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Bienal de Arquitectura de Venecia: descolonizar y descarbonizar

Hasta el 26 de noviembre, la cita debate cómo debe ser el futuro de la arquitectura para que el planeta tenga futuro

Bienal de Arquitectura de Venecia
'Kwaeε', de Adjaye Associates , expuesto en la Bienal de Venecia.Andrea Avezzù. Courtesy: La Biennale di Venezia
Anatxu Zabalbeascoa

“Todos los cambios, incluso los más anhelados, tienen su melancolía porque lo que dejamos atrás es parte de nosotros. Debemos morir a una vida antes de poder entrar en otra”. El francés Anatole France abre uno de los grandes recintos de la Bienal de Arquitectura de Venecia, el antiguo Arsenal, demostrando que la comisaria de esta 18ª edición, la arquitecta ghanesa Lesley Lokko, es una mujer de letras. Y de acción.

Lokko, que, incapaz de ganarse la vida como proyectista, resolvió hacerlo como autora superventas de novelas románticas como Cielos de azafrán, ha demostrado con su propia trayectoria cómo darle una vuelta a la suerte y a la tradición. ¿Ha sido capaz de transmitir esa idea regeneradora a un festival de arquitectura que lleva miles de visitantes a la ciudad más singular del mundo?

Ha conseguido cambiar bastantes cosas. La mitad de las 89 muestras oficiales de esta Bienal son propuestas de arquitectos africanos o de la diáspora africana. ¿Qué encierra esa decisión más allá de la justicia étnica? En boca de la comisaria, la voluntad de descolonizar y descarbonizar. Veamos.

Una imagen del pabellón de España en la Bienal de Venecia.
Una imagen del pabellón de España en la Bienal de Venecia. Matteo de Mayda. Courtesy: La Biennale di Venezia

Aunque esta sea una edición en la que la mayoría de los grandes nombres de la arquitectura —el autobús de las vedettes que decía Oscar Tusquets— no están presentes, la propia Lokko reivindicó, en la rueda de prensa previa a la inauguración, que “no todos los equipos son iguales”: tres de sus colaboradores de Ghana no pudieron viajar porque la administración italiana no les había concedido un visado por miedo a que, de entrar, se quedaran en el país.

Así, sigue siendo el poder —esta vez el africano— el que trata de dibujar el “mundo mejor” que quiere proponer la arquitectura. Esta es una disciplina difícilmente disociable del poder, es decir: del dinero. Por eso, la gran muestra entre las comisariadas por Lokko está dedicada a los proyectos futuros del arquitecto David Adjaye.

Hijo de diplomáticos ghaneses nacido en Tanzania hace 56 años, formado en Londres, autor del Museo Smithsonian de Historia y Cultura Afroamericanas en Washington y con proyectos en Sídney, Abu Dhabi, Nueva York o Ghana (101 hospitales para abordar la salud pública), Adjaye es hoy el arquitecto negro más poderoso del mundo. Es el que más ha construido, aunque el burkinés Francis Kéré sea el reconocido con un premio Pritzker. ¿Por qué? Seguramente porque la figura de Kéré —el único de su poblado que accedió a una educación y que tras hacerlo reunió el dinero para construir la primera escuela allí— es transformadora e indica otra vía de futuro para la arquitectura. Es justamente eso lo que buscaba Lokko como comisaria. Y el propio Keré, también incluido en la muestra, lo explica desde su pabellón construido con un muro de barro y anunciado con la frase: Nous faisons une vision et non une retrospective (Mostramos una visión y no una retrospectiva). Usando ánforas para recortar lucernarios en los muros, Kéré recuerda el futuro que puede haber en el pasado, las tradiciones que conectan artesanía y arquitectura cuando no todas las ánforas son de plástico. Esa conexión entre arte, artesanía y arquitectura habitual en todo el continente africano la subraya Lokko otorgándole el León de Oro a la trayectoria a un autor que siempre ha trabajado así: el nigeriano Demas Nwoko.

Son muchas las intervenciones que urden la trama en la que Lokko cose descarbonización y descolonización como receta de futuro. Algunas reconsideran, por ejemplo, los materiales de construcción. Brasil se ha llevado el León de oro asociando la tierra a la reivindicación del territorio, a la reparación de la historia y al trato dado a la población de origen africano, la mayoría del país, apuntan los comisarios Gabriela de Matos y Paulo Tavares.

Pabellón de Brasil en la Bienal de Venecia.
Pabellón de Brasil en la Bienal de Venecia. Matteo de Mayda. Courtesy: La Biennale di Venezia

También el Pabellón de los Países Nórdicos habla de descolonización al rendir tributo a la forma itinerante de vivir y de construir alojamientos de la minoría indígena Sami. Con las tiendas y las artesanías Sami, el exquisito pabellón de Sverre Fehn se desordena, parece okupado. Esa imagen la proyectan también el pabellón de Canadá e incluso el de Cataluña, con una reivindicación de la arquitectura ingeniosa del top manta. El pabellón alemán de este año no existe: está ocupado por los restos materiales que quedaron de intervenciones pasadas.

Alison Killing, por su parte, demuestra que las herramientas de análisis espacial que proporciona la arquitectura han sido clave para un periodismo de investigación que destapa los campos de detención de Xinjiang, en China, donde han muerto más de un millón de uigures, la etnia musulmana de Xinjiang. Fue un joven estudiante de derecho, Shawn Zhang, hoy residente en Canadá, quien descubrió, utilizando Google, que varios hospitales y escuelas de la zona se habían convertido en campos de detención. Killing comprobó con programas arquitectónicos que habían reforzado las estructuras, cerrado las aperturas y aumentado los sistemas de vigilancia.

En una macroexposición como es una Bienal solo se consigue transmitir un mensaje depurando lo que se quiere expresar. La arquitectura deja de comunicar cuando es necesario leer textos interminables para comprenderla o cuando utiliza la pantalla para hacer otra cosa que no sea internarse en un edificio. Ese es el caso del pabellón español, que con cinco espléndidos cortometrajes, aborda un tema esencial: la relación entre la alimentación y la forma de las ciudades. Es incuestionable que “al comer digerimos territorios”, como señalan los comisarios Eduardo Castillo-Vinuesa y Manuel Ocaña. Pero tal vez su propuesta tiene tanto de sociológica como de arquitectónica. Las magníficas fotografías de Pedro Pegenaute y los cortometrajes filmados por equipos de cineastas y arquitectos bien podrían estar expuestos en la otra Bienal veneciana, la del arte.

Son muchas las intervenciones que se adentran en el lema de la Bienal analizando o incluso diagnosticando. Como España, Corea de Sur proyecta cifras e imágenes que recuerdan lo que nos cansamos de leer en la prensa: o actuamos o llegamos al fin. Por eso las propuestas que pedía Lokko están en los pabellones que han asumido que en el mar de información que es una bienal lo desnudo, lo claro y hasta lo simple se lee con mayor rotundidad.

Imagen del pabellón de los Países Nórdicos en la Bienal de Venecia.
Imagen del pabellón de los Países Nórdicos en la Bienal de Venecia. Matteo de Mayda. Courtesy: La Biennale di Venezia

Así, la idea desplegada en el pabellón de Suiza es tan sencilla como radical: deshacer parte de su muro perimetral de ladrillos y unir su recinto al que Carlo Scarpa ideara para Venezuela. Con los ladrillos retirados han construido además bancos. Ahí está todo: reconversión y reciclaje. En esa línea, los comisarios del pabellón de Austria, Hermann Czech y el colectivo AKT, dan un paso más. Cuando su propuesta de unir su pabellón con el barrio colindante de Sant’Elena fue prohibida, propusieron dedicar el dinero a construir un puente. Se aprobó la idea y aunque hoy las obras están paralizadas han abordado en el micromundo veneciano los grandes problemas arquitectónicos del planeta.

Con una población por primera vez por debajo de los 50.000 habitantes, los visitantes, y los hoteles que nos alojan, han desplazado a la población veneciana, que ya no se puede permitir vivir en los sestieri centrales y ahora debe hacerlo en Mestre o en Sant’Elena. ¿Les resulta familiar el problema?

A pesar de su singularidad, la propia Venecia ofrece recetas de futuro. Para empezar, allí no hay coches. Pocos edificios evidencian la capacidad transformadora de la arquitectura como la basílica de San Giovanni e Paolo convertida en hospital, por no hablar de uno de los recintos de la Bienal: lo que fuera el arsenal del imperio marítimo que fue la Serenísima República.

Puede que por eso, el Vaticano —que participó por primera vez en la Bienal mostrando capillas ideadas por los grandes arquitectos del planeta— lo haga ahora por segunda vez de la mano de Álvaro Siza. El portugués —que quiso ser escultor antes que arquitecto— se ha limitado a mostrar sus esculturas de hombres sin atributos y a invitar Studio Albori para que plantaran un huerto en la isla de San Giorgio Maggiore. Están allí, en el terreno y las celdas del monasterio, las recetas para que todo cambie: la renaturalización de la ciudad, la cesión de los privilegios de la iglesia, la participación ciudadana consumiendo y cuidando el huerto y la atención de la gran arquitectura a los problemas de la mayoría de la población. El laboratorio para el futuro no puede sembrarse sin fe.

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