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Flamenco
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Niño de Elche mata el flamenco y lo resucita en la misma noche

El rey del cante iconoclasta asombra en el Teatro de la Zarzuela con una obra “de celebración y muerte” que oficia sentado en una especie de púlpito obrero

El niño de Elche
El Niño de Elche, el pasado martes, durante su actuación en el Teatro de la Zarzuela de Madrid.@TeatroZarzuela

A Niño de Elche le encanta cambiar el paso, aun a sabiendas de que muy pocos pueden seguirle la estela y de que él mismo, de tanto escorarse por cuantos vericuetos encuentra en su camino, ha acabado embarrancando en alguna ocasión. El cantaor que abjuró del cante jondo, se salió de madre (y padre) y suscribió todo tipo de insólitos tratados bilaterales en la historia de la diplomacia sonora; ese mismo caballero que aireó su condición de “exflamenco” solo por tocar las narices, el mismo que nunca quiso oír hablar de cánones, tablaos, certámenes, hermandades u oráculos de la ortodoxia, ha aprovechado que los radares de la flamencología le habían dado por imposible para manufacturar el disco acaso más flamenco de los 13 ―sí, ¡13―– que llevan ya estampado su nombre en portada.

Sorpresas da la vida. Regresa el flamenco, o algo que se le parece bastante, hasta los dominios de un artista cuasi flamenco al que siempre se le atragantó semejante condición. ¿Por qué? Con casi toda seguridad, porque a don Francisco Contreras Molina le ha dado la realísima gana. Y he ahí uno de los argumentos más determinantes cuando es arte lo que se dirime en la fría asepsia de unos estudios de grabación.

La obra en cuestión ostenta el alambicado título de Flamenco. Mausoleo de celebración, amor y muerte, apenas lleva en danza desde este viernes pasado y solo cuatro días más tarde se presentaba en sociedad en el Teatro de la Zarzuela. Hablamos de una plaza solemne e intimidatoria, de esas que dejan huella, para bien o para mal, en el currículo, pero Contreras desdeña el vértigo hasta contravenir incluso el más básico de los rituales escénicos. Va de frente el Niño, que ni siquiera se refugia en el espacio para el ensimismamiento y la encomienda del camerino y recibe al espectador a portagayola, encaramado ya desde muchos minutos antes a la tarima sobre la que oficiará todo el recital. Tan hierático e inmóvil que procede forzar la vista para percatarnos de sus parpadeos y comprender que se trata de él mismo, muy vivo y de cuerpo presente, y no de una mera reproducción a tamaño natural.

Será solo la primera en una larga lista de contravenciones de las normas, y eso que la velada, dedicada casi por entero a este Mausoleo, acabará ventilándose en unos prudentes 80 minutos. El ilicitano decide abrirla con el registro fonográfico íntegro de Seguiriya madre, la pieza que en el álbum comparte con Rosalía, mientras él y sus tres parejas de acompañantes –dos guitarritas, dos bailarines, dos cantaores y palmeros– permanecen estáticos y en penumbra, apenas visibles en forma de silueta. Eso de empezar un concierto escuchando un disco pasa a ocupar un lugar de privilegio en la clasificación de las decisiones incomprensibles; a menos, claro, que se trate de un homenaje tácito a la propia Rosalía y sus conciertos sin músicos.

Bamberas del enamorado, la primera interpretación de facto, refrenda al fin la ductilidad de una voz que emerge como un susurro, sin un solo aspaviento, acariciada por unas guitarras que se ciñen a un arpegiado delicadísimo. Es una letanía de enamorado, pero también un lamento, la premonición de la angustia. Lógico que el Niño la finalice con las palmas de las manos unidas en posición de orante desde esa especie de púlpito agromán, con palés y ladrillos a modo de alzas, que le han erigido en el centro de las tablas. Hay mucha exaltación del valor de lo inmóvil durante la velada, una invocación a la parsimonia y a un porte severísimo, casi lorquiano. Por momentos, Mausoleo… es un espectáculo solemne como la muerte misma y refractario al movimiento y la floritura. Los bailarines, Juan Berlanga y Eduardo Martínez, tardan 20 minutos en incorporarse del suelo y abordar una coreografía a pie quieto, circunscrita a los giros de cadera y el aleteo de brazos. Y el toque de Raúl Cantizano y Mariano Campallo perfila para Alboreá in articulo mortis un pulso tosco y metálico, duro y crudo, tan acerado como acostumbra a propugnar Raül Refree, que por algo es productor, instigador e ideólogo del disco. Si un grupo organizado de turistas se hubiese colado por despiste en la platea justo en ese momento, huirían despavoridos y reclamarían la devolución del dinero.

En esa fiera dialéctica entre amor y muerte, Contreras Molina reserva la segunda mitad del repertorio para la sonrisa y hasta la travesura. Guajiras del alma es una página bellísima y tan sentida como una herida sin cicatrizar, mientras que la pintoresca Farruca amarga adquiere un aire casi bufo, como de jazz manouche. Alegrías y flores, con coreografía no ya quieta sino sentada, se remata con un tiriti tran que Paco traviste en onomatopeya y trabalenguas, en pura mecanografía labial. La deconstrucción era esto y enriquece el discurso, por más que habrá quien encuentre impíos estos arrebatos de personalidad y actitud.

¿Más emociones fuertes? La colisión en Canto por no llorar entre su sonoridad luminosa y el argumento agridulce, o más bien desolado. La conmovedora Saeta gitana entre dos hombres, esa que nunca podrán canturrear los mundialistas de Qatar, en la que el de Elche recurre a la vibración bifónica de su garganta. Y el sofocante tañido obstinado para Los Campanilleros, que acaba convirtiéndose en ceremonia obsesiva, casi un apareamiento entre flamenco y el espíritu del kraurock. “¡Santa, santa!” termina vociferando un desaforado Niño de Elche, transfiguración mediterránea de Diamanda Galás.

“El flamenco ha muerto”, proclama Paco Contreras en el frontispicio de su decimotercer elepé. Pero él mismo es tan ejecutor como impulsor de su resurrección. Ahí reside su atractivo único y desconcertante, el enigma de sus contradicciones y el enorme valor de esa radical singularidad.


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