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Tribuna
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El liberalismo progresista

Esta corriente política debe vencer la rigidez ideológica injustificada a favor de un mayor pragmatismo

Toni Roldán
El presidente francés, Emmanuel Macron, uno de los más desetados líderes liberales, junto al secretario general del Consejo de Europa, Thorbjorn Jagland, este jueves en el Elíseo.
El presidente francés, Emmanuel Macron, uno de los más desetados líderes liberales, junto al secretario general del Consejo de Europa, Thorbjorn Jagland, este jueves en el Elíseo.CHRISTOPHE PETIT TESSON (EFE)

Ante el inmovilismo de los viejos partidos y el auge del populismo están emergiendo nuevas plataformas políticas –en Francia, Chile, Canadá u Holanda– que proponen una redefinición de la idea de progreso en la globalización. Estos son algunos de los principios que deberían guiar al liberalismo progresista.

A favor de la globalización. La globalización es el arma conocida más efectiva de lucha contra la pobreza. La incorporación de China e India a las cadenas de producción globales ha sacado de la pobreza a más de 1.000 millones de personas. Sin embargo, la globalización también ha generado perdedores. Una parte importante de la población en el mundo occidental ha visto su progreso estancado y sus expectativas frustradas.

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Ante esa realidad, han emergido dos tipos de respuestas. Por un lado, una coalición de enemigos del comercio que aúna a partidos en los extremos (Iglesias, Trump, Mélénchon) con algunos partidos socialdemócratas, antes defensores de las economías abiertas. El PSOE de Sánchez se ha sumado a esta vía “anti-globalizadora” de Hamon y Corbyn renegando del CETA con Canadá, el acuerdo comercial con mayores garantías laborales y medioambientales jamás firmado por la UE.

Una primera guía para el liberalismo progresista debe ser estar netamente a favor de las economías abiertas. Los aranceles pueden beneficiar temporalmente a los productores nacionales, pero perjudican a la inmensa mayoría de ciudadanos y a la economía en su conjunto. Las empresas tienen menos incentivos a innovar y ser más productivas y los ciudadanos acaban pagando los productos más caros. A la larga, perder el tren de la globalización es perder el tren del crecimiento que sostiene nuestro Estado del Bienestar.

Como bien saben los escandinavos, existen fórmulas para reducir las desigualdades que genera la globalización. Empezando por una reformulación radical de las políticas de empleo para centrar los esfuerzos en el trabajador: revolucionando los sistemas educativos y de formación, acabando con la discriminación de los temporales y de las mujeres, o implementando políticas para estimular el empleo y dignificar sueldos como el complemento salarial.

Las soluciones mágicas solamente resultan en mayores injusticias y ansiedad

A favor de las sociedades abiertas. Karl Popper, en La sociedad abierta y sus enemigos (1945), hablaba de dos tipos de espíritu: el abierto y liberal, que acepta el cambio, la diversidad y la incertidumbre; y el cerrado y conservador que busca el inmovilismo y la uniformidad. El segundo clivaje que se abre en la política occidental (y que tampoco entiende de izquierda y derecha) es el que divide a los que están a favor y en contra de las sociedades abiertas.

Por un lado están los que frente al cambio y la incertidumbre defienden el nacionalismo, el nativismo, el retorno a las fronteras del viejo estado-nación, a modelos antiguos de familia, rechazan la inmigración o el conocimiento científico. En el otro extremo están los que piensan que volver al pasado no puede ser una respuesta a los retos del futuro, defienden los valores cosmopolitas y creen en las sociedades plurales e inclusivas.

En el corazón de la idea de la sociedad abierta está la idea de respeto, central en la tradición liberal. En cualquier sociedad, pero mucho más en tiempos de globalización, la diversidad es infinita. Todos tenemos identidades (género, raza, nación, religión) distintas y éstas están asociadas a una multiplicidad inacabable de intereses. Estos intereses entran a menudo en conflicto. La Ley existe para ordenar ese conflicto, hacernos a todos iguales y garantizar que no existen privilegios ni imposiciones de unos sobre otros. Por supuesto, el terrorismo es la mayor amenaza a la sociedad abierta. Para que se pueda disfrutar la libertad, la seguridad es imprescindible.

Anti-populistas. Justin Trudeau, en su famoso discurso en Naciones Unidas, definía mejor que nadie el dilema al que se enfrentan los líderes ante la ansiedad de la ciudadanía: pueden elegir si explotarla y transformarla en miedo para su propio beneficio o asumirla y confrontarla con soluciones reales y a menudo complejas.

Muchos partidos socialdemócratas, paradójicamente, se han vuelto conservadores

El populismo y una buena parte de los partidos conservadores o nacionalistas ofrecen respuestas sencillas a la ansiedad. ¿Qué no llegas a fin de mes? La culpa es de los inmigrantes polacos. ¿Qué te sientes inseguro en las calles? Hay que construir un muro en la frontera. ¿Qué estás harto de la crisis? La culpa es de Bruselas; o del Estado Español.

El liberalismo progresista sabe que las soluciones mágicas solamente resultan en mayores injusticias y ansiedad. La respuesta a las desigualdades en el Reino Unido no es el Brexit, sino unas políticas educativas más inclusivas y mejores mecanismos de redistribución. La respuesta al paro en España no es ofrecer rentas universales que no puedes pagar, sino ser campeones en innovación, educación y formación.

Andrés Velasco, exministro de finanzas de Bachelet, proponía en la Escuela de verano de Ciudadanos que, frente a las mentiras del populismo, el liberalismo progresista debe defender la "honestidad radical”, tratando como adultos a los ciudadanos y explicando la complejidad.

Reformismo y Progreso. No existe mejor receta para alimentar el populismo que el inmovilismo y la falta de ambición reformista. Los partidos conservadores son, por definición, inmovilistas y, por tanto, defensores del establishment. Tradicionalmente los partidos socialdemócratas han sido los partidos que han liderado el progreso.

Sin embargo, muchos partidos socialdemócratas están perdiendo el tren de la globalización porque, paradójicamente, se han vuelto conservadores: ya sea por razones de rigidez ideológica (¿medir los resultados educativos? ¡Eso es neoliberal!); por dependencias clientelares (¿igualar los derechos de temporales e indefinidos?… ¡y que hago con mi sindicato!); o como consecuencia de sus pesadas maquinarias (si eliminamos las diputaciones… ¿dónde coloco a los míos?). Muchas de sus propuestas son inefectivas porque ofrecen respuestas a una realidad industrial que ya no existe.

La confianza en el progreso humano ha sido una idea central en la tradición liberal

Macron en su libro Révolution (p.38) dice: "Si por liberalismo entendemos la confianza en el ser humano, entonces podéis llamarme liberal”. Desde los primeros utilitaristas como Jeremy Bentham, la confianza en el progreso humano ha sido una idea central en la tradición liberal (para Bentham el progreso consistía en una mayor “utilidad” para un mayor número de individuos). Los liberales y progresistas debemos confrontar el inmovilismo tanto como al populismo, abrazar el cambio y liderarlo.

A favor del mercado, contra los privilegios. El debate sobre si necesitamos más o menos Estado acostumbra a resultar estéril. Cada intervención necesita un diagnóstico concreto y un menú de políticas públicas que algunas veces requerirá un mayor peso de la iniciativa privada y otras un mayor intervencionismo. El dogmatismo pre-fijado en contra o a favor del Estado es una mala guía para solucionar los problemas de la gente. Como explica en su último libro el Premio Nobel de Economía, Jean Tirole, “el Estado y el mercado son complementarios y no excluyentes. El mercado necesita regulación y el Estado, competencia e incentivos”.

La izquierda tiende a confundir objetivos progresistas con medios estatistas. Por defecto, cualquier política en la que intervengan incentivos o intermediarios de mercado es concebida como sospechosa. El liberalismo progresista debe vencer esa rigidez ideológica injustificada a favor de un mayor pragmatismo. Piensen en los sistemas de pensiones mixtos de Suecia o en las reformas laborales del socialdemócrata Schröeder.

Por la derecha existen dos versiones. La primera es la visión conservadora, que a menudo se presenta como partidaria del mercado y el laissez-faire, pero que en realidad es más pro-empresa que pro-mercado. La tendencia natural es defender los privilegios de los campeones nacionales y a las empresas que controlan el establishment (lo que hemos venido a llamar capitalismo de amiguetes) en detrimento de los nuevos entrantes, de la innovación y la sana competencia. La segunda versión es una versión libertaria, desaparecida ya en el mundo académico, que por definición está en contra de cualquier intervención pública.

El liberalismo progresista sabe que no hay que elegir entre mercados abiertos y competitivos y unas instituciones fuertes e independientes, necesarias para corregir los numerosos fallos de mercado y para garantizar una auténtica igualdad de oportunidades a ciudadanos y empresas.

Antonio Roldán Monés es secretario de Programas y áreas Sectoriales de Ciudadanos y portavoz de Economía en el Congreso.

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