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50 años del golpe de Estado en Chile
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Salvador Allende, 50 años después

A medio siglo de distancia, es legítimo interrogarse acerca de su legado y, sobre todo, de la viabilidad de ese original proyecto de transformación revolucionaria por la vía legal que Allende pudo calificar como la vía chilena al socialismo con olor a empanada y sabor a vino tinto (apelando a un extraordinario universal, la patria). ¿Fracaso o derrota política?

Una persona sostiene la fotografía de Salvador Allende durante una protesta en Chile.
Una persona sostiene la fotografía de Salvador Allende durante una protesta en Chile.Claudio Abarca (Getty Images)

Este año se conmemoran los 50 años del golpe de Estado en Chile, un 11 de septiembre de 1973: una fecha del calendario que consagra un día trágico que modificó y, para muchos, truncó la vida de millones de chilenos. La “ultima tragedia”, para parafrasear al historiador del tiempo presente Henry Rousso.

Hace pocos días, tuvo lugar el primer hito de los varios momentos conmemorativos que ocurrirán: el lanzamiento del libro de Daniel Mansuy, Salvador Allende. La izquierda chilena y la Unidad Popular. Se trata de un libro relevante en el que el autor, un importante intelectual de derechas quien, además, es nieto de un ex ministro de Allende (a regañadientes, el excontraalmirante Ismael Huerta transitaría rápidamente al apoyo activo al golpe de Estado), plantea con claridad y mucho equilibrio preguntas que son difíciles de responder desde la izquierda política e intelectual, y no solo chilena.

En primer lugar, es importante reconocer la dificultad de pensar a Allende haciendo abstracción del último día: con esa voz metálica que lo caracterizaba, Allende entregó un discurso radial de despedida estremecedor en medio del golpe, para en seguida suicidarse tras el bombardeo al palacio presidencial. Un acontecimiento único en el mundo durante el siglo XX, lo que eleva la inmolación de Allende a la categoría de un gesto universal: he allí el origen de la dificultad para pensar a Allende. ¿Se puede pensar a Allende? Es todo un desafío, ya que todavía estamos lejos de una biografía total, de esas en las que se hace justicia a su vida y a la época que le tocó vivir, repleta de actores no solo con intereses, sino con proyectos irreconciliables: la carga emocional de ese día es de tal magnitud que, sin lugar a dudas, Allende se transforma en un impensable, algo así como una figura que totaliza y captura no solo aquel día, sino los casi mil días de la Unidad Popular, haciendo casi imposible entender su Gobierno sin caer bajo el embrujo del presidente. Difícilmente se puede ser de izquierda sin ser allendista, dada la forma sacrificial de su muerte.

Sin embargo, a 50 años de distancia, es legítimo interrogarse acerca de su legado y, sobre todo, de la viabilidad de ese original proyecto de transformación revolucionaria por la vía legal que Allende pudo calificar como la vía chilena al socialismo con olor a empanada y sabor a vino tinto (apelando a un extraordinario universal, la patria). ¿Fracaso o derrota política?

Qué duda puede haber: la derrota política es evidente, y no fue solo militar. Si se acepta salir por un minuto del perímetro de la masacre (miles de ejecutados y detenidos desaparecidos, además de decenas de miles de exiliados), no es posible ignorar que en las elecciones parlamentarias de marzo de 1973 la oposición obtuvo el 55,49% de los votos, ante un macizo pero minoritario 44,23% de los votos de los partidos de la Unidad Popular (un resultado imponente para fuerzas de izquierda revolucionarias): nadie puso en duda el resultado, lo que revela el ethos democrático de Allende y su Gobierno. Pero, sobre todo, hay que tomar nota que en el origen de la dictadura hubo mínimos de legitimidad, por ejemplo, observables en los años 1974-1977 en los festivales y fiestas multitudinarias que celebraban el golpe y la dictadura. Terrible, pero cierto. Pinochetistas hubo muchos: 50 años después, pocos se atreverían a reconocerlo. Es en este sentido, electoral, alegórico y más tarde cultural (con la instalación de un modelo económico contra-revolucionario de profundo corte neoliberal, que modeló creencias y conductas hasta el día de hoy), que hay que entender la idea de derrota política.

Pero con el golpe, y esa es una alternativa que abre el libro de Mansuy, hay también un fracaso político. ¿En qué sentido? ¿Incoherencia de los métodos de hacer coalición de los partidos de izquierda? ¿Exceso de retórica por parte de varios líderes de izquierda (exceptuando el caso, notable, del Partido Comunista, cuya lealtad al Gobierno de Allende fue admirable)? ¿Ambigüedades y tensiones al interior de los partidos de la Unidad Popular, a lo que se suma la presión por la izquierda ejercida por el MIR? ¿Arbitraje imposible del presidente Allende? ¿Falla de liderazgo? Son estas preguntas incómodas que, a 50 años de distancia, es posible formularse con la distancia que proporciona un medio siglo. Paul Sweezy, connotado economista de izquierdas y fundador de la New Left Review en 1949, no tuvo problemas en criticar duramente a la Unidad Popular al poco tiempo de ocurrido el golpe de Estado.

Intelectuales y políticos de izquierda, de Chile y el mundo, han eludido las preguntas por las razones del fracaso (y no solo de la derrota), con muy buenas razones: el sacrificio de Allende fue tan sublime, y su discurso de despedida tan magnífico, que interrogarse sobre el fracaso de un proyecto es poner en riesgo al propio Allende. Sabemos más o menos todo acerca de la conspiración de los Estados Unidos a través de la CIA, del boicot empresarial y la politización de los gremios, de la conducta sediciosa de la derecha y el desembarco golpista de la Democracia Cristiana. Lo que no logramos comprender es a Allende en toda su magnitud y en interacción con este ecosistema. Para entender, ¿es necesario hacer de Allende el culpable? Ciertamente no: lo que cabe interrogar es la naturaleza de la agencia de los actores involucrada, incluyendo a Allende, así como la contingencia del momento que, retrospectivamente, es avasallada por la búsqueda de culpables (los primeros son quienes cometieron crímenes, pero la explicación no se agota en ellos), determinismos y la centralidad fantástica de Allende en el último día.

Pero hay una pregunta mucho más profunda. Si Honneth pudo teorizar sobre la idea de socialismo y sus aporías, ¿no hay también una dificultad práctica y política con el proyecto socialista? Si el socialismo en sentido fuerte es una forma de organización de la producción y la distribución de la riqueza que supone encarar el problema de la propiedad privada, ¿en qué momento se produce la ruptura con el capitalismo? Sobre todo, ¿en qué momento se produce la ruptura cuando la transformación está ocurriendo bajo reglas democráticas? Pues bien, esta es la gran pregunta que Allende y el Gobierno de la Unidad Popular formulan. En tal sentido, el suicidio de Allende puede ser interpretado como respuesta desesperada a estas preguntas, como testimonio de un intento original o como una dramática puerta de entrada al mundo socialdemócrata en modo radical. Me inclino por esta última alternativa, aunque Allende jamás pronunció el término ni menos elucubró sobre esa posibilidad: es por los resultados de muy largo plazo para todas las izquierdas del mundo que explicito esta posibilidad. Tal vez el futuro de las izquierdas pase por una utopía menos gloriosa, pero utopía al fin: ¿cómo sería el mundo si éste estuviera organizado en torno a derechos sociales garantizados en su goce universal, sin necesidad de diferenciarse ni prestigiarse en la satisfacción de las necesidades vitales? ¿Cómo sería un mundo constituido por la utopía real de un igual florecimiento, abandonando en estas materias el ideal liberal de igualdad de oportunidades, tomándose en serio el ideal de igual de resultados?

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