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Muere a los 83 años Manolo Santana, mucho más que un tenista

El legado del legendario jugador, uno de los grandes ‘quijotes’ del deporte español, trasciende a los fabulosos logros en las pistas, en las que irrumpió como un chico humilde en un juego de ricos. Alcanzó la cima y desafió al imperio anglosajón

Manolo Santana besa el trofeo de ganador de Wimbledon el 1 de julio de 1966.
Manolo Santana besa el trofeo de ganador de Wimbledon el 1 de julio de 1966.AP
Alejandro Ciriza

Manolín, Santana o, sencillamente, Manolo, como se le conocía cariñosamente entre la familia del tenis y porque así él lo quería, dado siempre el madrileño a reducir distancias, falleció este sábado en Marbella (Málaga) a los 83 años después de haber dejado una profundísima huella en el deporte español. Un legado único. Reconocido como uno de los grandes impulsores de la raqueta, holló la cima del circuito —alcanzó el número uno en 1965— y además conquistó cuatro grandes: Roland Garros (1961 y 1964), Wimbledon (1966) y el US Open (1965). En cualquier caso, su trascendencia va mucho más allá de los éxitos.

Nacido el 10 de mayo de 1938, Santana popularizó el tenis en unos tiempos en los que este deporte estaba reservado a los estratos sociales más pudientes y en el contexto de la posguerra. Procedente de una familia muy humilde —su padre, Braulio, era electricista de la Empresa Municipal de Transportes y su madre, Mercedes, ama de casa—, supuso el gran referente para las generaciones posteriores y fue uno de los grandes estiletes para el despegue triunfal del deporte español. Ahí están Rafael Nadal y tantos otros, pero sin Santana nada hubiera sido posible. Con él y un pequeño puñado de intrépidos comenzó todo.

Santana es sinónimo de victorias y de grandes pasajes, de un sinfín de anécdotas. Cosechó 72 títulos, además del oro olímpico individual y la plata del dobles en los Juegos de México de 1968, cuando el tenis era todavía un deporte de exhibición. Sin embargo, su magnitud va mucho más allá de las pistas y apunta a la epopeya de un niño nacido en el seno de una familia muy humilde que atrapó un sueño prácticamente inalcanzable, en mitad de una época de oscuridad, la España franquista, y de un contexto profesional extremadamente complicado.

Santana era ese chico nacido en la calle madrileña de López de Hoyos en cuya casa se pasaba hambre y escaseaban los recursos, que un buen día fue a llevar el bocadillo olvidado a uno de sus tres hermanos (recogepelotas) y que a partir de ahí no se separó del tenis. Aquella visita al Club Velázquez, pura casualidad, marcó un antes y un después. Se fabricó una raqueta con el respaldo de una silla y empezó a desempeñar todo tipo de labores para ayudar en casa con las propinas. El muchacho, un polvorilla con encanto y risa fácil, se ganó rápido a la acaudalada familia Romero Girón, que se encargó de su formación.

No al profesionalismo

En una España gris, fue abriéndose paso y proyectándose hasta que con 20 años conquistó el Campeonato de España, en 1958. Fue su tarjeta de presentación. Después, a los 23, elevó su primer Grand Slam en París y cogió vuelo internacional, repitiendo el triunfo tres años después, antes de tomar la hierba de Nueva York en Forest Hills y, sobre todo, de emprender la captura de su gran objetivo: Wimbledon.

Lo hizo Santana todo como amateur, rechazando varias propuestas para sumarse al profesionalismo y, por tanto, desmarcándose de compañeros como José Luis Arilla o Andrés Gimeno. Si lo descartó fue por la mediación del dirigente Juan Antonio Samaranch, que le proporcionó soporte económico y le convenció para que se concentrara en la Davis y en tratar de expandir la práctica del tenis en el país.

Santana, durante una serie entre España y Gran Bretaña, hace tres años en Marbella.
Santana, durante una serie entre España y Gran Bretaña, hace tres años en Marbella.JORGE GUERRERO (AFP)

Se destapó el español en un territorio dominado por los anglosajones y se adueñó del All England Tennis Club cuando el código único era el saque-volea. Tenaz y persistente, habiendo guiado ya a España a la primera de sus dos finales de la Copa Davis (1965 y 1967), fue escaneando a los poderosos australianos, los mejores de la época, y compartiendo entrenamientos con los Laver, Newcombe, Roche o Emerson hasta dar con el gran premio. Aquel menudo español, con el pelo zaino, dentadura prominente y simpaticón, ya se hacía respetar.

Las caídas de Newcombe y Emerson despejaron el cuadro y en la final, contra el estadounidense Dennis Ralston —un tipo fuertote que le había derrotado previamente en Queens—, venció por 6-4, 11-9 y 6-4. Lo hizo con el escudo del Real Madrid en el pecho, pese a que la normativa lo prohibía, y saltándose luego el protocolo con un beso a la duquesa de Kent.

Es el gran hito deportivo del pionero, del embajador, del tenista que a nivel nacional posee casi todas las plusmarcas en la Copa Davis: más triunfos en total (92), en individuales (69) y dobles (23), más series jugadas (46). Colgó la raqueta oficialmente en 1973, aunque ofreció un par de reapariciones testimoniales y siempre estuvo estrechamente ligado a su deporte. Capitaneó al equipo español en dos etapas, de 1980 a 1985 y de 1995 a 1999.

Un señor con mayúsculas

“Yo soy tenis”, solía decir con su habitual cercanía y buen humor, afable fuera cual fuera la circunstancia. Presente en todos los rincones del circuito, se dejaba ver en casi todos los grandes torneos hasta hace dos años, cuando comenzó a disminuir su presencia pública.

Santana posa en la pista de la Caja Mágica que lleva su nombre, en abril de 2009.
Santana posa en la pista de la Caja Mágica que lleva su nombre, en abril de 2009.

Casado cuatro veces —deja viuda a Claudia Rodríguez— y padre de cinco hijos, Santana se adentró en territorios completamente insospechados para un deportista español de aquella época. Viajes transoceánicos, el inglés, personalidades de toda índole. Hablar de Santana supone hacerlo de raquetas de madera y del blanco y negro; también, de un señor con mayúsculas que se ganó el respeto y la admiración de su deporte. Elogiado aquí y allá, desde los colegas australianos a los que trataba de imitar hasta el distinguido Roger Federer. “El gran caballero, con todas las letras”, definía al suizo, aunque sentía especial devoción por Rafael Nadal. “Un fenómeno”, describía al balear con cariño.

De 2002 a 2018 ejerció como director del Mutua Madrid Open, y tras delegar en Feliciano López se retiró felizmente a su domicilio de Marbella para disfrutar del buen clima y pelotear a diario en su club. Allí, como en la Caja Mágica, el Club de Tenis Puente Romano también le concedió su nombre a la pista principal. Pese a la edad y al declive físico, no dudaba en coger un avión y desplazarse a Nueva York, Montecarlo, París o Londres acompañado de su esposa. Ahora, reconocido internacionalmente y querido en todos lados, el tenis se pone a sus pies para despedir a uno de sus grandes.

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Sobre la firma

Alejandro Ciriza
Cubre la información de tenis desde 2015. Melbourne, París, Londres y Nueva York, su ruta anual. Escala en los Juegos Olímpicos de Tokio. Se incorporó a EL PAÍS en 2007 y previamente trabajó en Localia (deportes), Telecinco (informativos) y As (fútbol). Licenciado en Comunicación Audiovisual por la Universidad de Navarra. Autor de ‘¡Vamos, Rafa!’.

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