Lina Tur Bonet, la violinista total
La intérprete y su grupo MUSIca ALcheMIca inician su residencia artística en la nueva temporada del Centro Nacional de Difusión Musical
¿Se puede componer o interpretar música sin fantasía? Probablemente no, sobre todo si la entendemos a la manera de Sebastián de Covarrubias: “vale lo mesmo que imaginación”. Sin embargo, en el siglo XVII, Athanasius Kircher, en su taxonomía de los estilos musicales, reservó para uno de ellos el nombre de “stylus phantasticus” (junto a otros como el eclesiástico, el canónico, el motético, el madrigalesco, el melismático, el coreográfico, el dramático o recitativo). Su explicación parece centrarse en el proceso intelectual del acto de creación: “El stylus phantasticus es apto para los instrumentos. Es el método de composición más libre y desencadenado [solutissima], no sometido a nada, ni a las palabras ni a un tema melódico. Se creó para desplegar el ingenio y para enseñar el diseño oculto de la armonía y la ingeniosa conexión de frases armónicas y fugas. Y se divide en aquellas piezas que reciben comúnmente el nombre de Fantasías, Ricercatas, Toccatas y Sonatas”.
Centro Nacional de Difusión Musical
Sin embargo, la tendencia es más bien a entender el concepto en el sentido que adjudicó Johann Mattheson al “Fantastischer Styl”, que desplaza el centro de gravedad al momento de la interpretación, que debe afrontarse con absoluta libertad: “Lo cierto es que consiste no tanto en escribir o componer con la pluma como en esa manera de cantar y tocar que se produce espontáneamente o, como se dice, ex tempore”. Kircher cita como ejemplo del “más perfecto espécimen de este género de composición” una Fantasía de Johann Jakob Froberger construida a partir de un sencillo hexacordo (Ut Re Mi Fa Sol La), pero el stylus phantasticus suele asociarse, en el norte, con la música para teclado que creaba Dieterich Buxtehude en Lübeck, por un lado, y con los violinistas en activo en Austria y Bohemia a finales del siglo XVII, por otro.
En el primero de los conciertos con que la violinista Lina Tur Bonet y su grupo, MUSIca ALcheMIca, inauguraban el jueves su residencia artística a lo largo de la presente temporada del Centro Nacional de Difusión Musical, se han centrado, como es natural, en la vertiente meridional del “estilo fantástico”: música violinística con cambios frecuentes de tempo y de carácter, plagada de sorpresas armónicas, arranques de virtuosismo y bruscos y extraños cambios de rumbo, casi como si fuera un presagio de lo que, siglos después, se llamaría en literatura el “flujo de conciencia”, un tropel alborotado de ideas que brotan sin orden ni control. Todo parece invitar al intérprete a tocar con libertad y a simular incluso que la fantasía del compositor es también la suya, o que se confunde incluso con ella, creando entre ambos lo que Covarrubias, en referencia ahora a la fantasía como género musical, llama “una compostura gallarda que el músico tañe de su imaginación, sobre algún passo, cuyo tenor sigue en tono y en discurso, pero a su alvedrío”.
No parecían tocar Lina Tur Bonet y sus músicos a su libre albedrío, sino que todo tenía aspecto de estar muy bien pensado, ensayado y planificado. Se diría también un programa rodado previamente, aunque había algunos nombres poco habituales y diferentes de los que conforman la plantilla habitual de MUSIca ALcheMIca. Todas las obras que sonaron están escritas originalmente para violín y una sencilla línea de continuo, pero esta última, en vez de confiarse a un mismo instrumento, fue mudando constantemente de piel, tocada de forma indistinta por la viola da gamba, el violone, la tiorba, el arpa, el clave y el órgano, individual o colectivamente en casi todas las combinaciones posibles. A tenor de lo escuchado, no está claro que esta sea la mejor de las decisiones, precisamente porque desdibuja el protagonismo del violín y confiere en muchos casos al continuo una relevancia (melódica más que armónica, por supuesto) que en varios momentos se diría excesiva. Ya hay suficiente variedad en la parte violinística —es ahí donde radica el principal atractivo de esta música— como para buscarle un competidor.
En la primera obra del programa, la tercera de las Sonatæ violino solo que Biber publicó en Salzburgo en 1681, sonó, como si de una declaración de intenciones se tratara, ese continuo quintuplicado y colorista, que no pudo disimular, sin embargo, la afinación no siempre precisa de Tur Bonet en la profusión de terceras del primer movimiento, en el que las indicaciones Adagio y Presto alternan en hasta ocho ocasiones a lo largo de tan solo 43 compases.
En las posteriores variaciones, los instrumentos del continuo fueron incorporándose escalonadamente, comenzando con la tiorba y la viola da gamba, tocadas por los músicos menos convincentes del grupo, Jadran Duncumb y Ronald Martín Alonso, empeñados en inventar contramelodías que impedían el pleno disfrute del Aria que Biber regala al violín. Sara Águeda, más sobria que sus compañeros, cambió incluso de arpa para iniciar la passacaglia final, una de las grandes especialidades del compositor bohemio, otra distracción añadida para disfrutar de la parte violinística, que aquí se lanza a un despliegue por momentos desaforado de virtuosismo que se disfruta –y luce– sin duda mucho más cuando la traducción del bajo queda reducida a la mínima y más diáfana expresión.
La música de Biber y la de Giovanni Antonio Pandolfi Mealli nacieron llamadas a entenderse y es un gran acierto presentarlas hermanadas. Sentada, y tan solo con acompañamiento de tiorba, Tur Bonet hizo buenas las conjeturas precedentes. Su sonata (¿no tocó La Castella y no La Stella, como figuraba en el programa de mano?) tuvo la claridad y la intimidad que demanda la op. 3 del italiano, una colección publicada en Innsbruck en 1660, dedicada a la archiduquesa Ana de Austria y que el compositor define poéticamente como “las vigilias de mi arco”.
Fue una pena no escuchar completa la tercera de las seis sonatas que Johann Paul von Westhoff hizo imprimir en Dresde en 1694 con una florida dedicatoria al Elector de Sajonia, presentado por el compositor como “el gran sucesor de Apolo de nuestros días” y “singular Protector de las Musas”. Lina Tur Bonet interpretó únicamente el tercer movimiento, titulado Imitatione delle Campane, y siguiendo esta vez al pie de la letra la indicación del autor, que pide tocar las dos corcheas por compás que salpican regularmente la pieza con “Il violone senza Cembalo”, lo que permitió oír por única vez en solitario a Andrew Ackerman, un histórico integrante durante décadas del Concentus Musicus de Viena que fundara Nikolaus Harnoncourt. Pero la miniatura de tan solo 41 compases, con el violín tocando incesantes arpegios y bariolages a varias cuerdas en fusas sobre el avance o repicar inmutable del bajo, menos de dos minutos de música, supo a poco. La pieza hubiera resultado mucho más efectiva en compañía del resto de movimientos de la sonata.
El regreso a Biber al final de la primera parte fue, quizás, el momento menos afortunado del concierto. Tur Bonet volvía a sus Sonatas de 1681, en este caso a la quinta, que se abre con un impactante Mi agudo. Ya desde el principio, la violinista se tomó las indicaciones dinámicas de su colega muy laxamente, porque ni el forte previo al Adagio fue tal, ni tampoco sonaron con claridad la rápida alternancia entre piano y forte del comienzo de la passacaglia, ni hubo el claro contraste pretendido entre las secciones contiguas marcadas Adagio y Presto.
Tampoco tocó la primera variación de la segunda passacaglia con el Presto que prescribe Biber y, en términos más generales, todo pecó de un exceso de alambicamiento, de falta de naturalidad, de afán de agradar. Y no es habitual en absoluto que Tur Bonet sobreactúe como lo hizo en el tramo final de la sonata, una obra magistral y un dechado de originalidad que tuvo una traducción en general muy poco afortunada, con problemas de afinación parecidos a los del comienzo del concierto. Ella sabe ejercer un liderazgo natural entre sus músicos sin necesidad de acompañarlo de gesticulaciones o movimientos que parecían más dirigidos a la galería o a arrancar aplausos adicionales antes del intermedio. Sí: han vuelto los conciertos bipartitos y la socialización libre durante las pausas.
Las cosas mejoraron en la segunda parte, sobre todo en una nueva sonata de Pandolfi Mealli, la titulada La Cesta, tocada con arpa y clave, aunque sin acabar de transmitir la sensación de espontaneidad que tanto beneficia a la interpretación de este repertorio. Antes Tur Bonet había tocado un nuevo movimiento aislado, el Aria inicial, de la última Sonata de la colección de Westhoff, otra joya de inventiva afeada por el protagonismo excesivo de la viola da gamba y la innecesaria repetición (¡hasta cinco veces!) del ostinato inicial de la passacaglia antes de la entrada del violín.
La Sonata en Re mayor de Georg Muffat, aunque encajaba por cronología e incluso por geografía, ya que fue impresa en Praga en 1677, desentonaba no poco en el conjunto del programa, porque es música mucho menos interesante y estilísticamente muy alejada de todo lo escuchado antes y después. Su tonalidad mayor chirriaba también en el conjunto del resto de la segunda parte, enteramente en modo menor. Hubiera tenido mucho más sentido, también didácticamente hablando, incluir al menos una pieza de Johann Heinrich Schmeltzer, otro gran y heterodoxo cultivador del stylus phantasticus. El aspecto más positivo es que, al tocarse únicamente con clave, sirvió para corroborar las excelentes maneras que había apuntado hasta entonces (también al órgano) Adrià Gràcia, el mejor de los integrantes infrecuentes de MUSIca ALcheMIca.
Hubo que esperar al final del concierto para que Lina Tur Bonet recordara por fin a la excelente intérprete de las Sonatas del Rosario de Biber, que ella convirtió hace años casi en un alegato contrarreformista. Gran amante de la scordatura, es decir, la desafinación total o parcial de las cuerdas del violín, la sexta de las Sonatæ Violino Solo de 1681 riza el rizo al introducir la nueva afinación (el Mi de la primera cuerda debe bajarse un tono) en pleno curso de la música, sin posibilidad de cambiar de instrumento. Realizar el ajuste con precisión (Biber escribe un calderón sobre una doble barra para que el violinista se tome su tiempo, pero este no puede ser nunca excesivo), y acomodar de repente los dedos a la nueva afinación no son tareas fáciles, por más que la scordatura sea leve en comparación con algunas de las mucho más radicales que encontramos precisamente en las Sonatas del Rosario. Tur Bonet tocó ahora con mayor naturalidad, luciendo su excelente sonido y sin tanta parafernalia escénica, aunque es una pena que cuando la parte de violín más se adensaba, o más se incrementaba su dificultad, el continuo se poblaba en exceso de volumen sonoro y riqueza armónica, por lo que no resultaba fácil escuchar el bajo propiamente dicho, esencial en las variaciones sobre un basso ostinato.
Fuera de programa, MUSIca ALcheMIca tocó parte de la passacaglia de la primera sonata de la colección de Biber, precedida del primer movimiento de la misma obra, con Lina Tur Bonet haciendo sonar ella misma el inmutable La del bajo con su pie derecho encaramada en la galería del órgano. Por fin sonaba con total claridad una de las características más notables del stylus phantasticus: una parte de violín extravagante sobre un bajo elemental e, incluso, inalterable.
A la violinista ibicenca aún le queda un largo recorrido como artista residente de la temporada recién iniciada del CNDM, tanto en varias ciudades españolas como italianas: habrá de enfrentarse en los próximos meses no pocos retos, con violín barroco y con violín moderno, incluidas obras modernas, contemporáneas y un estreno absoluto de Mauricio Sotelo. Algo así como la constatación de que es, o aspira a ser, una violinista total.
Lina Tur Bonet y Musica Alchemica
Jueves 21 de octubre, concierto organizado por Centro Nacional de Difusión Musical (CNDM) dentro del ciclo ‘Universo Barroco’. Sala de Cámara del Auditorio Nacional.
Babelia
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