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Un lugar para Rosario Maqueda

Con el clima político aún caldeado por los escándalos poselectorales, quizá convenga extraer algunas conclusiones del debate sobre las relaciones entre corrupción y negocios inmobiliarios. Una de las más elementales es que, en materia de políticas de vivienda, hay cosas que no se hacen, no en razón de imposibilidades técnicas o de falta de medios, sino por el despilfarro y la injusta distribución de recursos básicos como el suelo o la vivienda.

Todos los informes disponibles, en efecto, revelan que el acceso a una vivienda digna y adecuada, protegido por la Constitución, se ha convertido en una de las principales preocupaciones ciudadanas de los últimos tiempos. Conscientes de ello, prácticamente todos los partidos hicieron del asunto una de las consignas centrales de sus programas electorales. Sin embargo, la evidencia de los estrechos vínculos entre el poder político y la especulación urbanística obligan a desconfiar de la sinceridad de los compromisos adquiridos. Hoy sabemos que en cuestiones de vivienda, como en tantas otras, no todos los intereses ni todas las necesidades tienen el mismo peso.

El de Rosario Maqueda es sólo uno de los miles de casos de familias que, por falta de un hogar decente, ven diariamente menoscabadas su intimidad, su vida familiar, su integridad física y moral y la posibilidad de buscar un trabajo. Hace unos días, la policía la desalojó junto a sus hijos de 3, 6, 8 y 11 años, de un piso del Instituto Catalán del Suelo (Incasol) que ocupaba en la plaza de Rogelio Soto, en Sabadell. Antes de entrar a la vivienda, que se encontraba vacía, Rosario vivía con su madre en un piso junto a 12 personas. Cuando a su hijo mayor le diagnosticaron hiperactividad decidió trasladarse al inmueble deshabitado. Allí vivieron durante cinco años sin agua ni luz, a base de generadores, de garrafas y del apoyo de los propios vecinos.

Tras un lento y arduo proceso judicial, Rosario Maqueda y sus hijos se han quedado en la calle. Mucho antes de ser desalojada, ofreció destinar parte de la Renta Mínima de Inserción que recibía a pagar un alquiler por esa u otra vivienda similar. El mensaje del juez y de las distintas administraciones públicas que podrían haber actuado fue, sin embargo, tajante: "No se puede establecer el precedente de que quien ocupa puede llegar a obtener una casa". Solución: desalojar a la madre y a sus pequeños aconsejándole que "pida ayuda a los familiares y distribuya a sus hijos como pueda".

Si se piensa en los miles de inmuebles vacíos, en el destino de buena parte de los dineros públicos y en la blanda tolerancia frente a la especulación urbanística, la respuesta no parece sensata. Las instituciones, ciertamente, tienen un interés razonable en prevenir las ocupaciones. Pero no es el único que debe tenerse en cuenta en casos como éstos. ¿Es aceptable, en efecto, que un inmueble permanezca inutilizado durante años? ¿Es irrelevante que la ocupación sea producto de situaciones extremas que ponen en riesgo el derecho a la vida familiar, a la intimidad, a la salud o a la educación de los afectados, comenzando por los niños?

La garantía del derecho a la vivienda no exige que los poderes públicos concedan una casa gratis a todo el que la solicite. Pero sí que identifiquen y prevean soluciones para los casos urgentes y para los grupos más vulnerables. Lo que no pueden consentir, sin recurrir al máximo de recursos disponibles, es que alguien se quede, sin más, sin un techo. Y un desalojo que no ofrece a los afectados alternativas adecuadas, como la provisión de un alojamiento público y accesible, o al menos la asistencia y la ayuda necesarias para conseguirlo de un particular, es eso: una medida que vulnera los compromisos constitucionales e internacionales en materia de derechos a una vivienda adquiridos por las propias instituciones.

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Llegados a este punto, las excusas institucionales suelen seguir el mismo guión: no hay recursos, no hay dinero, hay que esperar. Pero no se trata de eso. El tiempo de las instituciones no es el de Rosario Maqueda o el de las miles de familias a las que les va la vida, literalmente, en tener un techo digno bajo el cual vivir con los suyos. Por eso, cuando los periódicos debaten la oscura trama de tránsfugas y señores de la construcción, cuando por sus páginas desfilan los millones de euros que el mundo de la especulación inmobiliaria amasa a diario, conviene hacer también un lugar para Rosario Maqueda y sus hijos.

Lourdes Ríos y Gerardo Pisarello son miembros del Observatorio de Derechos Humanos

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