¿Aportan algo las ciudades a la felicidad humana?
Una revisión sobre la calidad de vida urbana y las ciudades que cuentan con mejores condiciones para ofrecerla.
La felicidad es uno de los conceptos más reflexionados y debatidos de la historia, y a pesar de ello, es también uno de las más difusos. Pero esta dificultad para definirla no impide que sea el objetivo más deseado por todo el mundo.
No obstante, y a pesar de los frustrados intentos para concretarla, lo que sí parece suscitar acuerdo son algunas de las bases sobre las que se sustenta. Se han realizado innumerables encuestas que ofrecen resultados en los que siempre surgen cuestiones relacionadas con el amor, la salud o el dinero. Pero más allá de esta popularísima tríada (reflejada en canciones y oraciones), suelen aparecer otros temas que también son considerados importantes para muchas personas. Entre ellas, por ejemplo, disfrutar de unas buenas relaciones familiares o disponer de un adecuado entorno vital, cuestión que es la que aquí nos interesa.
Este entorno debe entenderse en un sentido amplio, es decir, tanto refiriéndolo al reducto de nuestra intimidad, a la casa, que podemos construir (o decorar) a nuestra imagen y semejanza, donde nos sentimos seguros y protegidos del exterior y donde atesoramos nuestros recuerdos; como también a la ciudad que es el escenario por el que discurre una parte muy sustancial de nuestra actividad cotidiana y es el foco espacial para muchos de nuestros deseos. Se desprende así de las investigaciones sociológicas realizadas que la ciudad (y todo lo que conlleva) formaría parte de los requisitos necesarios para alcanzar esa “felicidad” soñada.
Llegados a este punto podemos reformular la pregunta del título: ¿qué aportan las ciudades a la felicidad humana?, o, dicho de otra manera, ¿qué exigimos a nuestras urbes para conseguirla? La repuesta más frecuente ante las cuestiones anteriores suele originar otra noción etérea y de difícil precisión: la calidad de vida. Si la ciudad provee de calidad de vida a sus habitantes, estará incrementando su nivel de bienestar (que es una palabra que actúa, en muchos casos, como un sinónimo pragmático de esa etérea felicidad que buscamos). Ahora bien, este nuevo concepto nos abre dos líneas de reflexión. La primera trata acerca de en qué consiste la calidad de vida urbana y la segunda sobre cuáles serían las ciudades que cuentan con mejores condiciones para ofrecerla.
La calidad de vida asociada a las ciudades es un concepto discutido. Para algunas personas se asocia a virtudes que son más localizables en las ciudades pequeñas o en los pueblos. Así se habla de la facilidad para los desplazamientos (que suelen ser cortos y realizables a pie), o también de la personalización y de los lazos que se establecen entre los residentes (el hecho de que la mayoría de los ciudadanos se conozcan favorece encuentros fortuitos que refuerzan los vínculos entre ellos). Se habla igualmente del tiempo, que parece discurrir de una forma más lenta y relajada, y por lo tanto el estrés se vería reducido. Pero estas virtudes no son universales. Para otras personas, lejos de resultar condiciones virtuosas, les sugieren lo contrario, porque para ellos es preferible el anonimato que ofrece la gran ciudad, la velocidad del tiempo, los estímulos multiplicados y la proliferación de acontecimientos, o la existencia de ofertas de todo tipo y de oportunidades de promoción. No hay un consenso, ni puede haberlo porque la selección depende de los objetivos de cada persona (que además pueden cambiar según el momento vital de cada una).
En cualquier caso, también aquí existen ciertos denominadores comunes que son aceptados como condiciones exigibles a los lugares que habitamos. Y en este momento, aparecen los famosos ranking acerca de la calidad de vida en las ciudades. Desde luego, como expresaba un reciente anuncio de televisión, a los seres humanos nos encanta hacer listas y más todavía ordenar sus elementos en función de criterios diferentes (y hay algunas clasificaciones que rayan en lo ridículo). Estos informes estadísticos estudian determinados aspectos que se consideran positivos y se concretan en ejercicios comparativos de la situación de diferentes ciudades (benchmarking). Los temas abordados acostumbran a analizar el entorno socio-político y económico, y las oportunidades que genera; la oferta cultural, deportiva o de ocio; consideraciones asistenciales y de salud; los servicios públicos; el transporte; la seguridad; la asequibilidad de la vivienda; la disponibilidad educativa; cuestiones climáticas y medioambientales; y hasta hay algunas investigaciones que pretenden recoger el carácter de las gentes. Pero los resultados son tan dispares que es muy difícil encontrar dos rankings que tengan como resultado las mismas ciudades.
Estos informes tienen más que ver con estrategias de city marketing que con el sentir real de sus ciudadanos. Algunas de las ciudades que copan los primeros lugares y son “vendidas” como paraísos urbanos, esconden caras ocultas que hacen que sus habitantes se sorprendan cuando conocen los resultados de los exámenes. Por el contrario, otras ciudades, menos interesadas en la atracción de nuevos ciudadanos o de inversiones, bajan puestos, estando sus residentes encantados con el tipo de vida que ofrecen.
Sin duda, la ciudad aporta cosas positivas y negativas a nuestra vida cotidiana. Y, en la medida que proporciona buenos estímulos, contribuye de forma consistente a la “felicidad” de cada individuo (y en caso contrario acentuaría su desdicha). El problema es que solemos requerir a nuestras ciudades valores que pueden resultar contradictorios. De hecho, existen determinados binomios que enfrentan palabras sobre las que, aunque hay acuerdo en su consideración positiva, la presencia de una de ellas anula o menoscaba a la otra y los términos medios no son fáciles de proponer.
Como ejemplos, tenemos la pareja libertad-seguridad, que tiende a bascular hacia uno de los dos extremos siendo complicado encontrar puntos de equilibrio, o el dúo confortabilidad-sostenibilidad, porque en muchas ocasiones nuestra comodidad exige demasiado a la naturaleza. Incluso también el binomio servicios-coste de vida, puesto que la existencia de una buena infraestructura pública conlleva esfuerzos económicos para los ciudadanos.
Dejamos para próximos artículos la profundización en esas contradicciones, pero en una primera conclusión contestaríamos afirmativamente a la pregunta del título y, aunque la satisfacción generalizada sea una ilusión, si disponemos de puntos de acuerdo básico, suficientes para orientar nuestros desarrollos urbanos hacia horizontes más armónicos.
* José Antonio Blasco, Carlos Martínez-Arrarás y Carlos Lahoz son arquitectos y urbanistas. Su faceta profesional, dedicada a la transformación creativa de las ciudades y los territorios, se ve complementada con su dedicación a la docencia universitaria. Desde su blog urban networks realizan una labor divulgativa sobre el mundo de las ciudades y la reflexión urbanística.
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