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TRIBUNA
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La Roja, el Mundial y la sangre

La vergüenza de quienes nos decimos demócratas radica en ceder el control y renunciar a cualquier impulso ético a cambio de ser entretenidos. Nuestra pasividad como espectadores anticipa nuestra pasividad como ciudadanos

La Roja y el Mundial
CINTA ARRIBAS

Decía Vasili Kandinsky que todos los colores pueden ser cálidos o fríos, pero en ninguno este contraste es tan intenso como en el rojo. La Roja, nombre por el que se conoce a la selección española de fútbol en todo el mundo, alude al color de la camiseta nacional, pero también al mito de la furia española, fraguado en los Juegos Olímpicos de Amberes de 1920, los del legendario grito de Belauste: “Sabino, a mí el pelotón que los arrollo”. La calidez del rojo refleja la pasión como parte intrínseca del juego, como metáfora del deporte entendido como sustitutivo de la guerra, pero Kandinsky hablaba también de la frialdad constitutiva del rojo, una tonalidad que también tiñe este extraño Mundial de Qatar.

Porque no nos engañemos: todos nos deleitamos desde el pasado domingo con el que es quizá el mayor espectáculo deportivo del mundo, sin que nos importe demasiado que esta competición fetiche esté, literalmente, bañada en sangre. Y no es una exageración: desde el anuncio de la elección de Qatar como sede del Mundial, han muerto al menos 6.500 trabajadores inmigrantes (probablemente una subestimación), muchos de ellos en la acelerada construcción de los estadios que hacen posible el evento. Es una cifra escandalosa, y aún más si la ponemos en contexto: es más de una muerte por minuto de fútbol reglamentario, más de 100 muertes por partido. Pero recordemos algunos otros hitos.

A nadie escapa que la adjudicación del torneo se aseguró mediante el petrosoborno, a través de los beneficios generados por una de las industrias que más contribuye a destruir nuestro planeta. Pero es que, además, el Mundial se celebra en un país abiertamente hostil a las mujeres y criminalizador de la comunidad LGTBIQ+, por no hablar de que se trata de un evento tradicionalmente veraniego celebrado en otoño por pura codicia, aunque también haya ahí una poderosa metáfora: el cambio climático ha ampliado finalmente nuestro verano occidental. En cualquier caso, el histórico reciente de la FIFA tiene su miga. La adjudicación del Mundial de 2018, igualmente corrupta, cayó en las manos de una Rusia que ya había ocupado partes de Ucrania en 2014, coincidiendo con los Juegos Olímpicos de Sochi. El contraste con las antiguas Olimpiadas no podría ser mayor: si aquellas estaban marcadas por la ekejeria (la “promesa de la tregua olímpica” o “paz olímpica”), en nuestra cínica versión moderna, por poner otro ejemplo reciente, China pidió a Rusia que retrasara su invasión de Ucrania hasta después de los Juegos de Invierno de Pekín. El impacto mediático y los pingües beneficios asociados son la nueva koiné de la diplomacia deportiva. Por supuesto, y a pesar de que los parlamentos y cancillerías de Estados Unidos, Reino Unido, Francia, Holanda o Canadá denunciaron el genocidio contra los uigures, todos ellos enviaron entusiastas delegaciones deportivas para sumar, entre los cuatro, 84 “gloriosas” medallas. Son apenas algunos ejemplos de la vergüenza del deporte, utilizado como cínica cobertura de aprovechados, sátrapas y belicistas.

Por supuesto, nada de esto es reciente. La corrupción extrema del COI, la FIFA y la UEFA, todas entidades privadas, es antigua y está bien documentada. Todos sabemos que la organización de megaeventos deportivos beneficia a un número limitado de contratistas, malgastando recursos que podrían destinarse a mejorar o potenciar los servicios públicos. Atenas 2004, Londres 2012 y Río 2016 superaron con creces sus presupuestos iniciales, anticipando o coincidiendo con severas crisis fiscales del Estado. Madrid, por fortuna, evitó por los pelos la previsible orgía de contratos con los amigos de la Gürtel y Bárcenas, aunque los ejemplos de mala gestión, lavado de dinero, tráfico de influencias y otras corruptelas han ocupado cabeceras internacionales, desde el caso FIFA, que acabó con las cabezas de Blatter y Platini, hasta el presunto pelotazo de la Supercopa de España, que se celebra en la wahabita Arabia Saudí para mayor gloria de Rubiales y Piqué.

Pero los vínculos dictatoriales del deporte mundial están bien ensayados. No olvidemos que los Juegos Olímpicos modernos fueron fundados por aristócratas europeos, o que el relevo de la antorcha fue un símbolo ensayado por vez primera en las Olimpiadas de Berlín de 1936, bajo la atenta mirada de Adolf Hitler e inmortalizado por Leni Riefenstahl: un acto simbólico diseñado por Joseph Goebbels para mostrar el creciente poder del nazismo. El recorrido de aquella antorcha es muy elocuente. Tras encenderse en Olimpia mediante un espejo parabólico y rayos solares, recorrió Bulgaria, Yugoslavia, Hungría, Austria y Checoslovaquia, países que no tardarían en caer bajo el dominio nazi. Pero hay más ejemplos. Los Juegos de 1968 se celebraron tras la masacre estudiantil de Tlatelolco, y sus más célebres participantes, los atletas afroamericanos Tommie Smith y John Carlos, fueron inmediatamente deportados tras levantar el puño que simbolizaba el black power y la lucha por los derechos civiles. Por su parte, el Mundial de Fútbol de 1978 sirvió de eficaz escaparate publicitario para la Junta Militar Argentina mientras llevaba a cabo el exterminio ideológico y físico de buena parte de su población.

España, sin ir más lejos, es un buen ejemplo de las contradicciones del deporte mundial. El golpe de Estado de Francisco Franco interrumpió la Olimpiada Popular de 1936 en Barcelona, celebrada en oposición al espectáculo propagandístico de Berlín. Los Juegos volverían en 1992 de la mano de un sonriente Juan Antonio Samaranch, falangista de primera hora, procurador en las Cortes franquistas y eterno presidente del COI, a cuya reelección renunciaría por un escándalo de corrupción, aunque acabaría celebrado con una fastuosa capilla ardiente como hijo predilecto de Cataluña. Así que, visto lo visto, ninguna de las polémicas que rodean al Mundial de Qatar debería sorprendernos. Paradójicamente, los mayores espectáculos lo son porque son los más inclusivos, ya que, nos guste o no, reflejan el mundo tal y como es. Hay mucho dinero por ganar mimando a las dictaduras, como bien sabía nuestro rey emérito. Y con el circo, siempre viene el pan.

El disfrute del aficionado de a pie consiste en ceder el control de los acontecimientos y experimentar toda la gama de emociones humanas en apenas 90 minutos, desde la euforia de la victoria hasta la devastación de la derrota. Pero ahí está, precisamente, la vergüenza de quienes nos decimos demócratas: en ceder el control y renunciar a cualquier impulso ético a cambio de ser entretenidos. Nuestra pasividad como espectadores anticipa nuestra pasividad como ciudadanos. La fórmula es fácil: el disfrute es nuestro, pero los beneficios no. El Mundial de Qatar se constituye, así, en una potente metáfora de un mundo que arde para provecho de unos pocos, mientras la mayoría nos mostramos incapaces de desprendernos de nuestros hábitos de consumo. La construcción de megaestadios en el desierto sólo lo hace más explícito y obsceno, pero no cambia nada: el deporte solo es un síntoma; el problema está en cómo organizamos nuestras sociedades y economías, en cómo se relacionan las naciones.

Nos guste o no, nuestro consumo, también el deportivo, tiene un coste humano abrumador que se desplaza de arriba abajo, de ricos a pobres, de los blancos manteles del deporte mundial a las espaldas ennegrecidas de miles de trabajadores sin nombre. Como nos ha recordado hace bien poco el entrenador del Liverpool, el alemán Jürgen Klopp, todos tenemos la culpa. Pero unos más que otros.


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