_
_
_
_
_
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

La violencia legítima

Desde hace años se difunde en la opinión internacional, a través de los medios de comunicación interesados, una imagen perversa: los palestinos constituyen un grupo de nómadas sin patria y sin ley, manipulados por un grupo de facinerosos. Si se acepta esta afirmación, todo lo demás está permitido, incluso el crimen organizado. Tardíamente, en este septiembre de 1982, la opinión mundial ya no puede apartar su mirada de unos hechos difícilmente ocultables. La invasión israelí del territorio libanés fue una acción genocida; la matanza perpetrada en los campos de refugiados de Chatila y Sabra rebasa los límites de crueldad tolerables por cualquier conciencia civilizada. La actuación del Estado de Israel es una orgía obscena que insulta y escarnece la dignidad humana. A la barbarie, al salvajismo y al crimen hay que llamarlos con sus nombres propios y sin ningún recurso literario. Recordar a las hordas nazis no es un ejercicio de estilo gramatical; es situar a los verdugos entre sus pares.Pese a todo, hay que recordar, una vez más, la historia. Los palestinos constituyen una comunidad nacional formada por un pueblo dividido: los que viven en los territorios ocupados y los lanzados al exilio y a la diáspora. Una comunidad nacional que desde los tiempos del imperio otomano y del mandato británico, antes de la creación del Estado de Israel, está dando testimonio de su vocación: constituir un Estado en el territorio que es su patria. Mucho se discutió, por los doctrinarios del siglo XIX, acerca de lo esencial en el sentimiento de pertenencia a una misma comunidad nacional: lengua, tradición, cultura, religión, etcétera. Todo ello se reúne en el pueblo palestino, a más de la afirmación permanente de ese sentimiento por todos los medios a su alcance, incluida la lucha armada. El final histórico de ese trayecto es la creación del Estado de Palestina.

La propaganda interesada, con habilidad evidente, ha bloqueado emocionalmente la racionalización del tema, acuñando una imagen en la que nada falta: desde el estereotipo racista del árabe hasta el retrato robot del terrorista internacional. Machaconamente se repiten episodios que están en las mentes de todos; pero la intoxicación informativa, lógicamente, oculta el resto del paisaje. Cabría insistir en que nadie acusa hoy de terroristas a los resistentes europeos que combatieron a las fuerzas de ocupación nazis. También debería reflexionarse, por incómoda que resulte la meditación, acerca del uso de la violencia como recurso último, pero legítimo ética y políticamente, frente al terrorismo estructural del Estado de Israel, en violación permanente de los derechos humanos más fundamentales y de toda la normativa jurídica internacional. Finalmente, habría que pensar en el desgarramiento ante la injusticia, en la frustración ante el crimen, que a veces desemboca en acciones suicidas. Aunque posiblemente todas las afirmaciones anteriores no sean más que un ejercicio de retórica escolástica ante los cadáveres de los niños degollados y los cuerpos calcinados por el fósforo.

Sin embargo, esta comunidad nacional, a la que algunos todavía niegan el pan y la sal, vio reconocidos sus derechos a la libre determinación, a la independencia y a la soberanía nacionales por la Asamblea General de las Naciones Unidas el 22 de noviembre de 1974, declaración a la que sólo se opusieron siete países -entre ellos, Estados Unidos, Chile e Israel-, y aquel mismo día también se otorgó la condición de observador en la ONU a la OLP, en tanto que representante legítimo del pueblo de Palestina. Negar la evidencia reconocida por la comunidad internacional es lanzar a los pueblos a la práctica de la rebelión permanente. Pese a que sería dificil encontrar un movimiento de liberación nacional que tantas pruebas de moderación haya dado como la OLP, movimiento que no es una combinación de delincuentes de toda laya. La OLP, en cuanto movimiento de liberación nacional, agrupa en su seno a todas las organizaciones de resistencia palestinas, bajo el liderazgo de Al Fatah, la más importante. Cuenta con un parlamento, el Consejo Nacional Palestino, en el que figuran representantes de organizaciones políticas, militares, grupos religiosos, sectores culturales, etcétera; representantes, ciertamente, tanto de los palestinos de las tierras ocupadas como de los del exilio. Este consejo es el órgano supremo de toda la nación palestina.

Cuando un tema da mucho que hablar, lee todo lo que haya que decir.
Suscríbete aquí

El enraizamiento de la OLP en las masas palestinas se demuestra, día a día, en las calles de Jerusalén y en los municipios de cualquier pueblo de Gaza o de Cisjordania, bajo ocupación israelí. Delegaciones de la OLP participan activamente en los trabajos de la ONU y de sus órganos especializados, así como en numerosas conferencias internacionales. Diplomáticos palestinos son periódicamente asesinados por los servicios de Israel: desde París hasta Roma, Nicosia o, hace pocos meses, Bruselas.

Existe, pues, un pueblo con una decidida vocación nacional y provisto de la adecuada estructuración política, reconocida por múltiples Estados y Gobiernos. Este pueblo tiene una personalidad propia, suficientemente definida, que no puede diluirse en la de ninguno de sus vecinos árabes. En este septiembre de 1982 sería grosero invocar la caridad ante la sangre derramada. Los palestinos no esperan un gesto altruista: exigen algo tan elemental como la práctica de la justicia.

Su restablecimiento, aquí y ahora, supone dos cosas: una, el ejercicio del derecho a la autodeterminación del pueblo palestino; otra, la conducción ante tribunales internacionales de justicia de los responsables de genocidio y de crimen contra la humanidad. Y no se diga que se pide lo imposible, que se sueña con la utopía, cuando todavía no se han enviado los cadáveres de los asesinados en Beirut. Los procesos de Nuremberg no fueron una pesadilla, sino uno de los más altos logros de la humanidad en su lucha por un mundo mejor, por un mundo sin verdugos y sin asesinos.

Roberto Mesa es catedrático de Relaciones Internacionales en la Universidad Complutense.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_