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Huracán ‘Ian’: el alto precio de vivir en el paraíso

La devastación de la última tormenta en arrasar Florida reabre el debate sobre la conveniencia de vivir en zonas codiciadas por su naturaleza, pero enormemente expuestas al cambio climático

Un de las estampas de destrucción que dejó Ian a su paso: el derrumbamiento del puente que une la península de Florida con la idílica isla de Sanibel, retratado el pasado 29 de septiembre.Foto: JOE RAEDLE (GETTY IMAGES)
Iker Seisdedos
Savannah (Georgia) -

Hasta el 28 de septiembre, las islas barrera de la costa suroeste de Florida eran para los estadounidenses, sobre todo para sus jubilados, lo más cerca del paraíso en la tierra que la corriente de la vida (y de la fortuna) podía dejarles. Hoy, topónimos como Fort Myers Beach o las islas de Sanibel, Pine y Captiva son sinónimos de destrucción. Vastas zonas de esas comunidades quedaron arrasadas por la fuerza de Ian, un huracán sin precedentes en la península que tocó tierra rozando la categoría cinco, la de mayor devastación, con vientos de 250 kilómetros por hora. Dejó tras de sí vecindarios enteros arrasados, al menos 127 muertos, miles de personas sin techo, una cruenta e incierta batalla entre aseguradoras y asegurados y la pregunta de si merece la pena pagar un precio tan alto por habitar el paraíso.

Quienes se mudan allí saben que se trata de áreas enormemente expuestas a los humores de la naturaleza, buenos o malos. Pero el escenario de inexorable calentamiento global, coinciden los expertos, está agravando la peor parte hasta convertir las costas de este rincón de Estados Unidos en zona cero del cambio climático: la furia de Ian fue más devastadora porque en su camino hacia Florida se armó con la fuerza que le dieron las altas temperaturas de las aguas del golfo de México.

Fort Myers Beach evacuaban sus casas en una de las zonas más devastadas por 'Ian'
Residentes de Fort Myers Beach evacuaban sus casas en una de las zonas más devastadas por 'Ian' el 1 de octubre.GIORGIO VIERA (AFP)

De los escombros de la tormenta, que se cebó con los residentes de mayor edad (un 70% de los muertos supera los 60 años), emerge el debate de qué hacer ahora para minimizar los daños de la próxima sacudida. “Me temo que volveremos a cometer el error de siempre: reconstruir las casas para dejarlas como antes del huracán”, explica en una conversación telefónica Robert S. Young, profesor de la Universidad de Western Carolina, donde dirige un programa de estudio de las costas desarrolladas. Young da clases en Carolina del Norte, donde Ian causó cinco muertos en su viaje de regreso a tierra firme, ya convertido en tormenta tropical. “Si careces de un buen plan pensado de antemano, es difícil mantener la cabeza fría e improvisarlo cuando llega el dinero del Gobierno y la gente está impaciente por recuperar sus casas”, sostiene este geólogo. Según un portavoz de la Agencia Federal de Gestión de Emergencias (FEMA por sus siglas en inglés), “se han aprobado más de 210 millones de dólares [una cantidad similar en euros] en ayudas para las más de 128.000 personas y hogares afectados por el huracán Ian”.

Las tormentas vienen y van, pero Young considera que Estados Unidos sigue “sin tener una conversación productiva sobre cómo proteger esas zonas durante las próximas décadas en vista de los crecientes niveles de las aguas, la ferocidad de los huracanes y el aumento de las lluvias”. El experto recuerda que este no es un problema exclusivo de Florida. También afecta a decenas de enclaves por toda la costa del país, “desde Maine a Texas”. Y más allá: “Venimos observando en las últimas décadas oleada tras oleada de gente que se va a vivir demasiado cerca del mar. Y España no es una excepción”.

Yoca Arditi-Rocha, directora ejecutiva del Instituto CLEO, organización sin ánimo de lucro dedicada a la concienciación climática en Florida, echa mano de una imagen ciertamente gráfica: “Reconstruir significaría jugar a la ruleta rusa de los huracanes”, dice. Poco antes del paso de Ian, lanzaron una campaña, que resultó premonitoria, titulada “¡No dejes que el Estado del Sol se convierta en el Estado de la emergencia!”, que juega con el eslogan de Florida y los negros presagios de la ciencia. “Lo que no sabíamos entonces era lo que la Madre Naturaleza andaba preparando”, aclara Arditi-Rocha en un correo electrónico. Como soluciones, propone “condiciones más estrictas en las normas de construcción, elevaciones de las estructuras que tengan en cuenta la subida proyectada del nivel del mar, líneas eléctricas subterráneas y acceso a la energía solar con almacenamiento de batería”.

La activista, que dice que “la buena noticia es que existen las soluciones” (¿la mala? “Como sociedad no las estamos reclamando”), pone el ejemplo de éxito de Babcock Ranch, innovadora comunidad al norte de Fort Myers que ha acaparado titulares estas semanas. Allí, las casas están pensadas frente a huracanes: la electricidad viaja, protegida de los fuertes vientos, por el subsuelo, y hay tanques de retención de agua que libran a los vecinos de las inundaciones. La energía solar les permitió no perder luz ni internet en los días siguientes a la catástrofe, durante los que ambos suministros, con el agua potable y la gasolina, desaparecieron de vastas zonas de Florida (hasta 2,6 millones de abonados sufrieron sus interrupciones).

Young apunta que también se podría plantear lo que en otros desastres, como el huracán Sandy. Entonces, 2012, las autoridades de Nueva Jersey compraron a algunos afectados sus terrenos, para evitar que volvieran a construir donde no debían. De momento, el gobernador Ron DeSantis no ha anunciado ninguna medida en este sentido.

DeSantis, que suena como posible rival republicano de Donald Trump en las elecciones de 2024, ha mostrado su perfil más cercano a las víctimas y se ha recorrido extensivamente las zonas afectadas, aunque ha evitado hablar de cambio climático. “Años de liderazgo republicano estatal han condenado a Florida a la edad oscura debido a las divisiones partidistas”, advierte Arditi-Rocha. “El 70%-75% de la electricidad del Estado del Sol depende de gas fósil importado y contaminante. El resto proviene de la nuclear, y menos del 1%, de la solar o eólica. El anterior gobernador prohibió a sus agencias mencionar las palabras cambio climático. El actual ha hecho esfuerzos de adaptación para hacer frente a los problemas de inundaciones crónicas, pero sin reconocer la raíz del problema. Es como limpiar un baño inundado con un grifo abierto”.

En los días siguientes a la tormenta, muchos residentes también parecían ajenos a estos debates. Y era frecuente escuchar sobre el terreno los testimonios de quienes, como Anne Dalton, residente en Fort Myers, no solo no pensaban mudarse, sino que habían decidido quedarse en casa a hacer frente al huracán. Muchos lo hicieron por convicción, aunque las autoridades, criticadas por su papel en el manejo de la emergencia, tardaron un día más de lo deseable en hacer sonar las alarmas en el condado de Lee (estas se escudan en un error de cálculo sobre dónde tocaría tierra Ian). Los menos, como una pareja de septuagenarios ante su casa inundada en la isla de San Carlos, frente a la zona más devastada, se declaraban listos para recoger sus cosas e irse “a otro Estado, en el que no haya incendios, como en California, ni tornados, como en Kansas”.

En manos de los seguros

La decisiones, drásticas o no, de muchos afectados, sobre todo, los de rentas más bajas, dependerán también de los seguros. Se calcula que a las compañías el huracán les ocasionará 60.000 millones de dólares en pérdidas solo en Florida, lo que hará de Ian el segundo más costoso de la historia de EE UU tras el Katrina en 2005, según su patronal. Eso, sin contar las reparaciones provocadas por las inundaciones. Un capítulo aparte. “En este país eso se paga como un añadido a la póliza, y solo es obligatorio en las zonas que delimita el Gobierno”, explica Young, que añade que esos mapas federales “no son muy buenos”.

Desde luego, no lo fueron para los vecinos de las zonas del interior de Florida que sufrieron inundaciones tras el paso de Ian. Zonas como North Port, donde los residentes tenían que acceder a sus casas, inundadas hasta la altura del pecho, en canoa. Una de ellas, Wendy Bowman, se lamentaba a EL PAÍS de que ella y su marido carecían de seguro contra el agua y tendrían que hacer frente a una factura que no sabía si podrían pagar. Lo ocurrido a los Bowman tiene un nombre: inundación compuesta. Es lo que sucede cuando los desbordamientos provocados por la marejada ciclónica del huracán impiden que los ríos descarguen en el mar porque están al máximo de su capacidad, debido a las fuertes lluvias, más fuertes porque la crisis climática también hizo que Ian llegara cargado con un 10% más de precipitaciones.

Lejos de los focos mediáticos de las zonas costeras, las más devastadas, los expertos alertaron tras el paso de la tormenta de que esta se había cebado también con esas zonas interiores, cuyos habitantes tienen rentas más bajas y algunos, como Hope Smith, viven en casas prefabricadas de las que se desentienden las aseguradoras, muchas de las cuales se espera que dejen de operar en Florida, como ya hicieron otras después de anteriores catástrofes. “En las islas idílicas de la costa muchas son segundas residencias”, advierte Young. “Y luego otras muchas están para el alquiler de las vacaciones. ¿Por qué esas personas querrían correr el riesgo nuevamente? Porque no viven allí, y las cuentas del negocio les saldrán después de todo”.

Estos días en Florida ha quedado demostrado que la desigualdad también dicta las normas de la respuesta a una tormenta. “Si eres rico, ni siquiera te importa si tienes un seguro contra inundaciones o no; lo máximo que cubren esas pólizas es 250.000 dólares. Para un propietario en Sanibel eso es lo que cuesta el coche aparcado a la entrada. Quienes no puedan hacer frente a las reparaciones se mudarán y vendrán otros en su lugar con más dinero”, dice Young, apuntando a un efecto inesperado de Ian: el imparable proceso de gentrificación de las sociedades desarrolladas también impone sus despiadadas normas en el paraíso.

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Sobre la firma

Iker Seisdedos
Es corresponsal de EL PAÍS en Washington. Licenciado en Derecho Económico por la Universidad de Deusto y máster de Periodismo UAM / EL PAÍS, trabaja en el diario desde 2004, casi siempre vinculado al área cultural. Tras su paso por las secciones El Viajero, Tentaciones y El País Semanal, ha sido redactor jefe de Domingo, Ideas, Cultura y Babelia.

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