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NAVEGAR AL DESVÍO
Columna
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Los secretos de los animales

Manuel Rivas

Lo que mejor sabemos de los animales es cómo matarlos. Descubrir, con respeto, su vida oculta pone al desnudo la ignorancia humana

HUMANOS APARTE, el animal con el que más tiempo conviví fue con un perro labrador llamado Toxo. Después de su etapa de cachorro, resultó con mucho el más responsable de la familia. Cuando se debate si los animales tienen sentimientos, emociones y conciencia, yo suelo pensar en Toxo y me evado de la conversación, voy tras él por las dunas salvajes de Traba, lo veo alejarse con su alegría inalcanzable hasta zambullirse en el mar de la Costa da Morte.

Toxo era transparente y enigmático a la vez. Conocía bien el mar. Protegía a los niños cuando se bañaban, nadando en círculo a su alrededor. Los empujaba hacia la arena si el mar se embravecía. Sin contemplaciones, regañándoles cuando se resistían. No toleraba las peleas infantiles. Ni tampoco las riñas entre mayores. Se interponía con su propia voz hasta que llegaba la paz. Era leal, por supuesto, pero lo más interesante en su carácter era lo que le dolía la deslealtad. Cuando se consideraba injustamente tratado, y tenía razón, lo que hacía era arrancar una planta de flor en el huerto, la última en ser plantada, y dejarla en el umbral de la puerta. Eso ocurría, por ejemplo, si te marchabas un fin de semana a escondidas, sin darle explicaciones, aunque tuviese agua y comida. Había otra cosa que le perturbaba mucho. El desasosiego de los otros. El abatimiento. Lo estoy viendo mirarme fijamente, escudriñando la avería, alerta. Se acerca. De repente, me da unos manotazos en rodillas y codos hasta deshacer la posición de pesadumbre. 

Pero Toxo también tenía una zona de sombra. Algo intrigante, impenetrable. El sentimiento de culpa. Había pocas cosas que reprocharle. Quizá su único pecado era la glotonería. Le gustaban hasta las alcachofas y tenía una debilidad especial por el queso. Una noche se zampó uno entero, un queso, que había quedado encima de la mesa. No hacía falta reñirle. Él mismo se castigaba. Se metía en el baño, se acurrucaba en una esquina y no se movía en horas de penitencia. Lo más asombroso era la culpabilidad por lo desconocido. Estaba allí, como un alma en pena, negándose a salir de su invisible mazmorra. Tratabas de descubrir dónde estaba el estropicio, la causa de semejante tribulación. Recorrías la casa. No había ninguna planta arrancada en el umbral de la puerta. En esos momentos, ante la ignorancia, yo buscaba una explicación cultural que cualquier perro inteligente desaprobaría por pedante: quizá los dos compartíamos el llamado complejo de Polícrates, dicen que muy galaico, aunque el tal Polícrates era de Samos (Grecia), y que consiste en la infelicidad de sentirse feliz. Hasta que resurgía. Después de zambullirse, se tumbaba y se movía al ras siguiendo el rumbo del sol. Cuando enfermó, esa era su única tarea. Ser un reloj de sol.

Un día vi que el sol se había movido y Toxo permanecía, ya para siempre, en la sombra. No dejó ninguna planta arrancada en el umbral de la puerta.

“Los animales no revelan sus secretos fácilmente”, escribe Lucy Cooke en un libro que conviene leer con reloj de sol y como quien emprende un viaje sin billete de vuelta a lo desconocido. En esa obra, La inesperada verdad sobre los animales, publicada por la editorial Anagrama, en forma de expedición sin prejuicios, emprendida con tanto humor como libertad.

Lo que mejor sabemos de los animales es cómo matarlos. Descubrir, con respeto y cautela, aspectos de su vida secreta conlleva de entrada poner al desnudo la ignorancia humana y los grandes disparates escritos por sabios o que presumían de tales. Uno de los capítulos más sorprendentes es el que Lucy Cooke dedica al perezoso, un superviviente en selvas del centro y sur de América. Toda su intención es pasar inadvertido. De ahí que sea el arborícola que más se parece a un árbol. Hoy se habla mucho de “reputación” en Internet, y hasta hay corruptos que invierten una pasta en repu­tación. Pues bien, el perezoso es el animal con peor reputación desde que tuvo la desgracia de aparecer en los libros y tratados naturalistas. Se le empezó a llamar perezoso cuando la Iglesia incluyó la pereza entre los “pecados capitales”. Fernández de Oviedo, en 1526, lo señaló como “el animal más torpe que se puede ver en el mundo”. Y el francés conde de Buffon encontró en él una “miseria” de la creación, un “bosquejo imperfecto de la naturaleza”. En realidad, el perezoso es un “tranquilo pacifista vegetariano”.

Hoy día en la selva, lo más preocupante es el presidente Bolsonaro. 

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