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La Lupe

PACO MARISCAL Lo cantaba Rafael Farina o Juanito Valderrama, que no la Niña Pastori, y eran otros tiempos. Alma de tirano, corazón de hierro y maldita sea la mano que mata a un perro. Y desde por aquel entonces tiene uno como grabada la imagen de la Lupe. La perra no era un dogo argentino, ni un rottweiler, ni un pitbull, ni un boxer atigrado ni un dobermann leonado, ni un perro de presa ni un perro de guardia. Era una perra valenciana y charnega, callejera, ino-fensiva, híbrida y fiel. Esperaba a las cinco en la puerta de la escuela la salida de su compañero de juegos y bellaquerías por callejas de secano y sin coches. Se tumbaba perezosa más tarde mientras uno hacía los deberes multiplicando y dividiendo la unidad seguida de ceros, aprendiendo los nombres de los 12 hijos de Jacob o repitiendo hasta la saciedad el "Volverán las oscuras golondrinas" que había que recitar al día siguiente al maestro de las primeras letras. La perra era testigo callado de las preocupaciones infantiles. Luego, un invierno y por San Antonio, el patrón de gatos, perros y cerdos de cuatro patas, por San Antonio y con mucho frío, murió la Lupe de puro vieja. Aquello fue el sollozo y el quebranto infantil, e incluso la soledad, durante algunos meses. Este verano valenciano, perruno y sin lluvias, el quebranto y la preocupación colectiva no gira en torno a la Lupe autóctona de color canela. El quebranto llega con lo perruno y foráneo: pitbull, rottweiler, dogo, boxer, dobermann. Canes agresivos y de raza que conducen a la tragedia un día sí y el otro también a lo ancho y seco de la geografía hispana. Ahora ha sido en San Antonio de Benagéber y mañana Dios sabe dónde. Toda la poesía que encarna la relación de un animal con un niño se convirtió en sollozo y sangre. Maldita sea la fatalidad, aunque no es la única culpable. Porque ese suceso no puede pasar sin más por las páginas de actualidad, al menos por tres razones. La primera nos lleva a la carencia de un ordenamiento jurídico que regule la posesión de esos bichos agresivos, o que se prohíba su posesión como se prohíbe la posesión de armas de fuego. Mientras la permisividad permita la proliferación de esos perros con nombres foráneos, la tragedia estará servida, como está servida con frecuencia en América, donde la posesión de armas de fuego está autorizada. Y sin llegar a la tragedia, hay mil incidentes y accidentes cotidianos que no se convierten en noticia. La segunda razón nos lleva a preguntarnos el porqué de la necesidad, explícita o tácita en algunos ciudadanos, de convertir su casa, su jardín o sus pertenencias en un castillo roquero en el que los perros de raza con grafías extrañas sirven de baluarte defensivo. Es absurdo pretender la seguridad propia con la inseguridad de las bestias agresivas; es absurdo prevenir la delincuencia atemorizando al vecindario o poniendo en peligro a los mismos allegados. Y por último, y no es lo menos importante como se indica en la dedicatoria de los libros, esos perros agresivos no facilitan sino dificultan la convivencia y el afecto entre todas las Lupes y Canelos charnegos y autóctonos y las criaturas de pocos años. Esas criaturas que aprenden o han de aprender que a un perro, lo mismo que a un árbol, también se le ha de tener una fraternal estima. Dicho sea con la franciscana humildad que nos impone este verano de calor perruno.

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