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roland garros
Columna
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El día de irse, por suerte, no es hoy

Su increíble última gesta en París despierta en mí una admiración que no sé si es más tenística o humana. Rafael solo se despedirá cuando vea agotadas todas las posibilidades

Nadal muerde su decimocuarta Copa de Mosqueteros. Foto: ANNE-CHRISTINE POUJOULAT (AFP) | Vídeo: EPV
Toni Nadal

Me van a perdonar, pero debo escribir sobre el decimocuarto título que acaba de alzar mi sobrino en Roland Garros. Me sobran los adjetivos que el pudor me pide retener, pero me faltan las palabras que puedan describir la alegría que siento en estos momentos.

Cuando Rafael ganó el último punto de la final de 2005 a Mariano Puerta tuve un primer pensamiento de profundo alivio y de deber cumplido. Por supuesto, albergaba ya en aquel momento esperanzas de que siguiera cosechando éxitos, pero jamás me habría imaginado que 17 años después mi sobrino sumaría, con este último Grand Slam, su vigesimosegundo título. Su larguísima trayectoria ha estado marcada por una lesión que mantuvimos con cierto secretismo durante bastante tiempo en nuestro círculo privado, pero que fuimos arrastrando a lo largo de los años como una silente amenaza que nos aportaba una dosis extra de temor y a Rafael, sobre todo, de sufrimiento. Es por esto que su increíble última gesta despierta en mí una admiración que no sé si es más tenística o humana.

Rafa Nadal besa el trofeo del Open de Australia.

En las finales, y con más razón si son de Grand Slam, el interés no es tanto el juego como el conocer el nombre del ganador. Aun así, hoy toca hacer un breve análisis del encuentro. El partido no fue brillante. Creo que, a medida que iban transcurriendo los juegos, Casper Ruud fue acusando la presión de lo que significa la final de Roland Garros. Rafael salió con una táctica clara: cargar el juego sobre el revés de su rival. Si ante Djokovic lo vimos claramente agresivo y buscando el golpe ganador con su drive paralelo, ayer optó por una táctica más conservadora. Con bolas altas y cargadas de efecto, buscó provocar una y otra vez el error del jugador escandinavo.

A nuestro rival le faltó algo de valentía y decisión. A mi modo de ver, solo había una posible decisión: intentar anticiparse en el golpeo, aunque ello significara asumir algún riesgo de más. El hecho de no hacerlo lo fue conduciendo a una falta de fe en sus opciones y acabó por descentrarlo en el set final. Buena prueba es que Rafael se anotó los 11 últimos juegos del partido de manera consecutiva.

Estos últimos días se han desencadenado no pocos rumores sobre si este sería el último Roland Garros en el que veríamos jugar a Rafael. El temor fue alimentado, en cierta medida, por sus palabras en una rueda de prensa y porque a día de hoy la gravedad de su lesión en el pie izquierdo es ya difícil de ocultar. También es imposible no percatarse del enorme desgaste que todo esto le está causando no solo a nivel físico, sino también a nivel emocional.

Muchos espectadores esperaron en ascuas algún anuncio al respecto en su discurso después de levantar la Copa de los Mosqueteros. Yo, entre ellos. Como tío, lo que más me importa es su salud y su felicidad, pero debo reconocer que no solo sentí un gran alivio cuando escuché de su boca que hará lo que esté en su mano para poder seguir adelante, sino que me emocioné profundamente.

Sé que el tenis le ha dado a Rafael muchas recompensas y mucha felicidad, y que actualmente jugar le está afectando, incluso anímicamente. Pero encaja perfectamente en su carácter irse solamente cuando él vea agotadas todas sus posibilidades y vea que no puede dar nada más. Y ese día, por suerte no es hoy.

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