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Thomas Wolfe, el genio que se desbordó a sí mismo

Una muerte temprana truncó la carrera del hombre a quien William Faulkner señaló como el mejor escritor americano. ‘No puedes volver a casa’ ofrece la prueba póstuma de su incontestable potencia narrativa

Thomas Wolfe
Un retrato sin fecha de Thomas Wolfe.Carl Van Vechten Collection / Getty Images

Thomas Wolfe era un genio desbordado por sí mismo, tan extraordinario y fascinante como exasperante. Quien haya tenido ocasión de ver la película El editor lo entenderá de inmediato; en ella se cuenta la relación entre Wolfe y su éditor, Maxwell Perkins. Acentúo la palabra éditor para diferenciarlo de publisher, que es lo que en España llamamos editor, director de una editorial. Perkins se ocupaba de trabajar con los materiales, muchas veces no bien armados ni medidos, que los autores entregaban al publisher. Es una tradición americana, gente con un envidiable sentido de la narración metiendo en vereda a tipos de fuerte incontinencia creativa, como también ocurría con Faulkner. Perkins, o el gran narrador William Marshall, fueron éditors legendarios, tan excepcionales como pacientes, pero la incontinencia de Wolfe excedía toda medida.

Thomas Wolfe (1900-1938) se dio a conocer con una novela impactante, El ángel que nos mira. Su gran novela es Del tiempo y del río y desde entonces ya no se apeó de las 700 páginas por volumen. Las dos últimas fueron póstumas, La red y la roca y esta que ahora nos ocupa, ambas montadas por su éditor con los materiales que dejó inéditos siguiendo las intenciones del autor, que él conocía muy bien.

No puedes volver a casa es una novela dividida en siete partes. Maxwell Perkins la ordenó de acuerdo con las intenciones del autor, aunque es evidente que se vio obligado a manejar un material radioactivo en ausencia del ingeniero jefe de la planta. Pero por delante de la coherencia del resultado, lo evidente es el fuerte del autor: su incontestable potencia narrativa. Solamente las dos primeras partes muestran una formidable expresividad y esa característica de intentar contarlo todo. Vaya como ejemplo la escena en la estación de tren de Pensilvania donde describe uno por uno a los viajeros del tren que va a tomar de vuelta a su pueblo natal. Wolfe no simplifica, sino que acumula, y, sin embargo, en su prosa hay precisión y sugerencia donde otros pretenden conseguirla con economía de medios. En el tren de vuelta a su lugar de origen, en las páginas 60-61 y 49-51, no perdona detalle porque la suya es una pasión de totalidad que ha de englobar la vida y la gente como un todo. Y utiliza la retorcida personalidad del juez ciego Bland referida a sus vecinos y también su actitud con George Webber, el aprendiz de escritor que ha venido a sustituir como personaje central al Eugene Gant de su anterior novela (“¿Crees que puedes volver a casa?”, le dice cruelmente) para retratar a toda una comunidad, pero también el destino del propio Webber.

Sus dos últimas novelas, ‘La red y la roca’ y esta que nos ocupa, fueron montadas con los materiales que dejó inéditos

La descripción del origen del desastre del 29 comienza con La Compañía, la hueca entidad financiera que toma por asalto el alma codiciosa de su pueblo natal, y se continúa en la segunda parte con la visión del señor y de la señora Jack, en su hogar de potentados, una semana antes del crac que da lugar a la Gran Depresión. Pocas veces se ha narrado con tal ambición de totalidad, y vaya como muestra este simple detalle de relación entre señora y criada: “A continuación, la muchacha apartó la pantalla de latón y se arrodilló frente a las llamas danzarinas. Cuando golpeó los leños con un largo atizador de hierro y un par de pinzas, se produjo una ardiente lluvia de chispas, y el fuego refulgió y crepitó, reavivado. Por un breve instante se quedó arrodillada en un gesto dulce y virginal. El fuego bañó su cara de un resplandor radiante y la señora Jack la miró con ternura, pensando en lo hermosa y delicada y bondadosa que era. Entonces la criada se levantó y volvió a poner la pantalla en su sitio”.

George Webber ama a América. La ama y detesta y, siéndolo él, detesta igualmente el individualismo americano. Su afán juvenil y entusiasta le convierte en una especie de homo whitmannianus entusiasta, pero afectado por la cruda realidad, una contradicción que pertenece al ámbito del pesimismo optimista. Su método es semejante: “Los cientos y miles de notas distintas e inconexas que había escrito habían dibujado al fin un patrón en su mente. Sólo necesitaba hilvanarlas y rellenar los huecos y tendría un libro”. Y entonces decide retirarse a componerlo; primero, instalándose cuatro años en Brooklyn, lejos del cogollo neoyorquino; después viajando, a París y Londres, que lo maravillan, y luego a una Alemania donde se cuece un nazismo incipiente en el que intuye la barbarie que se avecina.

Algunas partes —en especial la IV, con la figura de Foxhall (¿Perkins?), su éditor— son un pretexto para dar curso a la reflexión como otra forma de acción. Con ello nos adentramos también en su actitud sustancial: la integridad como valor supremo y como medida de su vocación, y por ello es especialmente significativo su encuentro en Inglaterra con Lloyd McHarg, símbolo del escritor consagrado (al parecer, inspirado en Sinclair Lewis) en un capítulo de prodigiosa inteligencia narrativa.

Esta debía de haber sido la “gran novela americana”. Lo merecía más que ninguna otra por su ambición y su planteamiento, pero la muerte la truncó. Era un canto apasionado, entregado a lo que América tenía de verdad y de mentira, un irreprimible ímpetu de fe en la vida. Maxwell Perkins hizo un gran trabajo de ordenación novelesca con los materiales disponibles. La formidable escritura de Wolfe es un triunfo literario póstumo, pero Wolfe ya no estaba ahí para rematar su obra. “El mejor escritor americano es Thomas Wolfe —confesó en su día William Faulkner— después yo y después nadie”.

Editorial Piel de Zapa.

No puedes volver a casa 

Thomas Wolfe 
Piel de Zapa, 2023
668 páginas. 26 euros

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