_
_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Capacidad de intimidación

Josep Maria Fradera

Ahora que todo ha terminado, vale la pena reflexionar sobre el modus operandi intelectual en torno al asunto de las ruinas conservadas en el subsuelo del antiguo mercado central de Barcelona, el Mercat del Born. Ya Ignacio Vidal-Folch llamó la atención en estas páginas sobre un pequeño detalle hasta entonces poco discutido del asunto en cuestión: el de su coste económico, que incluye además el de la recolocación de la biblioteca proyectada anteriormente en aquel espacio. No es de esta intrascendente cuestión de la que quiero ocuparme, sino de algo menos tangible, menos fácilmente contable. Me refiero, obviamente, a lo que sugiere el título del artículo. En pocas palabras, a la capacidad de intimidación que ciertos argumentos todavía arrastran en el debate público catalán. Resulta sorprendente que un claro debate manqué como el que se desarrolló finalmente en torno a las susodichas ruinas haya sido proclamado por diversos medios como 'un debate de altura'. Como no estoy dispuesto a tragarme esta rueda de molino, quisiera señalar dos puntos de meditación en torno a esta espinosa cuestión de la discusión y de los efectos paralizantes sobre el entorno intelectual en el que se produjo. La primera de ellas se refiere a la capacidad del catalanismo para reproducir sus propios mitos más allá de lo razonable, con efectos sociales letales para contribuir a la construcción de una cultura de mayor ambición. Los resultados institucionales de 1714 fueron cancelados por la revolución liberal de la década de 1830, en la medida en que las leyes de Castilla -base de la represiva Nueva Planta- fueron abolidas al igual que ésta. Cuando el asedio de casi dos siglos antes fue convertido en bandera en el fin de siglo catalán como parte de la épica necesaria de un movimiento regional con grandes aspiraciones, esto se debió a la incapacidad de los grupos dirigentes españoles para dotar de mayor flexibilidad a la política general española en la que los catalanes estaban plenamente inmersos desde 1835. El resultado de esta operación, y otras de parecido alcance, fue establecer una cultura del catalanismo basada en una muy evidente negación de la experiencia liberal española precedente, incluyendo a la Gloriosa y otros episodios mayores en los que nuestros antepasados tuvieron un papel protagonista, que fueron borrados del mapa sentimental de los catalanes de principios de siglo. Me guardaré mucho de insinuar que esta fuese la única línea de formación de un nacionalismo emergente pero, constatado este hecho, podemos y debemos preguntar: ¿se pretende labrar una experiencia autista parecida, que desembocó en tan graves errores de perspectiva? Si el crecimiento barcelonés de entonces y su peso en el conjunto español explican muchas cosas, ¿es esta la situación actual? Pero esto son minucias que no interesan a casi nadie, aunque por supuesto constituyen la materia sobre la que trabajan los historiadores que situan al cambio social en el centro del análisis. En segundo lugar, el relato que hoy se nos quiere vender -un país siempre identificado con unas instituciones que son, por definición, antagónicas a cualquier transformación del contexto español y a su interrelación con el general europeo- es una pálida copia del pathos patriótico de principios de siglo, aunque a diferencia de entonces no se propone apelar a la sociedad civil para afirmarse frente a otros, sino que cae como una losa sobre el presupuesto público. No sólo eso, sino que reconstruye la lógica maniquea de entonces para anudar un nexo pasado-presente que no deja espacio para la duda ni la interrogación. La historia patria -que de ésta se trata- no permite otra cosa que el juego de estar dentro o ser condenado al ostracismo. Por esta razón, la preservación de las ruinas del Born, sobre cuyo valor real no discuto ni tengo elementos de juicio suficientes, será por necesidad un fracaso de la razón crítica, lo mismo que el Museo de Historia de Cataluña y todo lo que se pueda inventar en esta senda, por una y muy sencilla razón: porque no se han impuesto a una opinión pública desmotivada y somnolienta para un via fora els adormits intelectual, sino todo lo contrario. Pero la tentación autoritaria no nace del coraje cívico, sino precisamente de la miseria de los proyectos colectivos a los que aquella memoria impostada supuestamente sirve. De lo que se trata es de cerrar el debate en falso, e intimidar sin remedio a los que tienen la llave de la caja. La explicación de tanto poder radica en el corazón de la sociedad catalana, pero la clave de tal éxito se encuentra seguramente algo más al norte, en los borrosos contornos de la operación de 2004. No hay más, pero no es menos. En todo caso, una reflexión final: si al neoespañolismo hay que combatirlo con un neocatalanismo clónico, roda el món i oblida't del Born.

'La preservación de las ruinas del Born, sobre cuyo valor real no discuto ni tengo elementos de juicio suficientes, será por necesidad un fracaso de la razón crítica'

Josep M. Fradera es historiador.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_