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Alas a la justicia

La belleza sin fuerza odia al entendimiento, porque éste exige de ella lo que no está en condiciones de dar. El entendimiento no es una potencia como lo positivo, que se aleja de las cosas cuando su realidad deja de ser inmediatamente satisfactoria, sino el coraje de permanecer junto a lo negativo, hasta llegar a esa negación que constituye lo positivamente racional.Citando de memoria, creo que algo muy parejo decía Hegel en el prólogo a su obra más celebrada. El ejercicio de la reflexión suele requerir una pernocta en tinieblas y desiertos, cuando no directamente en lo negativo mismo que es la muerte, señor entre los señores de esta tierra. Quien piensa se expone a ser un albacea del dolor y el incumplimiento, cronista de negatividades que otros escribas prefieren esquivar con género light, donde en vez de narrarse una vida entera -como en la tragedia- la atención queda circunscrita a alguna peripecia edificante o jocosa. Así nació la comedia entre los griegos, definida por el más sabio entre ellos como una exhibición de lo feo, no desde la perspectiva de lo malo sino de lo grotesco.

Pero esa paciencia en lo negativo viene de un amor por aquello que es o, si se prefiere, de un amor por aquello que las cosas podrían ser si sus posibilidades no fuesen traicionadas. Cuando la crítica parte de otra base, como en el llamado pesimismo, más que de paciencia para permanecer en lo negativo hay simplemente desamor hacia la naturaleza en general, un sentimiento que se consuela arrojando sin pausa nuevos objetos al saco roto de la sospecha; no se ve lo que algo es; sino aquello que le falta, y no se ve aquello que falta para hacerlo surgir, sino para confirmar una peyoración de lo externo que acalla la peyoración primaria, basada en un desprecio de sí.

De ahí que lo positivamente racional -esa negación de la negación- mueva a trocar el sarcasmo por la alabanza, la elegía por el himno, el recuerdo de una ausencia por la contemplación de una presencia.

No se me ocurren otros ánimos para celebrar la conducta de ciertos jueces, que contra viento y marea han demostrado la fuerza de las razones sobre las recomendaciones, devolviéndonos motivos para confiar en una ecuánime administración de la justicia. Es evidente que los tribunales de bastantes países entre los llamados civilizados -empezando por el Reino Unido o Francia- habrían obrado de modo distinto, y precisamente eso define el alto valor de su acción. Como cumpliendo la esperanza de que los últimos serán alguna vez los primeros, se diría que no por llegar tarde al Estado de derecho hemos de acceder a él tullidos, conformes con el chovinismo que todavía permite a los sicarios de unos matar gente desarmada en el Peñón, y a los sicarios de otros hundir un barco con ecologistas en el Pacífico.

Si entre las herencias de las dictaduras (reconocidas o no) está que el asesinato pueda considerarse en ciertos casos un acto patriótico, sugerido por el bien público y la moralidad, también lo es cierta podredumbre crónica en las fuerzas del orden, cosa lógica considerando que su elite defiende la perpetuación de un crimen superior a todos los otros, como la tiranía misma. Eso explica el miedo aparentemente supersticioso -de hecho, muy realista- que la población de tales países muestra hacia esos estamentos, cuya incumbencia no acaba de ser percibida como protección popular salvo por el reducido grupo de privilegiados que realmente disfruta de ella. Si el régimen da un vuelco, la amalgama ejército-policía tiende a cambiar tan radicalmente de chaqueta como a conservar intactos sus métodos y raíces, ofreciendo al nuevo inquilino del palacio presidencial lo mismo que al antiguo.

España no podía ser ajena a algo así, con la historia que arrastra. Los grandes procesos de su joven democracia hasta ahora no han sido de índole constitucional o económica, como en principio cabía esperar, sino asuntos relacionados con el ejército y la policía. Tras el 23-F, pocas causas han acaparado la atención pública como el caso el Nani, al que siguen el sumario de la llamada mafia policial, el que lleva provisionalmente los nombres de Amedo y Domínguez, y el relativo a Santiago Brouard. El uso ha gastado ya la novedad de ir a votar o ver por televisión deliberaciones en las Cortes, y el país parece haberse dado cuenta de que asuntos aparentemente particulares como la desaparición de un delincuente, el uso de ciertos fondos públicos, el asesinato de un político abertzale inclinado a la negociación, o el nexo entre confidentes y tráfico de drogas ponen mucho más en juego su futuro concreto. Por otra parte, es un hecho indiscutible que tanto en el estamento militar como en el policial hay ya demócratas de verdad, a quienes interesa que ambas instituciones se renueven al ritmo de los tiempos.

La ventaja para ellos, y para el ciudadano en general, es que hay jueces como Garzón, Vázquez Honrubia y colegas afines. Evidentemente, a los españoles les interesa mucho más la X situada por Garzón a la cabeza del organigrama que el grupo de vulgares mercenarios ya descubierto; les interesa tanto conocer las ramificaciones de esa X que muy pocos protestarían si se concediese a los niveles inferiores en la trama garantías de un trato benigno como incentivo para el desvelamiento de los superiores.

Lo mismo acontece en los otros grandes sumarios. Si no me equivoco, la esperanza de la mayoría hoy es que esas ramificaciones se detengan antes de llegar a lo más alto; pero que se detengan por agotarse la responsabilidad de sus actores, y no en virtud de prestidigitaciones, tan progresivamente tentadoras a estas alturas corno faltas de credibilidad para nadie. Dentro de la propia policía, están rebosantes de razón quienes protestan ante la perspectiva de que asuman el castigo simples subalternos, cuando los allí investidos con medios y mando podrían seguir encargando misiones análogas a nuevas cabezas de turco.

Llevados con el pulso y la independencia demostrada hasta ahora, los procesos donde intervienen como presuntos delincuentes aquellos a quienes se encarga perseguir la delincuencia prometen algo más que reparar la legítima indignación de sus víctimas. Colaboran de manera directa en la construcción de un aparato defensor adaptado a la convivencia democrática, cosa inaccesible para otro poder que el judicial.

Entre sus previsibles bendiciones está promover defensores nuevos, defensores de todos, capaces incluso de poner coto a la tramposa costumbre de pedir lo ilegal, recordando a equipos nacidos de las urnas que no pueden servirse de métodos usados por quienes se reclamaban nacidos de alguna inexorable gracia divina. Afianzando nuestra confianza en los encargados de juzgar, cumplen finalmente la misión capital de fortalecer un respeto generalizado hacia la ley. No es fácil respetar una ley plagada de fallos. Pero es peor tenerla vigente sólo para algunos.

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