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Mundo demonio y 'corroys'

Los 184 juzgados de la plaza de Castilla de Madrid infunden respeto y miedo a la mayoría de los ciudadanos

Ya están ahí. Como todos los días a las ocho y cuarto de la mañana, las furgonetas y los coches de los gitanos han ocupado sitio frente al edificio de los juzgados de Madrid, en la plaza de Castilla. Y Sebastiáo, el portugués, se ha puesto las botas nuevas y corbata. Su rostro serio de patriarca parece pan amasado a mano."Pues ya ve, aquí, esperando al yerno, que viene en cunda", me dice."De ahí lo traen,del estarivel de la parte de Jaén. Y luego tiene que pasar la declaración con el corroy del 38".

Las mujeres hablan, los niños juegan y saltan, y los jóvenes se muestran respetuosos ante tantos hombres de respeto como hay por allí. También están los Amadores, de la parte de León, pero que viven en el poblado de La Celsa, y los Heredia, afincados en Madrid en estos momentos. Todo el mundo está serio y amable, y no hay peligro de reyerta. Cuando se está ante un juzgado hay pacto, y las rencillas se olvidan. Los juzgados, imponen respeto y miedo.

"Miedo, no... no",, dice Tito, sobrino del señor Sebastiáo, que gasta pendiente en la oreja. "Respeto, eso sí. Y que es mejor estar como se está, ¿comprende?".

Otro, vestido de negro, hace como si se limpiara las botas en un costado del edificio, al lado de unas rejillas que dan al sótano. En realidad, está comunicándose con los detenidos de los calabozos. "Decidle a El Lolo que está aquí su gente", dice el chaval.

Otros arrojarán pajillas llenas de caballo, pero no es tan frecuente. Lo importante es que sientan que su gente no les abandona.

Manuela Carmena, la decana, es una mujer menuda, de boca grande y reidora, con aspecto de profesora adjunta de geografía. Ella es la responsable de esa gigantesca maquinaria que incluye 184 juzgados y más de dos mil empleados, entre magistrados, oficiales y agentes judiciales, además de un estanco, una estafeta de Correos, un quiosco de prensa, calabozos y una comisaría de policía. Su despacho de la primera planta es funcional y arreglado como se supone debe ser un lugar semejante. Dos figurillas de palomas de la paz sobre su mesa oficial rompen tanta asepsia y tanta línea recta.

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Pero es ella misma la que rompe la idea que cualquiera puede tener sobre una magistrada, que encima es decana. Lleva un año en el cargo, y cuando le digo que ya no se la ve por ahí, de copas, suspira.

"Desde que soy decana no salgo a tomar copas. Sólo tomo café, y de máquina, y ya empiezo con el lío. Los únicos que llegan antes que yo a los juzgados son los gitanos".

En realidad, los primeros en llegar al feo edificio son Ángel, el vendedor de cupones, y Víctor, su hermano y sucursal. Ellos están en la puerta, llevando el negocio de la suerte, en un lugar donde hay que tenerla. Si Ángel no ve nada, su hermano Víctor, que vende Lotería Nacional, ve demasiado.

"Doce años aquí, ya ve usted", dice Víctor. "Aquí no viene nadie por gusto, vienen a sufrir. Y nosotros le damos la suerte. Los mejores días son los 1 y los 15, cuando les toca presentarse".

Manuel Gómez Pacheco, por ejemplo, no ha acudido hoy a los juzgados de plaza de Castilla a sufrir, sino a recobrar 50 billetes que dejó su padre de fianza en 1987.

"Me han mareado de juzgado en juzgado, y me he venido a la oficina de quejas [creada por la decana]. Era muy joven, ¿no?, dice Manuel, "y andaba ciego a pastillas y hecho una pena, ¿no?,, y con un amigo sirlamos a un señor, ahí, en la calle Orense. La made... digo la policía nos pescó con las manos en la masa, y me comí 11 meses de una condena de dos años y cuatro meses... Bueno, mi padre pagó 50 talegos de fianza para que saliera con la provisional, y ahora me tienen que devolver la fianza, es un dinero mío, ¿no?".

En la atestada oficina de quejas, Carmen, Víctor e Isabel elaboran la revista La Balanza, de circulación interna en los juzgados, otro invento de la decana, además de un comedor que se inaugurará pronto. Pero el encargado de las quejas es Pedro, un joven de gafas. El servicio existe desde abril del año pasado.

"Tenemos unas cuatro o cinco quejas diarias, que suelen fundarse en negligencias, faltas de atención, de respeto, dilatación en los juicios... Creo que no hay más porque la gente no conoce sus derechos... Pero hay seis o siete perturbados, gente que viene casi a diario a contarte sus penas, a que alguien las escuche. Es gente muy sola, suelen poner pleitos y pleitos, denuncias tras denuncias. Uno de ellos, una mujer a la que llamaré Margarita, dice que, en el edificio donde vive, un médico se dedica a asesinar a sus pacientes, haciendo desaparecer los cadáveres en el maletín. Ésos dan la lata cantidad".

El loco va con el cuerdo, y éste, con procuradores, abogados, funcionarios, peritos, agentes judiciales, testigos, jueces y declarantes, que se mezclan en los ascensores que suben y bajan, sin parar, los ocho pisos.

Quizá sea Paco, con 30 años de servicio como funcionario judicial y uno de los encargados de la secretaría general, el que mejor los distinga a todos. Lo que no sepa Paco de ese edificio no lo sabe nadie. Paco tiene otros dos hermanos como oficiales en otros tantos juzgados.

La cartera marca la diferencia entre los abogados y procuradores y el resto de los mortales. Y quizá un andar decidido y seguro. Los abogados que dirigen grandes bufetes van poco por allí. Mandan a sus pasantes o a sus abogados subalternos. Pero se dice que uno llega a gran abogado cuando tiene toga propia, hecha a medida. Una toga corriente oscila entre las 30.000 y las 40.000 pesetas. Las togas privadas están colgadas y protegidas por plástico en un armario aparte en la Sala de Togas. El resto de los abogados tienen que ponerse la que les toque. Hay 150 togas a disposición de los letrados. A veces se han tenido que aplazar juicios por falta de togas.

"Las togas las mandamos al tinte dos veces al año, por agosto y diciembre", explica el funcionario encargado de la Sala de Togas, y se muestra desconfiado. "A ver qué escribe usted, ¿eh?".

Licenciarse en Derecho no es llegar y besar el santo. En el tablón de anuncios de la Sala de Togas hay profesionales que se ofrecen gratis a bufetes, otros comparten piso, piden trabajo y hacen sustituciones a cambio de tener experiencia.

El abogado José Servía, llamado por sus compañeros y clientes el crótalo de las audiencias, ha hecho de todo: penal, civil, mercantil, laboral... y turno de oficio, mucho turno de oficio. Es delgado, fibroso, y tiene el rostro como tallado con un tenedor.

"Las togas tienen un inconfundible olor", dice Servía. "El olor de la adrenalina, el olor del miedo y la tensión". No en vano, en jerga, al abogado se le conoce con el nombre de alivio. Y los abogados expertos saben que sus clientes deben ir a juicio o a declarar lo más tranquilos posible. En realidad, las declaraciones o los juicios comienzan mucho antes de cuando se producen. Comienzan en los bares repartidos por la zona.

En el Mozart, en la cervecería San Antonio, Stress, El Pescaíto, Cozumel... no es extraño ver a dos o más extrañas figuras inclinadas sobre una mesa, tomando cafés y copas. Son los abogados con sus clientes. "Es fundamental", afirma el abogado Servía. "Yo les suelo hacer un plano de la sala de audiencia y les señalo quién es quién, el juez, el fiscal... dónde se tienen que sentar... Corrijo la forma en que van vestidos, ni demasiado chillones ni demasiado desastrados, y repasamos los últimos puntos. Tampoco deben acudir borrachos o colgados. Y es muy importante que vayan al water antes".

Juanito, el propietario del bar Cozumel, sabe que algunas veces se le ha metido gente en el retrete a pincharse, y los ha tenido que echar a la calle, aunque comprende los nervios y el miedo.

Miedo, eso es lo que hay por todas partes. Dentro y fuera del edificio. La suavidad espesa del miedo.

"Siempre tengo una última cita con mis clientes en un bar", dice Pilar Bravo, una elegante abogada dedicada a divorcios y separaciones, pero curtida en otros campos. "Intento disipar el miedo. Todo el mundo tiene miedo, mucho miedo".

uizá por eso no sea necesaria la policía en los ocho pisos del edificio, excepto en las puertas. El Grupo de Policía Judicial, que manda el veterano inspector jefe Juan Albarrán, se encuentra en el último piso . Ellos se encargan de la inspección de guardia y están bajo las órdenes directas de los jueces.

"El setenta por ciento de nuestro trabajo consiste en realizar averiguaciones complementarias", afirma Albarrán. "Somos un grupo operativo y enviamos a los jueces unos tres mil informes al año. Lo que nos pidan, desde la búsqueda de un fugado hasta la complementación de una investigación ya realizada".

Pero las conducciones -cunda, en la jerga- no las realiza la policía, sino la Guardia Civil, y el señor Sebastiáo y sus dos sobrinos, El Tito y El Domingo, prefieren no tropezarse con ellos.

Pasan la puerta y los arcos detectores de metales y son cacheados por los vigilantes jurados. Ellos no llevan nada, pero los vigilantes armados decomisan diariamente navajas, cuchillos, destornilladores afilados, machetes, tijeras, aerosoles y hasta pistolas simuladas.

Serios y formales, los Sebastiáo aguardan apoyados en la pared que pase el otro sobrino, que ha venido desde una lejana cárcel. Quizá lo vean de lejos cuando entre, esposado, al Juzgado 38. Pero será suficiente. El sobrino sabrá que su familia está con él, que su gente no lo abandonará jamás.

Ramón Sáez, el corroy, el juez del 38, realiza las funciones de su cargo en jersev. Tiene 35 años y jamás parecerá un juez. Sabe que un juez es la última oportunidad para mucha gente, y es consciente del miedo que despierta la institución. Lleva siete años en el cargo.

"He aprendido bastantes cosas", afirma este juez, que mueve las manos como si moldeara el aire, "he aprendido que cada vez está más lejos un cambio global en esta sociedad, y he descubierto la piedad. No una piedad beata, sino humana, solidaria. Una piedad que es respeto por las mismas y la explotación de nuestros semejantes".

Y todo eso, probablemente, deja múltiples huellas. Unas no se ven, otras sí. Las que se ven están en los sótanos. Allí están los calabozos, que registran una media de cien detenidos diarios y que también albergan a los presos que vienen en cunda para declarar, como el sobrino del señor Sebastiáo.

Y más abajo aún, el Depósito de Efectos Judiciales, los restos de los botines capturados por la policía y las pruebas para los juicios. El reflujo del delito.

Todos los días, el inspector Mayorico recoge en la inspección general de guardia los efectos de todas las comisarías de Madrid y los lleva ante cinco funcionarios, que los clasifican. Al año entran en el Depósito 9.000 paquetes.

Alfonso, el responsable del Depósito, tiene 32 años y una memoria fotográfica. Los objetos y los paquetes se amontonan en el sótano del sótano en inmensos pasillos atestados. El olor es especial. Hay relojes falsos, casetes, vídeos, cuchillos, puñales, herramientas de ladrón, ropas, muchas ropas falsas, radios, televisores, platos, tazas... y el objeto más extraño, un microscopio, valorado en 10 millones de pesetas, que nadie reconoce.

Cada cuatro años se harán lotes y se subastarán. Los funcionarios del Depósito aún se ríen de aquella vez en que trajeron una partida de jamones de pata negra, queso y chorizos de un asalto a una tienda.

Fuera, ya en la calle, el señor Sebastiáo no se ríe. Les invito a café a él y a sus dos sobrinos y me cuentan que han podido ver al detenido. Todo está tranquilo, todo está bien.

Y entonces me dice:

"¿Quiere usted que le diga cuáles son nuestros enemigos?".

Le digo que sí y va y me dice:

"Mundo, demonio y corroys".

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