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La revolución como jamás la contó Hugo Chávez

En ‘El árbol de las revoluciones’ Rafael Rojas analiza las múltiples sublevaciones que dieron forma a Latinoamérica despojándolas de la narrativa de la izquierda del siglo XXI

José Pablo Criales
Fidel Castro y Salvador Allende en La Habana, Cuba
Fidel Castro y Salvador Allende en La Habana, Cuba, en 1970. Anonym (Getty Images)

Régis Debray llegó al exilio en Chile después de tres años en una cárcel boliviana y se entrevistó con Salvador Allende. Para 1971, el Che Guevara llevaba tres años muerto y Allende cumplía cuatro meses en el poder. El intelectual francés, uno de los teóricos más visibles del foco guerrillero tras el revolucionario argentino, acababa de ser indultado por participar en la guerrilla fallida que Guevara quiso levantar en el sur de Bolivia cuando visitó al presidente. “Con usted, el pueblo chileno ha escogido la vía de la revolución, pero, ¿qué es revolución?”, le preguntó Debray, y se contestó él mismo: “La revolución es sustitución del poder de una clase por otra. Es destrucción del aparato del Estado burgués, y acá no ha pasado nada de eso”. Allende se defendió. Para él, otro tipo de revolución era posible y el rebasamiento del sistema capitalista podía llegar reformando la Constitución. Se trataron de compañeros, pero el tono beligerante de Debray dejó en evidencia la fisura entre la panacea de la revolución a la cubana y la vía electoral que inauguró fugazmente el presidente chileno, asesinado en 1973.

El historiador Rafael Rojas (Santa Clara, 56 años) recuerda la entrevista como un ejemplo de las múltiples ópticas sobre el concepto de Revolución en la América Latina del siglo XX. Pocas palabras habían sido tan usadas como incomprendidas en la región. Ante ello, en El árbol de las revoluciones (Turner, 2021), el autor de una veintena de libros sobre historia latinoamericana traza caminos que se bifurcan entre los nacionalismos de finales del siglo XIX, los agrarismos, los militarismos progresistas y las organizaciones guerrilleras en la línea temporal de tres revoluciones esenciales: la mexicana, la de Fidel Castro en Cuba y la sandinista en Nicaragua. “La expansión del ideal revolucionario en América Latina tiene que ver con la heterogeneidad de las ideas y las prácticas de la izquierda”, afirma Rojas en entrevista con EL PAÍS. “La riqueza de su legado está en la diversidad, y no en la persistente homogeneización en la que se pone a Allende y a Guevara en el mismo escalón, cuando tenían proyectos tan distintos”.

Rojas plantea las revoluciones como una paradoja que desafía al pensamiento moderno: si la revolución acelera un cambio, también acentúa aspectos del viejo régimen. “Hablar de una tradición revolucionaria supone estar de acuerdo en que no fue lineal ni homogénea”, escribe el historiador, y se lleva de paseo el concepto. Si el liberalismo del siglo XIX planteaba la Revolución como una revuelta efímera para reformar el Estado, el desembarco en la Sierra Maestra la alzó como una metáfora política moderna: es ya un “agente autónomo”, una “necesidad histórica”. “El concepto de Revolución en Cuba tiene un grado de metaforización que no hemos visto en ninguna otra”, afirma Rojas. “La palabra revolución es sinónimo del Estado, de Gobierno, del país mismo. El discurso oficial se entiende todavía como una revolución hoy, a 63 años del triunfo”.

La Revolución cubana es todavía el almacén simbólico de una tradición, pero su método no fue totémico. “La idea de que la revolución cubana exporta el modelo guerrillero está cada vez más cuestionada por la nueva historiografía porque también vimos muchas guerrillas urbanas muy distintas a la de Guevara”, dice Rojas, que también recuerda que la transición al comunismo en la isla se dio a la par de la elección de Allende en Chile –y la inauguración de una vía electoral hacia un proyecto socialista– y los militarismos progresistas en Los Andes.

“Las dos grandes revoluciones, la cubana y la mexicana, tienen fuerzas de irradiación muy distintas”, sostiene el historiador. La reforma agraria fue un ápice que moldeó las dos grandes revoluciones que sucedieron entre la caída del nazismo y la Guerra Fría: Bolivia y Guatemala. Por ello, en una parte, Rojas las define como hijas de la Revolución mexicana, aunque las constituciones de ambos países tras la revuelta optaron por el pluripartidismo y las elecciones. “Deben estudiarse como parte de la consolidación de una izquierda no comunista en América Latina”, sostiene Rojas, que recuerda que mientras la Guatemala de Jacobo Árbenz prohibió expresamente los “caudillos”, la Bolivia de Víctor Paz Estenssoro terminó sometiendo casi una tercera parte de su presupuesto a la ayuda económica de Estados Unidos.

Tras el fin de casi dos décadas de hegemonía de cierto socialismo y ante el auge de una derecha radical en la región, Rojas ve “un abuso del valor y los símbolos de la revolución” en el que “la izquierda aprovechó de su simbología sin ser realmente revolucionaria y la derecha recapitalizó el anticomunismo de la Guerra Fría sin que esas izquierdas realmente sean socialistas o comunistas”. El historiador reconoce con ironía que creía que la polisemia alrededor de la Revolución se había saturado en ese discurso, hasta que estallaron las protestas de 2018 en Nicaragua y las de julio pasado en Cuba.

“Estas protestas le han dado una vuelta de tuerca y una reapropiación de la mitología revolucionaria”, afirma. “Me ha sorprendido ver grupos de jóvenes que vuelven a una idea un tanto romántica de las insurrecciones de los años cincuenta en contra de la dictadura de Batista. Lo mismo en Nicaragua. Son muchos los jóvenes que identifican a Ortega con Somoza, y no pocos los jóvenes cubanos que observan más analogías entre el Gobierno de Díaz-Canel y Batista que cualquier otra cosa”.

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Sobre la firma

José Pablo Criales
Es corresponsal de EL PAÍS en Buenos Aires. Trabaja en el diario desde 2019, fue redactor en México y parte del equipo de la mesa digital de América. Es licenciado en Comunicación por la Universidad Austral y máster de Periodismo UAM / EL PAÍS.

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