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Amsterdam: vuelva usted mañana

Si conserva el lector solamente un recuerdo borroso de la reciente Conferencia Intergubernamental (CIG) y de su decepcionante resultado, el Tratado de Amsterdam que hoy se firma, disculpado está. Incluso al día siguiente la cumbre fue noticia de contraportada. Sin embargo, no cometan el error de Margaret Thatcher tras la firma del Acta Única Europea. "Un logro modesto", dijo de aquel tratado que enterró eficazmente el cada vez más frágil Compromiso de Luxemburgo de 1966 y confirmó el voto mayoritario en la mayor parte de las intancias principales de la Comunidad. El Tratado de Amsterdam es, en primer lugar, enormemente importante por lo que no se decidió. Además, oculta en la letra pequeña, hay una disposición sobre la llamada "cooperación reforzada", que podría, como algunos esperan, allanar el camino hacia un futuro más sólido o, como algunos temen, deshacer años de acquis communautaire (logros de la Comunidad).Fue una Conferencia Intergubernamental que nunca debiera haber empezado. Bien es verdad que la revisión está establecida por el Tratado de Maastricht, pero a diferencia del objetivo de un mercado único que impulsó el Acta Unica Europea, y de la unión económica y monetaria que guió Maastricht, esta vez no había un programa compartido ni una fuerza motora tras la maniobra. También hubo una notable falta de liderazgo. A pesar de un grupo de trabajo muy profesional dirigido por Marcelino Oreja, la Comisión Europea en su conjunto estuvo desprovista de ideas, ideales y visión. También fue una Conferencia Intergubernamental que nunca debiera haber terminado: la presidencia holandesa, en una asombrosa demostración de miopía política, estaba decidida a poner fin a la conferencia sin más. Fue un patinazo tecnocrático: en el programa había simplemente demasiados puntos a tratar y a negociar seriamente en un tiempo disponible ridículamente corto. Puede que, en el pasado, dejar los asuntos difíciles para el final, fijar plazos y negociar hasta bien entrada la noche fuesen ingredientes del éxito en algunas ocasiones notables. Pero no se puede utilizar la tecnología de la negociación del pasado en una Comunidad de 15 miembros con un programa cada vez más complejo. La diplomacia holandesa terminó limitándose a escurrir el bulto hasta el final: un tratado inconcluso que deja todos los asuntos difíciles para mañana. Una lección clara del desastre de Amsterdam es poner fin a la práctica de celebrar conferencias intergubernamentales cómo único medio de revisión y adaptación. Enmendar un tratado es como enmendar una constitución en los Estados miembros. No se convoca a toda una convención constitucional en pleno cada vez que se quiere enmendar la Constitución. Hasta que puedan enmendarse las disposiciones de enmienda del Tratado, la Unión, respetando la ley, haría bien en mantener una CIG en sesión permanente en la que pequeños grupos de enmiendas puedan ser sometidos a aprobación en las cumbres periódicas.

Poner fin a la CIG de Amsterdam fue algo más que una metedura de pata táctica. Fue un error estratégico fatal. Una comisión resuelta habría creado una coalición para prorrogar la conferencia y, aun arriesgándose a una crisis, habría bloqueado la ampliación hasta poder alcanzar el consenso sobre los puntos institucionales y constitucionales clave que exige una Unión de 18, de 20 y de 25 miembros. Al fin y al cabo, sólo aquellos que se arriesgan ganan. En vez de eso, en la batalla crucial para profundizar antes de ampliar, se tiró la toalla. La Comisión, nunca escasa de nombres con gancho y plazos falsos, bajo el título Agenda 2000, va a dirigir, una vez más, un ciclo de ampliación sin cambios fundamentales en la arquitectura institucional y constitucional de la Unión. El Precio es alto, ya que el consenso, necesario para reformar el Tratado, se volverá aún más difícil.

Sería demasiado fácil echar toda la culpa del desastre de Amsterdam a la Comisión y a los pobres holandeses. Francia, con dos cabezas, no tuvo realmente ninguna. Kohl, prisionero de sus dificultades nacionales, puso trabas a los franceses y a otras muchas cosas. Blair, con ademán clintonesco, proclamó su eterno compromiso con Europa al mismo tiempo que adoptaba posturas que incluso Thatcher aprobaría. España, seducida por una promesa alemana de estar presente en la primera ronda de la unión económica y monetaria (como si esto dependiese realmente de los alemanes), se convirtió en la cola de los leones en vez de en la cabeza de los mediocres ratones europeos.

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Sin embargo, esta Conferencia Intergubernamental frustrada adoptó una significativa novedad destilana a dar una solución al inevitable futuro mastodóntico de Europa. Esta novedad empezó siendo una Europa de dos velocidades. Ese término era, quizá, demasiado honesto. Después, el nombre cambió a "geometría variable". Ese era demasiado tecnocrático. El siguiente apodo fue "flexibilidad". Ése era también demasiado, digamos, flexible. Ahora se prefiere el nombre de "cooperación reforzada". La idea parece lo suficientemente seductora. Si no hay consenso, dejemos que aquellos miembros que estén a favor del progreso actúen por su cuenta dentro de un marco de la Comunidad. No se dejen engañar. Una Europa de dos velocidades, en efecto, tendría sentido, por ejemplo, en el segundo pilar, donde un veto debilitante se mofa de Europa. Pero la idea fue rechazada precisamente en lo tocante a la política exterior y la seguridad. En cambio, surgió en el primer pilar y, curiosamente, incluso en áreas en las que existe el voto de una mayoría cualificada. Ahora, la Comisión pone cara de valiente y "existen" muchas "garantías". Pero los enterados sabrán que la Comisión se opuso rotundamente a una Comunidad de varias velocidades en el transcurso de la CIG. No se trata simplemente de los incalculables problemas técnicos de gestionar y supervisar un número posiblemente en aumento de comunidades diferentes: una Europa de dos, tres y cuatro velocidades. Básicamente, una Europa flexible equivale a abandonar el principio de solidaridad. Un grupo de miembros que no tenga la necesaria mayoría cualificada exigida por el Tratado podrá, a pesar de todo, dedicarse a lo suyo previa promesa, a menudo vacía, a los que quedan atrás de que se unirán después cuando puedan. Todos sabemos quién estará_dentro y quién fuera. Y, sin embargo, la disciplina del voto mayoritario, un gran logro de la integración europea, significa que la minoría debe acatar las decisiones de la mayoría. Pero también significa que una mayoría que no puede conseguir suficientes votos a favor de su postura debe contenerse hasta que movilice a los socios suficientes. Una Europa flexible parece muy pragmática y "cooperación reforzada" suena muy progresista. En todas las áreas del esfuerzo humano la solidaridad y la comunidad siempre han cedido el paso, al pragmatismo y al progreso. ¿Por qué íbamos a pensar que Europa podría ser diferente?

Joseph Weiler es titular de la Cátedra Mandley Hudson de Derecho y de la Cátedra Jean Monnet de la Universidad de Harvard.

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