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Blogs / Cultura
La Ruta Norteamericana
Por Fernando Navarro
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“Antonio Machín era bueno, ¿eh? Ese era bueno”

Hoy por hoy, en esta época, seis décadas de pareja como abuelo Alfredo y abuela Conce, incluso la mitad de tiempo, es algo que me parece más improbable en la vida de cualquier persona que la paz en Oriente Próximo

Una pareja joven baila en la verbena popular ante la atenta mirada de unos mayores.
Una pareja joven baila en la verbena popular ante la atenta mirada de unos mayores.Chema Conesa
Fernando Navarro

La última vez que hablé con abuelo Alfredo estaba postrado en la cama de un hospital, me miró con sus ojos cansados y me dijo, deslizándose despacio hacia mi lado: “Antonio Machín era bueno, ¿eh? Ese era bueno”. Y se esforzó en sonreír como siempre hacía, pero apenas tenía fuerzas para unir dos palabras. A los tres días de esa mañana, abuelo Alfredo murió.

Abuelo Alfredo no era mi abuelo. Era el abuelo de la madre de mi hijo. Un hombre sencillo y trabajador, y, sobre todo, un ser tan entrañable que, al poco de conocerle, empecé a llamarle abuelo Alfredo como si también fuera el abuelo que nunca tuve. Siempre tuve abuela, pero nunca abuelo. Quizá por eso al principio a la mujer del abuelo Alfredo me salía más llamarla Conce, aunque su nombre real era Concepción y todos en su familia la llamaban abuela Conce. Al final, traté a ambos con título de abuelos, el más noble de todos los títulos que conozco.

Conocí al abuelo Alfredo y a la abuela Conce hace muchos años, cuando la madre de mi hijo entonces era mi pareja. Eran un matrimonio “de los de antes”, que dicen, como si eso definiese todo, aunque, en el fondo, solo fuera una etiqueta que los de ahora ponemos para ahorrarnos el vértigo de pensar en todas esas décadas que unen a dos personas. A decir verdad, yo, más que verlos como un matrimonio de los de antes, los veía siempre como una pareja sólida y ejemplar, que encajaba a la perfección dentro de su campechanería. No era el único.

Ambos eran del mismo pueblecito de Béjar, un lugar tranquilo y alejado del ruido de las ciudades que, cuando ellos eran niños, era un pueblo mucho más vivo y grande que la aldea anciana y despoblada que es ahora, donde no se llega a los 50 habitantes y las escuelas llevan vacías tanto tiempo que, entre hierbajos y bichos de campo, ya son como esos edificios abandonados que ilustran otro siglo.

Abuelo Alfredo y abuela Conce estuvieron juntos toda la vida. Empezaron a salir de adolescentes. Según contaban sus hijos y sus nietos, eran la pareja más longeva del pueblo, incluso de otros pueblos de los alrededores. Eso, en el fondo, era difícil saberlo porque en los pueblos de España hay muchos matrimonios de largo recorrido, pero qué más daba. Nadie hablaba de ello como si se tratara de una competición, sino que, más bien, era un orgullo sano de los que les querían por ver a esa pareja con los mismos ojos con los que todo el mundo veía al gran roble de la plaza del pueblo, un árbol casi centenario y robusto del que todos presumían.

Justo al lado de ese roble donde nos gustaba sentarnos a comer pipas, Alfredo sacó a bailar por primera vez a Conce en una fiesta popular. España todavía se veía en blanco y negro, la orquesta se puso a tocar a Antonio Machín y un joven pidió un baile a la que quería que fuera su prometida. Según me dijo entre embutidos y hogazas de pan en la cocina de su casita del pueblo, la primera que bailaron fue Mira qué eres linda. Se quedaron bailando un buen rato hasta que, sin darse cuenta, más de medio siglo después, seguían bailando. Yo mismo les vi bailar, a pequeños y lentos pasos, esa canción en unas fiestas del pueblo. Pensé que, si yo tenía Maneras de vivir, Dolores se llamaba Lola, Entre dos tierras o So Payaso como himnos vitales de noches etílicas en las fiestas de los pueblos, qué de grandes serían las canciones de Antonio Machín para ellos. No podía ni imaginármelo.

Antonio Machín.
Antonio Machín.

Su hijo y sus tres hijas, así como sus 11 nietos, eran felices viendo la vida en común de abuelo Alfredo y abuela Conce. Era una alegría mundana muy contagiosa. Se reían y te reías con ellos. Te hablaban y siempre reinaba la amabilidad y la disponibilidad. Eran bondadosos en toda la plenitud de una palabra que es tan difícil aplicar en esta vida tan frenética y salvaje. Cuando les veías sentados en el banco de la plaza o en las sillas de la cocina, siempre te daban ganas de decirles algo que les hiciese sonreír. Sonrían con facilidad y eso era impagable. Pero mucho más era ver el cariño tremendo que se profesaban, el amor duradero que seguían transmitiendo con naturalidad asombrosa. ¿Cómo lo hacían?

Si siempre ha habido matrimonios de los de antes, sujetos por la inercia de la rutina, la estricta moralidad católica, el miedo a la soledad o la falta de opciones, sorprendía mucho ver que ellos dos guardaban un secreto envidiable sobre el amor en todas sus variantes. No solo porque, a sus más de ochenta años, los vieras cuidarse en cada detalle y cogerse la mano con sigilo adolescente, sino porque cuando discutían por cualquier tontería que les agobiase del bienestar de sus hijos o nietos lo hacían también con cariño y respeto. Nada parecía poder acabar con lo más importante entre ellos: lo que se querían. Cuando sus hijos y nietos se lo recordaban, al abuelo Alfredo le gustaba decir: “Ay, mi Conce qué linda es”. Y ella, sonriendo como una niña estrenando un juguete, respondía: “Mira que es tonto este Alfredo”.

Solo la muerte podía separarles y la muerte, como siempre, se puso a trabajar. Abuela Conce cayó realmente enferma. Fue extraño: ella siempre parecía más fuerte que él. Abuela Conce me recordaba a Mamá Joad, la madre de la familia Joad de la novela Las uvas de la ira de John Steinbeck que tira de su familia y al que su marido desesperado por la pobreza le reconoce que ella es la que da ánimo a todos y no sabe ni cómo lo hace. La misma mujer que John Ford en su película quiso que protagonizase la escena final cuando dice: “La mujer se adapta mejor que el hombre. Los hombres vivís como si fuera a golpes. Nace un niño, muere alguien… a golpes. Tienes tu tierra y te la quitan. Otro golpe. Pero la mujer vive las cosas más seguidas, como un río. Hay remolinos y cascadas, pero el agua sigue andando siempre. Las mujeres somos de esa manera”. Abuela Conce, como sus hijas que aprendieron de ella y como sus nietas que aprendieron de sus madres, eran ríos que se adaptaban mejor que los hombres a todos los problemas. Por eso, la muerte de abuela Conce era un golpe mucho más fuerte de lo que ya era: fue un golpe definitivo para su marido.

Imagen de la película 'Las uvas de la ira' con Mamá Joad en el centro junto a sus hijos.
Imagen de la película 'Las uvas de la ira' con Mamá Joad en el centro junto a sus hijos.

El entierro de abuela Conce fue en el pueblo. Abuelo Alfredo estuvo desde el primer día triste, aunque no molestaba a nadie. Su deterioro físico fue en picado. Se vino a vivir a Madrid, cosa que no le hacía ninguna gracia, y sus hijos estuvieron muy pendiente de él. En las comidas y cenas familiares, antes de sentarse en la mesa, aguardaba sentado en el sofá viendo la televisión. Desde que le conocí siempre era puntual al “parte”, como él llamaba a los telediarios de TVE del día y la noche. Era lo único, me dijo una vez, que le interesaba. Incluso, con el paso de las semanas, dejó de interesarse por jugar la partida. A mí me gustaba sentarme cerca de él y, entonces, aprovechaba para comentar noticias conmigo.

Un mediodía, antes de sentarnos a comer, me dijo con su habitual sonrisa grandota que él era como un buitre. No sabía a qué se refería. Al parecer, había visto un documental en la televisión en el que se explicaba que los buitres conocen una pareja y se quedan con ella para toda la vida. Viven, crían juntos e incluso salen a volar siempre con su pareja. Es una unión tan tremenda la que tienen que, cuando uno de la pareja muere, el otro puede también morirse de pena. De hecho, es una causa de muerte habitual entre los buitres. Abuelo Alfredo me dijo que eso le iba a pasar a él. No le hice mucho caso, pero tampoco nadie en su familia le hacía mucho caso cuando decía que él ya quería morirse. Puede que lo dijese en serio, pero todos hacíamos como si el abuelo, como tantos abuelos, chochease un poco.

Abuelo Alfredo tardó en morir apenas un año y medio tras el fallecimiento de su mujer. Cada mes que pasaba, era como si le quitasen un trozo del espíritu. Se iba apagando, sentado en sofás y atendiendo a tantos partes que no hablaban más que de un mundo desastroso. Yo no vi más que los primeros meses de ese deterioro. Me separé y dejé de acudir a comidas familiares. La madre de mi hijo me contaba que solía preguntar por mí. Su nieta y yo habíamos estado muchos años juntos desde jóvenes y le gustaba vernos como a él y Conce. La familia le veía muy triste por todo y no querían añadirle otra preocupación. Nunca le contaron la verdad. Lo tenían fácil para buscar una excusa para mi ausencia: como era periodista, decían que estaba trabajando, aunque fuera sábado, domingo o festivo. Yo nunca dudé de que se olía todo. Porque era un buenazo, pero también listo.

Al poco de ingresar en el hospital, pedí ir a ver al abuelo Alfredo, que había vuelto a preguntar por mí. A mi expareja le pareció una gran idea, pero me pidió que no le dijese la verdad sobre nuestra separación. La mañana que acudí al hospital me volví a poner el anillo en el dedo. Al entrar en la habitación, me impactó ver lo batido que estaba sobre esa cama. Sin embargo, su mirada se encendió cuando nos vio a su nieta y a mí y hallé un rasgo de vitalidad en ese cuerpo tan marchitado. Lo primero que me preguntó fue lo que siempre me preguntaba cuando me veía: “¿Qué tal tu trabajo, majo?”. Y eso dio pie a charlar un poco, no mucho porque estaba muy débil. Allí estábamos su nieta y yo con tres de sus hijos, entre ellos la madre de mi expareja que, ya abuela de dos nietos, se parecía cada día más a la abuela Conce. En algún momento de la conversación, mi expareja comentó la entrevista que le hice a un músico muy famoso y, entonces, abuelo Alfredo, al que le costaba respirar una barbaridad, se deslizó en la cama y me soltó lentamente: “Antonio Machín era bueno, ¿eh? Ese era bueno”. Yo asentí, recordando ese baile con su mujer, y, antes de que pudiese decir algo ingenioso, vi cómo se le cerraban los ojos y hacía por dormirse.

Cuando murió abuelo Alfredo, fui al tanatorio solo y allí me encontré después de meses con la misma familia con la que había compartido tantas comidas y cenas por todo tipo de celebraciones. Padres, tíos, primos… estaban todos como cuando nos reuníamos en los primeros días de agosto en el pueblecito de Béjar para celebrar el cumpleaños de abuelo Alfredo. Ese cumpleaños era un acontecimiento familiar de una envergadura mayor que la Navidad. Estar en un tanatorio siempre es muy raro, pero estarlo ese día fue mucho más de lo que pude imaginar. Al despedirme a través de la cristalera de ese buen hombre, al que le encantaba contarme cosas de su trabajo como repartidor de patatas, recordar cómo sobrevivían a los años del hambre en el pueblo o comentar cualquier noticia del “parte”, supe que también me estaba despidiendo de la que fue mi familia política durante tantos años. Nadie lo había decidido, pero era así. La vida es, a veces, lo contrario a lo que quieres.

Cuando leí el reportaje que se publicaba en este periódico sobre Julita Salmerón y Antonio García, quienes llevan 63 años de amor, me acordé de abuelo Alfredo y abuela Conce y eché cuentas. Cuando ella murió con 89 años, llevaban juntos más de 65 años. Quizá debí escribir un reportaje sobre ellos cuando pude, pero nunca fui bueno en ver las noticias que verdaderamente importan. Tampoco en vendérselas a los jefes. Hoy por hoy, en esta época, seis décadas de pareja, incluso la mitad, es algo que me parece más improbable en la vida de cualquier persona que la paz en Oriente Próximo, aunque, para no ser cenizo e intentar darle una oportunidad al romanticismo más mayúsculo, también es verdad que a Bob Dylan le dieron el premio de Nobel de Literatura. Quizá cualquier cosa es posible.

Ayer, conducía por carreteras secundarias de Castilla y León similares a las que llevan al pueblecito de donde eran abuelo Alfredo y abuela Conce cuando el reproductor de cedes se volvió loco. Desde hace días hace saltar los discos hasta que no se pueden escuchar. La típica tontería que puede amargar un viaje para alguien que necesita que la música suene en un coche antes de que tenga aire acondicionado. De mal humor sintonicé la radio y apareció una emisora local en la que sonaba Antonio Machín. Dejaron varias canciones de él. Para cuando llegó Mira que eres linda, había parado el coche en una cuneta de uno de esos prados amarillos de paja y sol fundido y, con la ventanilla bajada y el volumen bien alto, encendí un cigarrillo de un paquete de tabaco que se había dejado un amigo. No soy de fumar, pero me apetecía. La música se oía hasta en lo lejos del horizonte. Visualicé a abuelo Alfredo y abuela Conce bailando en la plaza del pueblo. Al ritmo suave de ese bolero, pensé que es una tontería vivir con miedo a que el amor se acabe porque supiste que una vez se acabó. A veces, nos inventamos problemas donde no los hay. Me relajé, disfruté de la canción y, como si alguien pudiese escucharme, dije en alto: “Antonio Machín era bueno, ¿eh? Ese era bueno”.


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Sobre la firma

Fernando Navarro
Redactor cultural, especializado en música. Pertenece a El País Semanal y es autor de La Ruta Norteamericana. Ejerce de crítico musical en Cadena Ser. Pasó por Efe, Abc, Ruta 66, Efe Eme y Rolling Stone. Ha escrito los libros Acordes Rotos, Martha, Maneras de vivir y Todo lo que importa sucede en las canciones. Es de Madrid.

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