¿Demasiados países?

La novena entrega de ‘El mundo entonces’, un manual de historia sobre la sociedad actual escrito en 2120, cuenta que nunca había habido tantos países y que casi todos tenían sistemas parecidos: elecciones, impuestos, leyes, cárceles...

Banderas de diferentes naciones.
Banderas de diferentes naciones.Oliver Helbig (Getty Images)
Martín Caparrós

En esos días el mundo estaba lleno de países: 195 “estados soberanos” reconocidos. En 1920 eran 76: cien años después eran más del doble. Quizá lo más distintivo de la época era que, salvo muy contadas excepciones, cada territorio se preciaba de gobernarse a sí mismo según sus propias leyes y maneras: ese orden, que entonces se presentaba como lógico y natural, no había sucedido nunca antes en la historia.

Monos con la bandera de la Union Jack, en el peñón de Gibraltar.
Monos con la bandera de la Union Jack, en el peñón de Gibraltar. picture alliance

Siempre había habido imperios, colonias, apropiaciones de tierras por poderes más o menos distantes. Y en esos días el mundo acababa de salir de otra versión de este sistema: la Edad Occidental, el largo lapso en que el Extremo Occidente europeo había ocupado buena parte de América, Asia y África. La última de las grandes descolonizaciones, la africana, tenía solo unas décadas. Quedaban todavía unos pocos enclaves —Guam, Hawaii, Malvinas, Gibraltar, Ceuta y Melilla, los territorios franceses de ultramar— pero eran parcelas ínfimas, restos anacrónicos. Lo cierto era que, por primera vez desde que habían empezado a formarse estados, unos 6.000 años antes, no había metrópolis que ejercieran su poder colonial sobre otros grandes territorios.



El país era entonces la unidad básica geopolítica del mundo —y habían proliferado inconteniblemente. No había nada más nuevo que los países. Solo siete seguían siendo como eran antes del 1800: Japón, Francia, Suiza, España, Portugal, Suecia, Estados Unidos. Todos los demás tenían dos siglos o menos y muchos recién cumplían 60 años, una docena 30 —pero parte del relato nacional consistía en presentarlos como entidades eternas, esencias inmutables. Y miles de millones de personas, desprovistas de referencia histórica, lo aceptaban: es probable que los siglos XX y XXI hayan sido la época en que el nacionalismo, basado en esa imagen, sirvió más y mejor a los diversos poderes para mantenerse y llevar adelante sus proyectos. Opacado el brillo de los dioses, fue el gran momento de las patrias.

Allí donde los hombres supieron pelear —durante milenios— por sus divinidades, sus reyes, sus jefes y caudillos, su grupo de dimensiones abarcables, la revolución francesa inauguró un período en que la nueva unidad simbólica era “la Nación”, la suma de sus ciudadanos. Así, todas aquellas causas y estandartes fueron reemplazados por lapatria, una entelequia que pretendía que los millones o cientos de millones nacidos dentro de las mismas fronteras compartían intereses naturales, naturalmente irrenunciables, y debían defenderse los unos a los otros contra los que no habían nacido allí. Pocas ideas derramaron tanta sangre como esta —que en 2020 todavía estaba en su apogeo.



Que —casi— todos los territorios fueran países formalmente independientes no significaba, por supuesto, que cada cual pudiera decidir por sí mismo su destino. En esos días el poder de las potencias globales se ejercía de maneras menos visibles, más sutiles, probablemente más eficaces, y la autonomía de los países pobres era, en muchos asuntos, más formal que real. En ese mundo de desigualdades, una de las más claras se establecía entre los tres o cuatro países todopoderosos y casi todos los demás —bajo la cobertura formal de la igualdad de derechos para todos. La primera línea de intervención de los países dominantes solían ser las relaciones políticas y económicas corrientes; cuando había algún conflicto aparecían las presiones y sanciones comerciales —que el país poderoso no solo ejercía sino que también hacía ejercer a sus aliados menores—; si estas no funcionaban, a veces recurrían a bombardeos, invasiones y demás violencias.

Asamblea General de la ONU, el 14 de noviembre de 2022.
Asamblea General de la ONU, el 14 de noviembre de 2022. Michael M. Santiago (Getty Images)

O, en el mejor de los casos, discutían sus diferencias en la gran asamblea mundial creada tras la guerra 1939-1945 para tratar de evitar esos derroches. La —pomposamente bautizada— Organización de las Naciones Unidas era un gran edificio en Nueva York donde los enviados de cada país se reunían a debatir ciertos problemas, se lanzaban inmejorables intenciones y, alguna vez, evitaron incluso algún conflicto armado —siempre que las decisiones comunes no contradijeran los intereses de las potencias hegemónicas.



Hacia 1960 los países que integraban las Naciones Unidas eran unos 80. Entonces empezaron a agregarse las nuevas naciones africanas, caribeñas y asiáticas descolonizadas; después llegaron Bangladesh, las ex soviéticas, las nuevas balcánicas y alguna más, hasta acercarse a las 200: la expansión del número de países fue casi comparable a la del número de personas (ver cap.1)

La cifra de países no era exacta porque unos pocos estaban en discusión, como Taiwán o el Vaticano, ni tenía sentido porque, más allá de las formalidades, la palabra “país” recubría situaciones tan diversas. ¿Cómo postular que China o la India, con sus 1.400 millones de habitantes, eran lo mismo que Nauru, con sus 10.000 o San Marino con sus 33.000?

La presencia de esos dos gigantes, cuyo tamaño no guardaba ninguna proporción con todo el resto, tendría sus consecuencias. Cada uno de ellos contaba cuatro veces más habitantes que el tercero en la lista, y entre los dos reunían un tercio de la población del mundo. El conflicto estaba servido.

Había otros cinco países que juntaban entre 350 y 200 millones de personas cada uno: la gran potencia saliente, Estados Unidos, y cuatro del llamado Tercer Mundo u OtroMundo: Indonesia, Pakistán, Brasil y Nigeria. Entre 200 y 100 millones había siete, bien variados: Bangladesh, Rusia, México, Japón, Etiopía, Filipinas y Egipto. Esta enumeración deja muy clara una verdad de perogrullo: que la población de un país no definía en absoluto sus características —porque países muy distintos tenían poblaciones semejantes.

En síntesis, solo 15 países tenían más de cien millones de habitantes y, de esos 15, ocho estaban en el extremo asiático, el Nuevo Centro (ver cap.11). Los otros siete eran tres africanos, tres americanos y Rusia. Otros quince países eran grandes —entre 100 y 50 millones de personas—; los 160 restantes tenían entre 50 millones y 10.000 personas.

Y, pese a las diferencias, el orden mundial del siglo XXI suponía que cada nación era un ente independiente, con autonomía para decidir sus propias leyes y maneras de vida y su gobierno. Los países eran, todavía, una forma muy eficaz de parcializar cualquier iniciativa: todas ellas se segmentaban por país, modernizar este país, cambiar este país, salvar este país. Como si no tuvieran la posibilidad de emprender nada o casi nada más allá de esas fronteras que se habían inventado.

***

No solo la forma “país” se había impuesto en todo el globo; la enorme mayoría de esos países usaba los mismos sistemas de organización y de gobierno. Era el que habían iniciado más de dos siglos antes las revoluciones burguesas de Estados Unidos, Francia y Ñamérica. Durante el XX los países más establecidos habían llegado poco a poco a un modelo común, y los más recientes se armaron imitándolos: por primera vez desde la aparición de los estados casi todos compartían un formato semejante. Parece un dato menor pero no lo es: nunca en la historia los estados se habían parecido tanto los unos a los otros.

Describir esas formas puede parecer aburrido; es decisivo para entender la época. Cada estado-nación estaba constituido por un territorio, una población, un gobierno, una burocracia, unos cuerpos armados, una serie de actividades económicas basadas en la noción de propiedad privada. Las formas de gobierno podían variar y, en función de ellas, variaba también el grado en que los ciudadanos podían influir en la marcha de su país.

En general, los aparatos estatales se presentaban divididos en tres grandes bloques que, no por azar, se llamaban poderes: el “Poder Ejecutivo”, que incluía todos los organismos de gobierno, desde la presidencia hasta la última secretaría; el “Poder Legislativo”, que comprendía los parlamentos o congresos donde se elaboraban las leyes; y el “Poder Judicial”, que englobaba a los tribunales de justicia y su personal especializado.

Esa misma estructura, que funcionaba a nivel nacional, se replicaba en los niveles regionales y provinciales, consumiendo una cantidad muy notable de personas, recursos y energía. Los operadores de los dos primeros poderes se definían en elecciones más o menos libres, más o menos amañadas según los casos. En cambio casi todos los miembros del tercero eran nombrados por otros integrantes del mismo cuerpo, según un sistema de méritos y exámenes que nunca terminaba de excluir los acomodos personales y las alianzas políticas.



Los estados solían ser estructuras muy complejas que empleaban a millones de personas. La cantidad variaba mucho pero se puede calcular que, en el MundoRico, uno de cada cuatro o cinco trabajadores era empleado por un estado. Esto incluía, por supuesto, tanto a funcionarios y administradores como a maestros, policías, médicos, enfermeros, basureros, jueces, soldados, ferroviarios, investigadores, bomberos y un larguísimo etcétera. Así, los estados gastaban una parte significativa de los dineros del país para cumplir con sus obligaciones básicas. Entre ellas estaban la supuesta representación y realización de la voluntad de sus ciudadanos a través de sus estructuras de poder; su supuesta defensa ante las amenazas extranjeras que, en esos días, no solían aparecer; el supuesto cuidado de su salud, su educación, su vivienda, su seguridad; el supuesto control de las condiciones sanitarias, alimenticias, ambientales y demás contextos necesarios para la supervivencia general; la definición de esas reglas de convivencia llamadas “leyes” y su aplicación según los mecanismos de la “justicia”; el tan mentado “monopolio de la violencia”, que volvía más o menos ilegal cualquier uso particular.

Todos esos gastos de los estados se basaban en una prerrogativa decisiva: su potestad de cobrar “impuestos” a sus ciudadanos. O sea: de recaudar así el dinero supuestamente necesario para cumplir con todas sus funciones.



Los impuestos eran cantidades de dinero que cada estado reclamaba ante cualquier movimiento económico de sus súbditos, y solían ser un porcentaje de dicho movimiento. Podían ser indirectos: la parte que se apropiaba un estado cuando cualquier mercancía era vendida o comprada o cualquier servicio prestado o requerido. Podían ser directos: la parte que se apropiaba de lo que cada ciudadano cobraba por su trabajo o, incluso, de las propiedades, muebles o inmuebles, productivas o improductivas, que poseía. El tipo de impuesto que cada estado practicaba más y las proporciones que percibía definían sus características y eran objeto de las discusiones más encendidas.

Los impuestos indirectos eran considerados “regresivos”: le cobraban, en proporción, mucho más a los ciudadanos más pobres, que debían pagar sobre cada consumo la misma cantidad que los más ricos —y eso suponía una porción mayor de sus ingresos. Los impuestos directos solían ser considerados más “progresivos”, en la medida en que cobraban más a los que más tenían —y, en muchos países, sus proporciones aumentaban según aumentaban las sumas percibidas o poseídas.

El dinero de los impuestos era el capital con que contaban los estados para desarrollar sus actividades. Se suponía que esos impuestos servían para “redistribuir” de algún modo la riqueza: que parte del dinero de los que más tenían beneficiaba a los que menos al ofrecerles distintos servicios —educación, salud, seguridad, insumos varios, subsidios, pensiones— que no podrían obtener por sí mismos. La teoría estaba clara; la práctica, muchas veces no. Una parte importante de los ingresos por impuestos se gastaban en el aparato de los estados, que muchos veían como excesivo, o en inversiones que solo beneficiaban a los sectores con más poder en él.

Y los impuestos solían ser la herramienta que los políticos en el gobierno más usaban para favorecer a sus amigos —cobrándoles menos que lo debido— o para consolidar su poder. La forma más común consistía en utilizar el dinero recaudado para entregar dádivas a los más pobres, estableciendo con ellos lo que todavía se llamaba una relación de “asistencialismo clientelar”: el gobierno de turno —nacional, provincial, local— otorgaba esos dineros o bienes y, a cambio, esperaba que sus receptores lo apoyaran en elecciones, movilizaciones o lo que les pidiera.

Por otro lado, las diferencias en la capacidad de recaudar impuestos —y por lo tanto de gastarlos en sus políticas públicas— entre los países más ricos y los más pobres era otra de las desigualdades dominantes. La media global del gasto de cada estado rondaba el 45% de su Producto Interno Bruto, que era la cifra, por ejemplo, de Estados Unidos, Israel, Australia. Los países ricos de Europa gastaban algo más —entre el 50 y el 60— y los asiáticos bastante menos —entre el 40 y el 30%—. En la mayoría de los países africanos y los más pobres de América Latina, los estados gastaban menos del 20% de su PIB. Los estados más pobres no tenían los mecanismos, la credibilidad, el control necesarios para recaudar más, y no les alcanzaba para asegurar los servicios básicos que debían ofrecer.



Los mecanismos de cobro de impuestos eran múltiples. Los más ricos de los países pobres los evitaban con sus contactos y corruptelas, y los más ricos de los países ricos completaban esos mecanismos con legiones de abogados que aprovechaban los resquicios legales y la globalización para pagar lo menos posible (ver cap.13). Para defenderse —cuando querían defenderse— los estados usaban dos de sus prerrogativas principales: la administración de la justicia y el monopolio de la violencia.

En esos días, como siempre, la justicia era un concepto móvil: se llama “justicia” al conjunto de leyes y normas que una sociedad acepta en un momento dado. Esas leyes y normas siempre fueron el resultado de un pacto entre los distintos sectores de una sociedad, o sea: una expresión de las relaciones de fuerzas en cada sociedad en ese momento. El conjunto de esas leyes define lo que se puede o no se puede hacer en esa sociedad: un conjunto relativo, variable, con pretensiones de absoluto. Cada sociedad tiende a creer que su idea de justicia es algo ahistórico, inmutable, esencial, como los países, pero —como los países— no hay nada más variable: en Israel en tiempos de la Biblia era justo cobrarse ojo por ojo y matar a cualquiera que trabajara en sábado; en la edad media cristiana era justo obtener confesiones por tortura y meter la mano del reo en aceite hirviendo para ver si su dios lo absolvía. En esa Tercera Década, sin ir más lejos, era justo en ciertos países matar a pedradas a una mujer “adúltera” que, del otro lado de la frontera, en un país con otra justicia, no habría cometido siquiera una contravención. Pero en todo el mundo, entonces, la justicia consistía en sostener sin fisuras la propiedad privada y el castigo a quien la violara —ladrones, estafadores— y la “santidad de la vida humana” —siempre que los que eventualmente la profanaran no fueran “jueces” o soldados.

Para sostener su justicia cada país precisaba mantener un aparato, que también llamaban justicia: el conjunto de organismos, instalaciones y personal supuestamente dedicados a obligar a todos sus ciudadanos a cumplir sus normas.



Su punto débil eran las personas encargadas de gobernar ese aparato: esos personajes de carne y hueso llamados “jueces”. Se trataba, en la mayoría de los casos, de hombres y mujeres que habían llegado a sus cargos a través de un proceso largo de homogeneización mental y se creían merecedores de una serie de privilegios: en muchos países no podían ser removidos, recibían sueldos importantes, no pagaban impuestos. En algunos gozaban incluso de cierta reputación; en otros tenían fama de dejarse corromper con facilidad. Y, aún cuando no lo hacían, su papel era decisivo para bloquear cambios y renovaciones: la mayoría eran personas de talante conservador que usaban los textos de las leyes —siempre interpretables— para dar curso a sus prejuicios. Esa era, de hecho, la función principal del órgano superior del aparato judicial —Tribunal Supremo, Suprema Corte o como se llamara en cada país— compuesto por unos pocos señores —y poquísimas señoras— veteranos que, so pretexto de interpretar las leyes fundamentales, solía frenar las iniciativas de cambio que eventualmente presentaban los otros dos poderes de su estado.

Sede del Tribunal Constitucional español, en diciembre de 2022.
Sede del Tribunal Constitucional español, en diciembre de 2022. EUROPA PRESS

El aparato judicial estaba formalmente separado de esos dos poderes. Pero en muchos países esa separación era ficticia y sus jueces eran particularmente sensibles a las sugerencias y presiones de los miembros del gobierno. Además, aquellos mecanismos de “justicia” favorecían sin duda a los litigantes y acusados más ricos. El sinfín de argucias leguleyas que cualquier juicio incluía hacía que, con frecuencia, los ganaran las personas que podían pagarse los mejores abogados —y los perdieran las que no. Por todas esas características, la confianza en “la justicia” había mermado tanto en muchos países que empezó entonces, como sabemos, la búsqueda de mecanismos nuevos.



Para que las decisiones de la justicia pudieran aplicarse, los estados debían recurrir, decíamos, a otro de sus privilegios básicos: el tan mentado “monopolio de la violencia”. Ya lo trataremos con detalle (ver cap.22): casi todos los estados tenían, entonces, su propio ejército profesional humano, que debía servirle para repeler cualquier ataque contra su territorio —y, eventualmente, lanzarlo contra enemigos externos. Y tenían también otros cuerpos armados humanos profesionales llamados policía —o guardia civil, guardia de finanzas, gendarmería, carabineros, etc.—, preparados para mantener el orden en el espacio público, dirigir el tráfico automotor y reprimir infractores, descubrir y arrestar delincuentes, atacar a enemigos del gobierno. Esos cuerpos armados tenían, en la mayoría de los países, reputaciones muy dudosas: se los solía acusar de corrupciones, colusiones con los malhechores u otras actividades delictivas (ver cap.23).

Casi todos los estados disponían, junto con sus policías visibles, de uno o más cuerpos “secretos” dedicados a contrarrestar cualquier intento de socavar la maquinaria de ese estado —o a inclinarla en determinadas direcciones. El control parapolicial de la ciudadanía era una función principal de los aparatos del estado. Y la desigualdad de recursos de esos estados en los países más ricos y más pobres solía producir, también, una desigualdad en las formas de control: los estados más ricos podían ejercer un control más “blando” gracias a su abundancia de medios e instrumentos y su manejo de datos permantentemente actualizados (ver cap.18), mientras que los más pobres, que no tenían esos recursos, ejercían un control más duro, más directo, físico.



La acción combinada de policías y tribunales producía la forma de castigo más habitual: el encierro. Tras milenios de correctivos muy variados —que, en general, se ensañaban con los cuerpos de los reos— hacía más de dos siglos que la mayoría de los castigos del sistema judicial radicaban en separar esos cuerpos del resto de los cuerpos del cuerpo social. Se llamaban “penas de prisión” y consistían en encerrar al condenado durante un tiempo previamente decidido por un juez en unos edificios enormes, donde cientos o miles de ellos se hacinaban en celdas pequeñas, con pocas comodidades y bastantes peligros. Esa idea de privación de la libertad era una exaltación de la libertad: no había peor castigo —salvo en los países que mantenían la pena de muerte (ver cap.23)— que ese encierro. Que tenía, para rematarlo, una extrañeza extra: los depósitos estaban separados por géneros, varones con varones, mujeres con mujeres, o sea que parte de la condena consistía en no convivir, durante años, con personas del “sexo opuesto”. En tiempos en que tantos grupos reclamaban la mezcla igualitaria de hombres y mujeres en todos los espacios e instituciones, a nadie se le ocurría pedirla en las cárceles, como si allí realmente no correspondiera.



Era una buena metáfora de las contradicciones de la época.

Próxima entrega 10. Tan poca política

Unas democracias anquilosadas, desdeñadas por muchos, se defendían de la ofensiva de otras maneras del poder —y buscaban su futuro.

El mundo entonces

Una historia del presente

MARTÍN CAPARRÓS

El mundo Caparrós

'El mundo entonces' es un manual de historia que nos cuenta cómo era este planeta, sus sociedades, sus personas, en 2022. 'El mundo entonces' será escrito en 2120 por la célebre historiadora Agadi Bedu y llega a nosotros gracias a la gentileza de Martín Caparrós.

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