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La influencia de Júpiter y la Luna en nuestras vidas

Quizás debemos dar las gracias por poder aplacar nuestra sed y, más en general, por existir, al rey de los planetas, a un planeta helado y desaparecido y a un satélite surgido de los designios de ambos y de la gravedad

The Moon eclipsing Jupiter
La Luna eclipsa Júpiter, en esta imagen tomada en EE UU en 2004.Jimmy Westlake,
Pablo G. Pérez González

Explicamos en un artículo anterior que las propiedades isotópicas de un compuesto pueden usarse para estudiar su origen y evolución. Y nos emplazamos a otro artículo para hablar de la aplicación de esta técnica al estudio del origen del agua de nuestro planeta. Pues aquí vamos.

¿Qué sabemos del agua en la Tierra? Lo primero, no hay ningún otro sitio en el Sistema Solar o más allá en el que sepamos con total seguridad que hay agua líquida. Sabemos de la existencia de agua helada en la Luna y en Europa y Encélado, lunas de Júpiter y Saturno, respectivamente, o en cometas como 67P/Churyamov-Gerasimenko. También conocemos la presencia de vapor de agua en criovolcanes de esas lunas y en el medio interestelar, sobre todo cerca de zonas donde se están formando estrellas. ¿Toda esa agua es igual, tiene la misma composición isotópica?

El problema sobre el origen del agua en la Tierra es que los modelos de formación de planetas rocosos (Mercurio, Venus, Tierra y Marte) establecen que estos aparecieron en una zona del Sistema Solar, cerca del astro rey, donde la temperatura era bastante alta como para no permitir la formación de atmósferas primarias, donde el agua no podía subsistir nada más que en estado gaseoso y lo normal es que escapase de la acción gravitatoria de cada planeta. Es decir, el ambiente en el que se creó el Sol y la Tierra era bastante seco, a pesar de que el agua es uno de los compuestos más abundantes en las zonas de formación de estrellas.

La paradoja también afecta al carbono, la otra base de la vida en la Tierra, que es el cuarto elemento más abundante en el universo después del hidrógeno, helio y oxígeno (con el oxígeno y el hidrógeno ahí arriba no es de extrañar que el agua sea muy común en el cosmos) y el segundo elemento más abundante en masa en nuestro cuerpo (casi un 20% de nosotros es carbono). Pero, sin embargo, el carbono es 10 veces menos abundante en la Tierra que en el universo en general.

¿Por qué mezclamos la discusión sobre el origen del agua con el de la abundancia de carbono? Porque una parte pequeña, como un 5%, de los meteoritos que nos llegan hoy a nuestro planeta tienen altas abundancias de carbono, se les llama condritas carbonáceas, e interesantemente contienen altos contenidos de agua también. Eso significa que debieron formarse en zonas bastante alejadas del Sol, más allá del cinturón de asteroides entre Marte y Júpiter, más allá de lo que se conoce como la línea de congelación, donde las temperaturas ya eran bastante más bajas y permitían la formación de hielos de agua, metano o amoniaco en el Sistema Solar primigenio. Esta es una de las razones por las que se considera que el agua de la Tierra pudo llegar por un bombardeo de este tipo de meteoritos en un periodo en el que la Tierra ya se había enfriado considerablemente desde su formación.

Otra cuestión es cuándo pudo llegar el agua. Hay evidencias de existencia de agua en nuestro planeta hace 4400 millones de años, poco más de 100 millones de años después de su formación, cuando la temperatura de la superficie de nuestro planeta debía estar lo suficiente fría para congelar el agua. Estas evidencias se basan en el estudio de determinados minerales como el zircón, que resisten bastante bien los cambios geológicos y la acción atmosférica, por lo que nos dan información sobre los orígenes y no tanto sobre la evolución del agua en la Tierra.

El estudio de las abundancias isotópicas del agua presente en condritas carbonáceas, al menos en algunas de ellas, que son tan antiguas como el propio Sistema Solar, arroja resultados muy similares al del agua de la Tierra. En concreto, se suele utilizar la cantidad de deuterio frente al protio, y esta es bastante parecida para condritas provenientes de las inmediaciones de Júpiter, algunas arrancadas del asteroide Vesta (¿cómo se sabe que un meteorito viene de Vesta?; eso es otra historia). Más allá, por ejemplo, en cometas provenientes de los confines del Sistema Solar, en lo que se conoce como nube de Oort, las abundancias de deuterio son bastante mayores.

¿Entonces qué tienen que ver Júpiter y la Luna en toda esta historia del agua en la Tierra? En el caso de Júpiter, su influencia en el asunto vendría de su intensa acción gravitatoria en el Sistema Solar, que perturba órbitas de multitud de asteroides. En algún momento de la historia del Sistema Solar algunos modelos evolutivos establecen que Júpiter pudo no tener la misma órbita que tiene hoy en día, pudo estar más cerca del Sol para luego migrar hacia su posición actual. Esta excursión de Júpiter habría provocado un barrido de objetos a lo largo de su trayectoria, que podrían haber sido lanzados masivamente hacia órbitas más internas cerca del Sol, y llegar así a la Tierra. Esto es lo que se conoce como bombardeo masivo tardío, que cuenta con pruebas de la concentración de impactos de meteorito en la Luna en torno a hace 3900 millones de años. Pero no está del todo claro, esa concentración que hemos encontrado podría ser debida a que no hemos recogido muestras lunares nada más que de unos pocos lugares, esperamos que los esfuerzos actuales para volver a la Luna solucionen estas limitaciones. En todo caso, parece que ya había agua antes de este posible evento, así que en parte debe existir un origen previo de gran parte de los océanos terrestres.

Y aquí es donde aparece el papel de la Luna. Para entenderlo volvemos a la potencia del estudio de isótopos, que nos sirven como si de un estudio genético se tratara. Pero esta vez hablamos de un elemento mucho más raro, el molibdeno, un metal con 42 protones (por comparar, el hierro tiene 26) del que se conocen decenas de isótopos. Resulta que las abundancias relativas de esos isótopos en la Tierra están en el medio de las abundancias observadas para condritas carbonáceas y condritas provenientes de los confines del Sistema Solar. Teniendo en cuenta que el molibdeno es más denso que el hierro (un dadito de 1 centímetro de lado pesa 10 gramos, frente a 7 gramos si fuera de hierro y 1 gramo si fuera agua), y que la mayor parte del hierro en nuestro planeta está en el núcleo, no sería raro pensar que el molibdeno que llegó a la Tierra al principio de su historia se hundió yendo a parar al núcleo terrestre. El molibdeno de superficie, en la corteza o el manto superior, podría tener un origen más reciente, y su composición isotópica apunta a zonas donde existía bastante carbono y agua. Los tiempos funcionan para asociar esta llegada de molibdeno y agua con el impacto de Theia, el protoplaneta que habría provocado la formación de la Luna tras chocar con la Tierra hace 4500 millones de años y mezclar gran parte de su material con el manto terrestre. Según estos “estudios molibdénicos”, Theia sería un planeta proveniente no de la zona de planetas rocosos, sino de la zona de planetas gaseosos (Júpiter, Saturno) y/o helados (Urano, Neptuno), llenito de agua.

Por ahora las pruebas no son concluyentes, pero bien podría ser el cataclismo planetario provocado por Theia, con la consiguiente formación de la Luna, quizás con la mediación de Júpiter, tuvieran un efecto fundamental en la aparición de la vida por varios motivos, incluido dar cuenta de la mayor parte del agua existente hoy en nuestro planeta. Cuando nos entre sed, pensemos que nuestra vida puede estar más relacionada con los astros de lo que nos parece, y que además de polvo de estrellas somos fruto de un choque de gigantes.

Pablo G. Pérez González es investigador del Centro de Astrobiología, dependiente del Consejo Superior de Investigaciones Científicas y del Instituto Nacional de Técnica Aeroespacial (CAB/CSIC-INTA)

Vacío Cósmico es una sección en la que se presenta nuestro conocimiento sobre el universo de una forma cualitativa y cuantitativa. Se pretende explicar la importancia de entender el cosmos no solo desde el punto de vista científico sino también filosófico, social y económico. El nombre “vacío cósmico” hace referencia al hecho de que el universo es y está, en su mayor parte, vacío, con menos de un átomo por metro cúbico, a pesar de que en nuestro entorno, paradójicamente, hay quintillones de átomos por metro cúbico, lo que invita a una reflexión sobre nuestra existencia y la presencia de vida en el universo. La sección la integran Pablo G. Pérez González, investigador del Centro de Astrobiología; Patricia Sánchez Blázquez, profesora titular en la Universidad Complutense de Madrid (UCM); y Eva Villaver, investigadora del Centro de Astrobiología.

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Pablo G. Pérez González
Es investigador del Centro de Astrobiología, dependiente del Consejo Superior de Investigaciones Científicas y del Instituto Nacional de Técnica Aeroespacial (CAB/CSIC-INTA)

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