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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Optimismo a cualquier precio

El principal peligro de la ideología de la felicidad es que olvida el impacto de las condiciones estructurales sobre el bienestar o malestar de la vida

Sara Berbel Sánchez

Ser optimista es casi una obligación para la ciudadanía occidental del siglo XXI. Expectativa de éxito, pensamiento positivo y búsqueda a ultranza de la felicidad son algunos de los elementos que conforman un nuevo paradigma psicosocial que se está instalando entre nosotros. Su raíz no es autóctona, se trata probablemente de la más reciente manifestación de la colonización cultural norteamericana.

Cotidianamente nos llegan reclamos para asistir a cursos o conferencias sobre cómo lograr la felicidad, se nos insta a rechazar sentimientos como la tristeza, el desánimo o la duda y centrarnos en el llamado pensamiento positivo e incluso, en el colmo de la audacia, se llega a afirmar que el sufrimiento es una elección personal. Para alcanzar el bienestar, acuden en nuestra ayuda un alud de gurús de quienes no siempre conocemos los antecedentes científicos y académicos, una legión de libros de autoayuda que en diez pasos nos conducirán al Edén o al enriquecimiento económico e incluso, recientemente, aparece un nuevo puesto de trabajo en las organizaciones: responsable de la felicidad en la empresa.

La periodista Bárbara Ehrenreich denunció hace ya unos años las consecuencias negativas del hecho de hacer a las personas responsables únicas de sentirse bien, además de mostrar los enormes beneficios económicos que la nueva industria de la felicidad otorgaba a sus promotores. Posteriormente, rigurosos estudios desde la Psicología han mostrado que el optimismo, o tendencia a pensar que el futuro será positivo, tiene tanta racionalidad (o irracionalidad) como el pesimismo, y no siempre tiene un valor adaptativo y protector del bienestar, sino que, en ocasiones, puede provocar desajustes en la percepción de la realidad que conllevan consecuencias negativas. José César Perales ha sido uno de los científicos que ha descrito algunos de los peligros que pueden acechar al optimista, como “la ilusión de control” o la llamada “falacia de la planificación” al sobrevalorar sus posibilidades de éxito.

Sin embargo, el principal peligro de la ideología de la felicidad es el olvido clamoroso que supone de las condiciones socioeconómicas de la sociedad, de carácter estructural, y del impacto que tienen sobre el bienestar, o malestar, de las vidas humanas. La premisa del “si quieres, puedes”, tan atractiva a nuestros oídos, conduce a pensar que, si alguien no ha podido, es porque no se ha esforzado lo suficiente. En el mismo sentido, el mandato de no rendirse jamás puede ser una trampa que hipoteque el futuro de muchas personas. De este modo, las víctimas de una sociedad desigual e injusta son doblemente victimizadas y culpadas, además, de su propio sufrimiento. Una muestra de ello es la propuesta del gobierno británico de ofrecer terapia cognitiva a las personas en paro como forma de afrontar el desempleo, lo que ha provocado una fuerte polémica.

En un país como el nuestro con una tasa de paro del 20%, casi una tercera parte de familias en riesgo de pobreza, con desigualdades crecientes en educación, salud y servicios de todo tipo, ¿cómo puede atreverse alguien a afirmar que el sufrimiento se elige? Hace décadas que conocemos los estragos del paro y la precariedad en las vidas de las personas y, por supuesto, en su estado de ánimo: los análisis longitudinales realizados a personas que han perdido su puesto de trabajo en diversos países europeos han mostrado elevados niveles de ansiedad, trastornos del sueño, depresión, mayor posibilidad de adicciones, desmotivación y, sobre todo, una profunda desesperanza.

La tendencia a considerar que todo se basa en la libre elección tiene, por otra parte, otras consecuencias que también conocemos: la dejación de las administraciones en sus responsabilidades sociales y la disminución de políticas públicas que corrijan las desigualdades socioeconómicas que cada vez son mayores. Por otra parte, desincentiva la solidaridad y los movimientos colectivos y cooperativos al ser la persona y su trabajo interior la principal fórmula para alcanzar el éxito.

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La filósofa ilustrada Mary Wallstonecraft decía, refiriéndose a las mujeres, que en ocasiones parecían más interesadas en sacar brillo a sus cadenas que en liberarse de ellas. Este pensamiento podría extenderse a nuestra sociedad cuando acepta de forma mayoritariamente acrítica modelos que no van a tratar de cambiar las condiciones estructurales de desigualdad sino, en todo caso, a perpetuarlas. Sabemos que la confusión intelectual interesada es el terreno donde mejor se abona la pasividad y la discriminación; tal vez valga la pena estar alerta.

Sara Berbel Sánchez es doctora en Psicología Social.

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