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¿Algo se mueve en Europa?

Solo conocemos la existencia de vida en la Tierra, pero quizás ni siquiera se originó aquí. Hay otros mundos que podrían haber albergado o albergar en la actualidad vida, por ejemplo, Europa

Imagen cedida por la Nasa
Pablo G. Pérez González

Salta una crisis mundial como la pandemia o Afganistán, o, peor, una crisis interna como la actitud de algunos países con respecto a los derechos humanos, y la Unión Europea se parece al comité de “Frente Popular de Judea” en La vida de Brian, discutiendo sobre aprobar mociones para discutir mociones sobre una moción que ayude a arreglar el problema. Cabe preguntarse si Europa se mueve, si hay vida en las instituciones de la UE o de los países integrantes. Pero no es de esa Europa ni de esa vida política de la que vamos a hablar hoy, esto no es una carta abierta de Josep Borrell o una columna de Cué.

En lo que debió ser una fría noche del 8 de enero del año 1610, un italiano de 44 años (por lo que nos toca, diremos que los 40 son la mejor edad para según qué cosas) observó por primera vez algo en el cielo que revolucionó el mundo. Y lo llevó a la cárcel, por otro lado. No éramos el centro del universo, ni siquiera el Sol era el centro del universo, no todo giraba en torno a uno de esos dos astros, como el paradigma de la época establecía. En torno a una “estrella errante”, Júpiter, Galileo descubrió cuatro nuevos astros, a las que él dio nombres numéricos, Júpiter I-IV, pero que luego se quedaron con nombres de cuatro de las y los “amantes” del análogo griego, Zeus: Ío, Europa, Ganimedes y Calisto. Estos nombres se los dio un astrónomo alemán, Simon Marius, que afirmó haber descubierto las lunas de Júpiter un mes antes que Galileo, y también fue acusado de plagio por este (dejamos la sorprendente resolución de esta disputa a la curiosidad de nuestros lectores). Uno de esos satélites, que Galilei y/o Marius vieron en ese año 1610 tan fascinante y revolucionario, comprobando que no eran estrellas y demostrando que no todo gira en torno a nuestro ombligo, es Júpiter II para Galilei, bautizado como Europa por Marius, que es tal y como lo conocemos hoy.

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Europa es una de las cuatro llamadas lunas galileanas de Júpiter, la menor de ellas, pero aun así, es el sexto satélite más grande del Sistema Solar, ligeramente más pequeño que la Luna con unos 3100 km de diámetro, casi el tamaño de Norte a Sur de nuestro continente Europa. Hasta hace casi 50 años, el satélite era uno más de los de Júpiter y el Sistema Solar, pero cuando empezamos a visitar sus inmediaciones con misiones como Pioneer 10 y 11, y sobre todo con las Voyager o la propia sonda Galileo, este satélite ganó en interés para los astrofísicos y para la humanidad en general. Y es que estas misiones revelaron un mundo de formas suaves, sin montañas ni restos de impactos de meteoritos como los que vemos en la Luna, por ejemplo, lo que implicaba que su superficie es relativamente joven. Esa superficie debe tener unas cuantas decenas o hasta unos 200 millones de años, es decir, se ha renovado en el tiempo que llevan los mamíferos en la Tierra.

Otra característica muy curiosa de Europa es que refleja casi el 65% de la luz del Sol que le llega, un valor muy parecido a la cantidad de luz que refleja el hielo en los casquetes polares de la Tierra. Imágenes de la Voyager 2 (¡de 1979, un año que está más cerca de la Segunda Guerra Mundial, que parece tan lejana, que de la actualidad!) mostraron una superficie plagada de placas y bandas que parecían fruto de fracturas de un material sólido, rellenadas por un material más fluido, como lava o agua. Medidas del campo magnético de la luna, proporcionadas por la sonda Galileo, implicaban la existencia de un material que conduce la electricidad en su interior. Aparte de estas observaciones, la densidad global de esta luna también apunta a que Europa está formada por un núcleo de rocas, parecido a las que tiene un planeta como la Tierra, pero rodeado de una gran cantidad de agua, quizás más del doble que lo que tiene nuestro planeta, y con sales disueltas, un gran océano subglacial. Esa agua estaría en forma sólida en superficie, donde las temperaturas son gélidas, de menos de 200 ºC bajo cero, formando una capa de unos 20 kilómetros, y líquida debajo, con un gran océano de hasta 150 kilómetros de profundidad.

Observaciones más recientes del satélite, realizadas por ejemplo por el Hubble hace solo unos pocos años, apoyaron este modelo a través del descubrimiento de penachos de agua en estado gaseoso que serían expulsados por lo que se llama criovolcanes. Los criovolcanes son como los géiseres que tenemos en la Tierra, pero pueden formar conos volcánicos, es decir, montañas. Son como nuestros volcanes, tan dramáticos esta semana, pero no de roca/lava sino de hielo/agua. No solo eso, Hubble también encontró indicios, todavía por confirmar, de la presencia de una tenue atmósfera en Europa, compuesta principalmente de oxígeno, que quizás proviene de la destrucción de las moléculas de agua de la superficie, continuamente bombardeada por fotones y partículas cargadas y redirigidas a Europa por el intenso campo magnético de Júpiter.

Un océano interaccionando con un fondo rocoso con actividad geológica ya ha sido identificado en la Tierra como una de las posibles cunas de la vida. Este podría ser el caso también en Europa. Teniendo en cuenta que el planeta Júpiter ha sido clave en la evolución del Sistema Solar, cabe la posibilidad de que satélites como Europa sean mucho más importantes de lo que podríamos concebir para conocer los orígenes de la vida en la Tierra. Siendo mucho más imaginativo, y recordando el monolito en 2001: Odisea en el espacio o la temática de las últimas películas de la saga Alien, como Covenant, quizás la cuna de la vida debe buscarse más allá de nuestro planeta. En todo caso, Europa es fascinante, ¡hay que ir allí!, y en ello están proyectos ya muy avanzados como Europa Clipper o JUICE, y otros que podrían suceder en 15-20 años, como Europa Lander.

Pablo G. Pérez González es investigador del Centro de Astrobiología, dependiente del Consejo Superior de Investigaciones Científicas y del Instituto Nacional de Técnica Aeroespacial (CAB/CSIC-INTA)

Vacío Cósmico es una sección en la que se presenta nuestro conocimiento sobre el universo de una forma cualitativa y cuantitativa. Se pretende explicar la importancia de entender el cosmos no solo desde el punto de vista científico sino también filosófico, social y económico. El nombre “vacío cósmico” hace referencia al hecho de que el universo es y está, en su mayor parte, vacío, con menos de 1 átomo por metro cúbico, a pesar de que en nuestro entorno, paradójicamente, hay quintillones de átomos por metro cúbico, lo que invita a una reflexión sobre nuestra existencia y la presencia de vida en el universo. La sección la integran Pablo G. Pérez González, investigador del Centro de Astrobiología; Patricia Sánchez Blázquez, profesora titular en la Universidad Complutense de Madrid (UCM); y Eva Villaver, investigadora del Centro de Astrobiología

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Pablo G. Pérez González
Es investigador del Centro de Astrobiología, dependiente del Consejo Superior de Investigaciones Científicas y del Instituto Nacional de Técnica Aeroespacial (CAB/CSIC-INTA)

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