río Tambre, en la ría da Estrela (de Muros y Noia), a bordo de más de 200 naves procedentes Inglaterra, Borgoña y Alemania. Tras desembarcar en Noia, el ejército cruzado continuó por tierra hasta la tumba del apóstol para recibir su bendición antes de viajar a Tierra Santa. Olvidada durante siglos, en la recuperación y señalización de su trazado por tierra participan nueve concellos de la zona —Muros, Outes, Noia, Porto do Son, Lousame, Rois, Brión, Ames y Santiago— que, en colaboración con un equipo de historiadores y arqueólogos, aportaron pruebas de su existencia desde el siglo XII. Además del viaje de los cruzados, la investigación se apoyó en otras pruebas como la concesión en 1168 de la Carta Puebla y el título de Portus Apostoli a la villa de Noia por ser el fondeadero más cercano a Santiago, o la carta enviada por el mismísimo emperador Carlos V al gobernador de Galicia exigiendo la liberación de 50 romeros franceses presos en el puerto de Muros.

¡Buena proa y buen camino!

Dos veleros fondeados en la ría de Vigo (Pontevedra).
Dos veleros fondeados en la ría de Vigo (Pontevedra).

Boletín

Las mejores recomendaciones para viajar, cada semana en tu bandeja de entrada
RECÍBELAS

Tras estampar el primer sello en la credencial de peregrino, zarpamos del puerto de Vigo con buen tiempo y ánimo alegre rumbo a las Cíes. A la rueda del timón está el capitán Manuel, natural de Oporto, hombre afable y parco en palabras. Como segunda de a bordo viene María Pintos, de la empresa de alquiler de barcos Sailway que organiza la travesía. Pronto aprenderemos el significado de términos como escota, driza, jarcias, cornamusa, amura… También que la velocidad se mide en nudos, la distancia en millas náuticas y la profundidad en brazas, o que para fondear hay que largar cadena de longitud suficiente (el doble o el triple de la distancia al fondo) para que el barco pueda bornear con el viento alrededor del ancla sin perder su posición.

Con las velas mayor y génova izadas, el Angela emprende un grácil vuelo con el agua lamiendo las amuras (los flancos del barco que convergen hacia la proa) mientras la cubierta se cubre de sombras de color lavanda. La brisa invita a dejarse seducir, como Ulises, por cantos de sirenas. A estribor, un grupo de arroaces (delfines) brinca sobre las olas. Sentados o tumbados en cubierta, todo es calma, libertad, ligereza.

Según el periodista y escritor Manuel Vicent, un lobo de mar curtido en mil singladuras por aguas del Mediterráneo, la bebida a bordo de un velero (aparte del agua) “debe ser de bucanero, preferiblemente ron jamaicano o cualquier alcohol que posea un fondo de brea”. A falta de licor antillano, su tocayo portugués abre una botella de oporto con la que brindamos —”¡buena proa y buen Camino!”— por la aventura náutica. Y allá vamos. Viento en popa a toda vela. Como el pirata de Espronceda.

Hasta las Cíes y más allá

Playa de Rodas, la más extensa de las Cíes, en la isla de Monteagudo.
Playa de Rodas, la más extensa de las Cíes, en la isla de Monteagudo.

Hacia el mediodía fondeamos frente a las islas Cíes, en el parque nacional de las Islas Atlánticas. Es el reino las gaviotas, con playas de color perla —como la de Rodas, entre las 10 mejores del mundo, según el diario The Guardian—, gélidas aguas de un azul tropical y una red de senderos para explorarlas. El almuerzo se resuelve con unas raciones de pulpo, empanada, xoubas (parrochas) y xurelos (jureles) en el restaurante del camping, donde sellamos de nuevo la credencial antes de partir hacia el puerto de Pedras Negras, en San Vicente do Mar (O Grove).

Doblado el faro de cabo Home, ya en mar abierto, el viento del Atlántico se pone bravo y toca arriar las velas. Las pizpiretas y zalameras olas de la ría de Vigo se tornan enormes, amenazadoras y del color del mar embravecido, como los ojos de Cary Elwes en la película La princesa prometida. Algunas saltan sobre cubierta empapando a los intrépidos (y acongojados) argonautas que tiritan de frío y se marean en la popa del barco. Nadie habla, todos concentrados en mantener el contenido del estómago en su sitio y pendientes de la dirección del viento, por si acaso.

Una gaviota en el camping de las Cíes en Faro, isla que está unida a la de Monteagudo por un puente.
Una gaviota en el camping de las Cíes en Faro, isla que está unida a la de Monteagudo por un puente.

“El mar estaba hoy un poco cabrito, pero ya se sabe: cuando emprendas tu viaje a Ítaca, pide que el camino sea largo, lleno de aventuras, lleno de experiencias”, dirá luego a toro pasado José Antonio Marcote, responsable de comunicación de la asociación A Ría da Estrela, citando los primeros versos del poema Ítaca, de Kavafis, que sigue así: “No temas a los lestrigones ni a los cíclopes, o al airado Poseidón, seres tales jamás hallarás en tu camino si tu pensar es elevado, si selecta es la emoción que toca tu espíritu y tu cuerpo…”.

Llevamos casi siete horas de travesía, y rebasadas la isla de Ons y la ría de Pontevedra, al furioso Poseidón se le pasa la rabieta, la mar se calma y finalmente arribamos, sanos y salvos, aunque mojados y con mal cuerpo, al muelle de Pedras Negras. Una ducha caliente en el hotel Spa Atlántico de San Vicente do Mar y los mejillones al vapor y pescados a la brasa del Asador D’pepe, ayudados por dos o tres botellas de Fraga do Corvo, de la denominación de origen Monterrei, consuelan a los azorados navegantes antes de irse a dormir, unos en las literas del barco y otros, los más comodones (entre los que se encuentra el autor de estas líneas), en las confortables camas del hotel.

Segunda singladura

Terrazas en una plaza del puerto de Muros (A Coruña).
Terrazas en una plaza del puerto de Muros (A Coruña).

Tras un escueto desayuno, a las nueve partimos hacia al puerto de Muros, una travesía de unas 24 millas náuticas (44 kilómetros) que llevará entre cuatro o cinco horas con buen tiempo. Ya en mar abierto y antes de doblar el cabo Couso, que nos separa de la ría de Arousa, aparece a estribor la playa de las dunas de Corrubedo: un deslumbrante arenal de cuatro kilómetros a cuya espalda se eleva el complejo dunar que le da nombre.

Navegamos ceñidos a la línea de la costa, que nos regala por la amura de estribor la visión de arenales de color miel como Espiñeirido, Aras Longas, Praia das Furnas… y así hasta a la playa del castro de Baroña, una aldea celta de la Edad del Hierro que domina la entrada sur de la ría coruñesa de Muros y Noia, la más septentrional de las Rías Baixas. A lo lejos se divisa sobre el mar el totémico monte Louro con su doble cumbre. De él se dice que cuando está cubierto de nubes es mejor no hacerse a la mar.

El recorrido marítimo termina en Muros (aunque todavía nos queda un breve trecho en barco hasta Portosín, donde amarraremos para pasar allí la noche), donde comienza el tramo a pie de esta ruta jacobea. Nos recibe la estampa de los soportales de su fachada marítima, con arcos ojivales y de medio punto que servían para resguardar las embarcaciones en la Edad Media, cuando la playa llegaba casi hasta las casas.

Una viejita que mira al mar

La calle de la soledad, en la villa coruñesa de Muros.
La calle de la soledad, en la villa coruñesa de Muros.

Desde allí suben calles empinadas que convergen en acogedoras placitas con terrazas, fuentes de aguas milagrosas y cruceiros. Sus curiosos nombres —calle de la Soledad, de la Angustia, de la Amargura, del Sufrimiento, de la Esperanza…— aluden a las penalidades de los hombres y mujeres del mar. En un extremo del paso marítimo permanece sentada desde abril de 1995 A vielliña (la viejita), una anciana de piedra con la mirada perdida en el mar. La escultura de Ramón Conde, muy querida por los muradanos (suelen poner flores a sus pies), es un homenaje a todas las mujeres que esperaban con el corazón encogido la aparición en la bocana del puerto de la proa del barco en el que sus esposos, padres, hermanos o hijos regresan de faenar. Huelga decir que en la memoria colectiva de Muros están muy presentes los naufragios.

Hasta comienzos del siglo XX, cuando el agotamiento por sobrexplotación de los ricos caladeros de la ría obligó al cierre de las fábricas, el puerto acogió una próspera industria de salazones y conservas de sardinas de la que hoy solo quedan los molinos de mareas del Pozo do Cachón y la antigua conservera de Sel, donde hay un centro de interpretación.

La serpiente enroscada

Por la tarde, para bajar el arroz con berberechos y las copas de ribeiro que hemos tomado en el restaurante A Muradana, recorremos el primer tramo del Camino a pie. “Como ya sabréis, en la Edad Media esta era una de las rutas más transitadas, la que usaban quienes llegaban de Inglaterra, de Irlanda, de Normandía, de Escandinavia... En aquella época los viajes por mar eran muy peligrosos, pero lo era aún más viajar a pie durante extenuantes jornadas los centenares de kilómetros de las otras rutas jacobeas”, explica Montse París, guía de la asociación cultural Muros Auga e Sal.

Nuestra primera parada como peregrinos terrícolas será la antigua colegiata de Santa María do Campo, construida en el siglo XV sobre un primitivo templo románico del siglo XII. Su nave de cuatro arcos apuntados y vigas de madera se asemeja a una quilla de barco invertida, una característica del estilo gótico mariñeiro que también se puede ver en algunas iglesias de Normandía. “Imaginaos la impresión de los peregrinos, tras pasar semanas hacinados dentro de un barco, cuando al entrar en la iglesia se encontraban de nuevo con el mar”, dice la guía.

El templo está lleno de misterios, como la estrella formada por seis peces que se puede ver en la capilla del Rosario, adoptada como logotipo por Auga e Sal, o la pila románica de agua bendita que hay a la entrada del templo, con una gran serpiente enroscada en su interior. Según Montse París, la bicha, que muestra una lengua humana, podría ser una alegoría del triunfo del bien sobre el mal, aunque tampoco descarta que fuese un símbolo de la búsqueda de la sabiduría, representada por una sierpe enroscada. Su campanario barroco, erigido en 1758 por el Gremio del Mar, sigue el modelo de la famosa torre Berenguela de la catedral de Santiago, al igual que muchas otras iglesias gallegas.

El paseo continúa, ya fuera del casco medieval, hasta el santuario de A Virxe do Camino (Nuestra Señora del Camino), el templo de los navegantes, otro ejemplo notable del estilo gótico marinero que atesora un sobrecogedor Cristo Crucificado del siglo XIV procedente de Italia y una curiosa colección de exvotos que cuentan historias de galernas y ataques de piratas. Entre ellos está la maqueta de madera de un barco conocido como Fragata del Tránsito.

La torre maldita

La iglesia de Santa María a Nova en A Quinta dos Mortos, en Noia (A Coruña), acoge el Museo das Laudas Gremiais.
La iglesia de Santa María a Nova en A Quinta dos Mortos, en Noia (A Coruña), acoge el Museo das Laudas Gremiais. Carmen Romero

Por la ventana del pequeño y acogedor hotel de Portosín donde hemos pasado la noche se cuelan el aire fresco con olor a salitre y a bosque y la algarabía de las gaviotas. Tras despedirnos con pena del Angela y de su tripulación, seguimos el Camino por el sur de la ría (ahora en minibús) hasta el empedrado pueblo de Noia, el Portus Apostoli que servía de fondeadero natural a Santiago.

Su trazado medieval de soportales, pazos y casas de pescadores arropa la iglesia fortaleza de San Martiño, construida en 1434. Su pórtico parece un calco del que labró tres siglos antes el Maestro Mateo en la catedral compostelana, una delicada versión en miniatura donde también hay santos risueños y músicos tocando antiguos instrumentos: salterios, rabeles, violas, laúdes. A pesar de su belleza gótica, sobre la “iglesia tuerta”, como también se la conoce, pesa una oscura maldición: todo aquel que ose levantar la torre que le falta será víctima de un aciago destino. Parece confirmarlo la muerte de su maestro de obras, que se precipitó desde un andamio allá por el siglo XV. Una suerte parecida corrió el cineasta sevillano Claudio Guerín-Hill, que se mató en 1973 al caer de un campanario de atrezo mientras rodaba La campana del infierno. Una cruz roja grabada en el empedrado de la emblemática Praza do Tapal señala el lugar donde cayó.

Otra visita imprescindible en Noia es la iglesia desacralizada de Santa María a Nova en A Quinta dos Mortos, un sugestivo camposanto situado en mitad del pueblo. Construida en el siglo XIV en estilo mariñeiro, hoy acoge el Museo das Laudas Gremiais, único en Europa, donde se puede conocer el oficio del difunto por los diferentes símbolos grabados en las lápidas sepulcrales.

Misteriosos petroglifos

El río San Xusto atraviesa un sombrío bosque altántico a su paso por el monasterio de San Xusto de Toxosoutos (o Toxos Outos), en Lousame.
El río San Xusto atraviesa un sombrío bosque altántico a su paso por el monasterio de San Xusto de Toxosoutos (o Toxos Outos), en Lousame.

Desde Noia, el Camino conduce hasta el monasterio de San Xusto de Toxosoutos (o Toxos Outos), en Lousame, del que solo se conserva la iglesia. Arropado por un sombrío bosque atlántico, fue fundado en el siglo XII por los caballeros Froila Alonso y Pedro Muñiz de Carnota, que dejaron a un lado sus espadas para abrazar la vida monacal. Aunque allí ya no queda ningún monje, sus vetustas piedras cubiertas de verdín hablan de su antiguo esplendor.

A la magia del lugar contribuye el vecino cementerio, tan bonito y misterioso que dan ganas de morirse allí. Casi pegada al camposanto está la casa rural Mosteiro da Fervenza, una construcción de granito que formaba parte de las dependencias del cenobio. Desde allí, unas escaleras de madera conducen al río San Xusto, donde el agua cubre una roca erosionada en la que se distinguen los rostros de la Luna y el Sol. No está documentado su origen, aunque tiene un cierto aire New Ager. Cerca de allí, una de las peregrinas del grupo, Jessica Torrado, descubre en la orilla otra roca con petroglifos cuya existencia, según nos dicen, hasta ahora se desconocía. Decidimos bautizarla Jessica’s Rock.

Una pasarela permite recorrer las márgenes del río, que corre durante cinco kilómetros por un denso bosque de carballos, acebos y helechos entre antiguos batanes, fervenzas (cascadas), pozas y rocas cubiertas de musgo en el tramo más bucólico de toda la ruta. Antes de seguir hacia Bertramiráns para completar a pie los 12 kilómetros que quedan hasta Santiago, paramos en Brión para comer en Casa Rosalía.

Un viaje iniciático

Finalmente llegamos a la plaza del Obradoiro. Para quien ya hizo hace años el Camino Francés a pie, esta versión exprés le sabe a poco. Pero reconoce en las caras fatigadas y felices de un grupo de chavales con mochilas sentados en las escaleras de la catedral la emoción que sintió, con lagrimita incluida, cuando tras llegar a Santiago puso su mano derecha sobre los cinco dedos que durante siglos millones de peregrinos dejaron grabados en el parteluz del pórtico de la Gloria, un mágico ritual que ya no está permitido hacer.

Aun así, estamos contentos. Ulises se perdió 10 años por el Mediterráneo antes de regresar a Ítaca. Nuestra modesta aventura a vela por el laberinto de las rías gallegas se reduce a dos intensas, gratificantes y movidas singladuras, pero como dijo en una ocasión Manuel Vicent, “toda navegación es un viaje de crecimiento interior”.

El verano es el mejor momento

Aunque abierto todo el año, la mejor época para hacer el Camino Marítimo de la Ría de Muros Noia es el verano. No hace falta tener un barco ni experiencia marinera: empresas náuticas como Sailway organizan la travesía en barcos con patrón o los alquilan para hacerla por libre. El programa completo, de cinco días, permite navegar con más calma y recalar en otros lugares de las rías gallegas como Baiona, la ría de Aldán, Combarro, Portonovo, el islote Xidoiro Areoso o A Pobra do Caramiñal. El precio —1.020 euros por persona en julio y agosto; el resto del año, 870 euros—   incluye el alojamiento a bordo, aunque también está la opción de hacer noche en alguno de los hoteles y casas rurales que hay en los alrededores de los puertos de amarre

Suscríbete aquí a la newsletter de El Viajero y encuentra inspiración para tus próximos viajes en nuestras cuentas de Facebook, Twitter e Instagram.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Sobre la firma

Isidoro Merino
Redactor del diario EL PAÍS especializado en viajes y turismo. Ha desarrollado casi toda su carrera en el suplemento El Viajero. Antes colaboró como fotógrafo y redactor en Tentaciones, Diario 16, Cambio 16 y diversas revistas de viaje. Autor del libro Mil maneras estúpidas de morir por culpa de un animal (Planeta) y del blog El viajero astuto.

Más información

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_